Despierto… ¿Dónde estoy?... Un poco mareado, nada está claro, el sabor del whiskey añejado continúa paseándose por mi lengua. “Nada ha pasado”, pienso; pero el aroma de las sábanas blancas y unos vagos recuerdos me dicen otra cosa y… mi cartera lo confirma.
Sonrío, estoy en La Habana, estiro mis músculos y me levanto; me pongo ropa limpia para alcanzar el desayuno tipo buffet que ofrece el hotel Saint John’s. No comemos, sino tragamos todo lo que repasa nuestra vista: Fruta, yogurt, leche, omelet, verdura, café, queso, pan con mantequilla, jugo y unos exquisitos “hot cakes” embadurnados con un almíbar dulce y agradable.
Volvemos a la habitación, una ducha de agua fría, un Jack en las rocas y al Malecón. Nos sentamos frente a la fuente del Hotel Nacional a beber nuestras “Bucanero” mientras encendemos nuestro primer habano que habíamos conseguido la noche anterior con el custodio del hotel, a quien habíamos invitado una copa de nuestro “All-american-whiskey”. Nuevamente, gozamos del sol y la brisa, pero ahora el viento sopla con una fuerza terrífica, obligando a las olas del mar a estrellarse, con tal fuerza sobre la barda de la avenida, que alcanzaba a inundar la calle del Malecón, por lo que la policía decidió cerrar el acceso de los coches hacia ésta. Pareciera que, mientras los lugareños intentan salir de Cuba, el mar embiste furioso con intenciones de entrar y quedarse para disfrutar de la paz que ofrece la ciudad tropical.
Terminamos el puro, una cerveza más y encaminamos nuestros pies rumbo a la Habana Vieja, pasando entre charcos y edificios viejos, deteniéndonos aquí y allá para fumarnos un cigarrillo y
ver la magnificencia de las olas que formaban explosiones sobre la amurallada ciudad.
Hoy nos sentimos más turistas, tomando fotografías en cada bello cuadro que nos ofrece el paisaje, donde conocimos a una pareja de artistas cubanos “aseres”, con quienes intercambiamos fotos y palabras.
Entre cuadro y cuadro, pasamos por la fortaleza de San Carlos, donde cada día a las nueve de la noche se escuchan los cañonazos hacia el mar; ladeamos el Museo de Bellas Artes y otros tantos museos y edificaciones importantes, donde me detuve un momento en el servicio postal nacional para enviar una postal desde La Habana a una buena amiga mía. Seguimos hasta llegar al Capitolio, con su exuberante cúpula tipo colonial, pasando entre calles atestadas de locales y foráneos.
Finalmente, decidimos que es momento de un trago. Descendemos entre callezuelas, pasando por la afamada “Floridita”, hasta llegar a la bien conocida “La Bodeguita del Medio”. Entramos, mirando de lado a lado todas las paredes pintadas con letras y mensajes de todos los visitantes; subimos a hasta el último rincón del lugar, donde se ofrecía una cómoda imagen para pasar el rato. Nos sentamos, se acerca la mesera: “Dos mojitos”.
Mientras esperamos deseosamente las bebidas, del otro lado del lugar, un estadounidense con su hijo gozaban de la presencia de una cubana con su hija. Me impresionó ver que la niña, de unos doce o trece años de edad, ya conocía perfectamente las astucias del arte del amor cubano, ofreciéndole de vez en cuando su mano al hijo del extranjero y brindándole una sonrisa; luego, seca, volteando al lado contrario, mientras aquél imberbe quedaba estupefacto ante la belleza caribeña: El pequeño rubio estaba ya enamorado.
Llegan los mojitos… “Glu, glu… aaaah”… Exquisito, con poca azúcar para no destruir el sabor de la hierbabuena. “Esto es vida”, pienso, mientras un grupo de locales tocan un son cubano.
A lado nuestro, un grupo de europeos que destellaban gran riqueza, piden un habano cada quien, el mejor que encuentran sobre la caja que ofrece el empleado sobre sus brazos. Siento envidia, quiero un habano…; mas detengo mis deseos con un cigarrillo “Hollywood” de caja roja.
Una “Bucanero”, una botana, otro cigarrillo; las palabras en el manuscrito impreso en el menú del local me llenan de envidia y empujan al exterior mi instinto de escritor, pero me contengo, y, antes de partir, repaso nuevamente las palabras: “My mojito in La Bodeguita… Ernest Hemingway”.
Tomamos un taxi hasta el hotel: La noche ha mostrado su velo.
Llegamos al cuarto, brindamos con una copa de vino rosado; es el segundo día y ya parece rutina: Un Jack Daniel’s derecho, tabaco, otro trago, cigarrillo… Para este momento ya somos adictos a la nicotina del lugar; sin darnos cuenta ya podemos fumar cuatro cajetillas de cigarros entre ambos por día (y noche).
Un cambio de ropa y a buscar el hedonismo nocturno…
Salimos del lobby… “Mmmh… aaaah”; no hay nada como el olor de La Habana bajo el nublado y negro cielo del Caribe.
Salimos del lobby… “Mmmh… aaaah”; no hay nada como el olor de La Habana bajo el nublado y negro cielo del Caribe.
Pregunta obligada: “¿Qué haremos hoy?”. Resolvemos que lo mejor será preguntar a los taxistas, quienes conocen bien los suelos y lugares hedonísticos.
Mientras preguntamos, sobre la esquina del hotel, el custodio de un lugar que figura ser una discoteca subterránea nos invita a pasar, mostrándonos con su mano derecha a una mujer…; no, no es una mujer, es una niña, lanzando miradas coquetas para que entremos al recinto y le invitemos unos tragos. Mi compañero acuerda entrar y dar un vistazo, mientras platico con el custodio sobre mi nacionalidad, contestando aquél a modo como se habla en mi país, tratando de imitar mis gestos.
Sale mi acompañante de viaje. Adentro, el lugar no promete mucha diversión. Le creo y, finalmente, tomamos un taxi y decidimos que iremos al lugar donde tocará el grupo de moda: P.M.M. (Por un mundo mejor), quienes son reconocidos por tocar “covers” de canciones de reggeaton. El nombre del lugar: El Túnel.
Pasamos por municipios y zonas, pasando por Cerro hasta llegar a Víbora, una zona meramente residencial de no muy buena facha. El chofer detiene el auto: “Aquí es”.
Bajamos; el ambiente parece hostil, extraño; Hay un murmullo constante, de esos que hacen lo mismo que un silencio, lo mismo que el ir y venir de las olas del mar o el ruido mitigante de la turbina del avión donde veníamos ayer.
Un racimo de cubanos se aglomera en la entrada del lugar; nos aproximamos con el custodio, pensando en que nuestra nacionalidad hará muestras de su poder, mas nos exige pareja del sexo opuesto para lograr entrar.
Hay pocas mujeres que, a primera vista, se vean dispuestas a entrar con nosotros, pues la mayoría viene en grupos de hombres y mujeres. Finalmente, logramos entrar: Mi actitud está por los suelos, no me agrada el lugar. Se me figura a una bodega de dos pisos, donde el humo del tabaco se encierra; no hay ventanas, y la puerta de la entrada parece dejar entrar más humo, en vez de hacer lo contrario.
Mi compañero se queda platicando con su pareja cubana; yo he dejado ir a la mía. Me veo sólo, vulnerable, extrañado… arrepentido. “Estás en Cuba”, me animo y me encomiendo a mi dios, Kerol. “La actitud entra por la boca”, pienso y me encamino hacia la barra.
“Una Bucanero…; Otra Bucanero…” Platico con el de la barra, se llama Ernesto. Me da el número de su teléfono móvil y su correo electrónico. El motivo: Negocios: Quiere venderme ron, habanos, etc… De pronto, se acerca una cubana, platicamos, me aburro, me voy.
Se acercan un par de isleñas: “¿Nos invitas una cerveza?”.
Diez minutos pasan y me encuentro con una cubana bailándome de revés un reggaetón, mientras bebo mi “Bucanero” fría y juego con el humo de mi tabaco… “Gracias, Kerol”…
Diez minutos pasan y me encuentro con una cubana bailándome de revés un reggaetón, mientras bebo mi “Bucanero” fría y juego con el humo de mi tabaco… “Gracias, Kerol”…
Envuelto en mi hedonismo solitario, pasa el tiempo, hasta que finalmente se despide aquella. “Adiós, corazón”… Me besa de modo apasionado, mas con aquel sabor amargo de hacerlo en pago de los tragos brindados. Me da su teléfono móvil: “Llámame”… “Sí, seguro…”, respondo de modo natural, mas con extremo sarcasmo hacia mis adentros.
Más alcohol, más pasiones caribeñas y mucho alquitrán; ahora me siento parte de la fiesta; quiero ser el dueño del lugar, pero algo me lo impide... estoy en tierras lejanas... Luego, se van todos y salgo detrás: La fiesta se ha acabado.
Me reencuentro con mi amigo mientras un par de féminas se pelean a golpes en medio de la multitud: “¡Plaz!”, se escuchan los puños sobre la carne apiñonada de la enemiga; “¡Clap!”, suena la mano abierta de la enemiga sobre el rostro de la otra. Nadie detiene aquello, mas llega la policía y, medio minuto después, todo vacío.
Tomamos un taxi de vuelta a nuestro hogar temporal. El chofer nos quiere cobrar diez CUC’s, mas regateamos a ocho y una cerveza que tomaríamos los tres afuera del hotel, sobre la banqueta, mientras nos platica aquél sobre el temor (o respeto) de los cubanos hacia la policía y cómo debemos cuidarnos de los taxistas ventajosos.
Todo me da vuelta, pero podría construirme una fiesta personal si mi alma me lo ofreciera... "Un Jack", pienso mientras subimos por el ascensor. Un intercambio de palabras con mi amigo acerca de la noche que ya casi terminaba, sosteniendo el licor del "moonshine whiskey"en la mano derecha y un tabaco en la izquierda. Unos minutos, un río de agua paseado sobre mi esófago para no despertar a medio sueño, y a la cama…
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