Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOCTAVA PARTE - FINAL)


Dormí unas tres horas: el sopor me venció… Soñé con el rostro angustiado de dios… ¿Tendría angustias aquel ser todopoderoso…? Y, si no, ¿cómo es que había sembrado/creado aquél la angustia en nosotros los hombres…?

Pronto  me di cuenta que en realidad la angustia nacía de mí, y no era cuestión de un ente supremo; aquel preocupado rostro celestial se esfumó en mis sueños, y eso me despertó…

Me levanté, y me miré en el espejo del baño: la sangre de la herida sobre mi mejilla que me había provocado la astilla de vidrio de aquel vaso que Mica me había arrojado, me había pintado la cara de un rojo bermejo. Me dolía y mi piel estaba bastante hinchada: todavía tenía la astilla dentro: obtuve la valentía suficiente para retirar el pedazo de vidrio en mi carne y la sangre volvió a brotar… Miré las sábanas y estaban todas ensangrentadas: parecía como si algún asesinato se hubiera llevado a cabo…

Me dirigí al baño, la sangre goteaba sobre el piso laminado. Mientras me desvestía para tomar una ducha, trataba de enfocarme en lo que estaba ocurriendo: ¿qué había pasado exactamente?, ¿cómo había llegado tal fotografía a manos de Mica?, ¿qué sería de mi vida?, ¿debía quedarme y seguir discutiendo o huir hacia un futuro incierto…? O, tal vez, la solución estaba en la muerte, tal como se me había aparecido dentro del taxi que me había traído a casa horas antes…

Me asomé por la ventana y miré el frío asfalto… Cuatro pisos serían suficientes para terminar con mi vida…

Volví al espejo y no encontré osadía suficiente para entregarme tan fácilmente al infierno post-mortem… Continué quitándome las ropas…

De pronto, al quitarme la camisa manchada entre rímel, sangre y vómito, y al ver mi antebrazo, la respuesta a mi más grande duda fue obvia: “La Reina de Espadas”, decía el garabato sobre mi piel, y luego el número telefónico de aquélla… ¡Qué ingenuo había sido yo! No podía ser mera coincidencia el hecho de que me hubiera encontrado con aquella “reina de espadas” en un bar, en un martes cualquiera, y que ella se me hubiera ofrecido tan fácilmente al decirme que ella habría de hacer realidad “cualquier fantasía” mía… Era un hecho que aquélla quería acabar conmigo y por eso envió la fotografía a Mica…

Pero, ¿por qué…? ¿Con qué motivo…?

Tal vez la “Reina de Espadas” aún creía que yo era un delincuente que había salido “libre” cuando, en realidad, según sus ideas, yo pertenecía dentro de una cárcel… Quizás ella aún creía que yo había tratado de violarla aquella mañana… y todavía buscaba cierta justicia… o alguna venganza…

¡Había sido engatusado! Toda mi noche había sido orquestada por aquella temible mujer… ¡Aun cuando percibí su maldad, aun cuando vi una terrible astucia en su mirada, yo le seguí besando…! ¡Por dios, qué imbécil y qué tonto había sido yo! Había caído en la vieja trampa del flirteo femíneo…

Mas, ¿cómo es que aquélla había encontrado el modo de hacerle llegar la fotografía a Mica…? ¡Bah, qué más daba: había logrado encontrarme a mí y abordarme en aquel bar; conseguir la dirección de mi domicilio o el correo electrónico de Mica habría sido cosa fácil…! ¡Qué importa el “cómo” cuando ya todo está destruido…!

Guardé el número telefónico en mi celular y cargué la batería de éste… Luego me desvestí completamente: yo continuaba sangrando y pintando de bermejo todo lugar donde me paseaba. Metí la cabeza bajo al chorro de agua de la regadera… Entre aquella deliciosa agua tibia que recorría mi cuerpo, maquiné mi plan de venganza…

Para cuando salí de la ducha mis intenciones eran sólidas: habría de matar, de una vez por todas, a aquella “reina de espadas”. De cualquier modo, de una forma u otra, acabaría yo en la cárcel después de haber agredido a mi editor en la cabeza con un envase de cerveza; por lo tanto, igual podía matar a aquella astuta mujer que, desde hacía doce años, me había arruinado la vida…

Mi vida ya era irreparable, pero aún tenía la capacidad de destruir otra vida… y tal vez eso era mejor que nada...

Tomé ropa limpia, curé la herida con alcohol, una gasa y un  “curita”; me perfumé, me peiné y me arreglé. Me vi por última vez en el espejo y grabé en mi mente mi efigie antes de volverme un asesino…

Suspiré y salí del baño…

Luego escribí una nota para Mica…

“Mica… No me opondré a firmar los papeles del divorcio… Sé bien que yo ya no te merezco y que intentar continuar con esta relación fallida sería ridículo… Perdóname, si es que algún día logras hacerlo… Quiero que sepas que esta noche fue la primera y la última vez que besé otros labios que no eran los tuyos… Por favor, recuerda tus sonrisas a mi lado y no los llantos provocados…
Sabes, todas esas veces que preguntabas cuánto yo te amaba y que yo, por mera pereza, contestaba simplemente “mucho”, aun sabiendo que tú esperabas una respuesta más elaborada y romántica, debes saber que en realidad mi pereza tenía sus bases en una explicación inefable de mis sentimientos: y es que aunque dramático yo, y no obstante la tragedia de mi vida, he tenido momentos de felicidad, de asombro y de luz –casi todos a tu lado–, y te lo agradezco, pues aunque aquellos instantes no ganan ni equilibran la balanza de mi historia, bien han impedido que se desplome y se desgarre en mil pedazos el soporte –mi esencia– de dicha balanza: no aún me he visto obligado a suspirar el último aliento de mi vida… aunque tal vez, ya sin ti, pronto lo haga… Con tu amor merecí el cielo, y ahora con un beso me condeno al infierno… Intenta ser feliz y no por mí te detengas en tu intento de construir un gran amor… Te ama, por siempre, tu Louis solitario…”

Guardé la nota en el bolsillo frontal de mi camisa, luego limpié bien mi chaqueta de cuero y la vestí nuevamente. Cogí una pequeña maleta y aventé un par de camisas y unos pantalones, calcetines y calzones; solamente “por si las dudas”…

Cerré la maleta, cogí mi celular y aventé el cargador por la ventana: no lo necesitaría más, ya fuera muerto, ya fuera en la cárcel… Comenzaba a despertar en mí una actitud ‘valemadrista’, indiferente: poco me importaba si el cargador golpeaba a algún peatón en la cabeza.

Cogí la copia de mi libro de pasta dura. Luego salí de la recámara y fui hasta donde estaba Mica…

La encontré en el mismo lugar donde la había dejado, pero ahora leyendo un libro…

Quédate con el departamento y todo lo demás –le dije –. Solamente me quedo con el coche…

Ella no dijo nada, sólo me miró y volvió la mirada al libro…

 Ten –le dije en seguida, sacando la carta de mi bolsillo, poniéndola sobre el comedor y arrastrándola hacia ella –. No sé si nos volvamos a ver…

Mica me miró con desprecio… Luego suavizó sus gestos. Tomó su libro, fue a la última página y la arrancó; después me la intercambió por la carta que yo le había escrito…

No quise leer el texto en ese momento; me limité a doblar la página y la guardé en el mismo bolsillo en donde había guardado la carta…

Le entregué la copia de “La Muralla Sin Nombre”.

Este libro –le dije –lo escribí por ti y para ti, con la absurda idea de verme en el mismo plano artístico en el que tú te encuentras… Este libro contiene un mensaje entrelíneas que vuelve honorable el arte y que santifica al amor… Yo ya no necesito esas páginas: parece que el amor es algo que en realidad no existe, por lo menos no para mí…

Quería besarle los labios, arrodillarme y besarle las manos, suplicarle y arrancarle una disculpa, que me abrazara y luego me golpeara, que me hiciera pensar que todo iba a estar bien… pero ambos sabíamos que no había manera de reparar el daño: la infidelidad es lo mismo que un vicio –y yo de eso conocía bien–: se controla y se calla, pero jamás se cura…

Le obsequié una ligera sonrisa obligada y ella hizo lo mismo… Me atreví a besarle la frente y una lágrima rodó por su mejilla… Nos dijimos “adiós” y ella devolvió su mirada al libro, como intentando ocultar sus ganas de amarme nuevamente, pretendiendo no notar el llanto que mojaba las páginas de su libro… Yo aproveché para tomar un par de afilados cuchillos de la cocina, los metí en el bolsillo interior de mi chaqueta, luego salí del departamento… Al cerrar la puerta sentí como si estuviera cerrando la puerta de mi corazón y abriendo la ventana hacia el averno, y es que jamás habría de amar nuevamente a alguien: de ahora en adelante mi alma se cobijaría con odio únicamente…

Bajé al garaje, subí al coche, un viejo Jetta rojo modelo dos mil tres. Puse mi maleta en el asiento de atrás. Saqué el par de cuchillos y los analicé: me aseguré que estuviera bien afilados, pues debían estarlo si es que quería matar a la “reina de espadas” con ellos…

Comenzaba a amanecer…

Salí conduciendo hacia la calle, y mientras manejaba tomé mi celular y marqué un número telefónico…

–¿Sí…? –contestó una voz de mujer, adormilada, del otro lado de la línea –.
–Dijiste que harías realidad mis fantasías, ¿recuerdas…?
–¡Ah, eres tú!
–Soy yo… ¿Te veo en tu casa…?
–¿Tienes dónde anotar…?

Anoté la dirección del domicilio de la “reina de espadas” sobre mi antebrazo… Luego nos despedimos y colgamos el teléfono… Al parecer ella no sabía que mis “fantasías” tenían una carga asesina…

Me detuve en un semáforo y vi que apenas abrían un local de empeño de prendas… Miré el reloj en mi muñeca, el que me había regalado Mica, y vi mi anillo de bodas de oro. Me estacioné y entré al local; salí con bastante dinero, luego caminé a una licorería que estaba cerca y salí con la más cara botella de whisky escocés bajo mi brazo y una cajetilla de cigarros…

Subí nuevamente al coche, ya sin reloj y, en vez de anillo, una marca blanca alrededor de mi dedo anular. Le obsequié tres grandes tragos a aquel licor, luego admiré la etiqueta que decía “Macallan 18 años”… Era algo cercano a lo que había estado bebiendo con “El Gran Huracán de Saturno” en aquella noche tempestuosa… Y en ese momento me di cuenta que aquella indiferencia que tanto había admirado durante tantos años en aquella persona, en aquel ‘vagabundo’, era algo que ahora despertaba en mí: cuando uno sabe que la muerte ronda de cerca, la indiferencia hacia la vida aparece y toda norma y toda regla se desvanece…

–¡Al diablo con la gente, el mundo y sus reglas!

Sorbí nuevamente de aquella botella, sin tratar de ocultarme de los ojos ajenos. Prendí el coche, pero antes de arrancar tomé el pedazo de papel que Mica me había obsequiado…Se trataba de la última página del libro “Great Expectations” de Charles Dickens, lo supe por el encabezado de página: era la cuartilla número quinientos setenta y cinco…

Era el mismo libro que tenía “El Gran Huracán de Saturno” aquella noche, hace doce años…

¿Podría ser, acaso, que también aquel tipo estuviera involucrado en todo esto…? ¡Bah, imposible: debía ser solamente mi paranoia, pues en el mundo habrán millones de copias de ese libro…!

La página tenía unas marcas que indicaban el inicio y el fin de unas oraciones… Leí aquello…

“ ‘We are friends,’ said I, rising and bending over her, as she rose from the bench.
‘And will continue friends apart,’ said Estella.
I took her hand in mine, and we went out of the ruined place; and, as the morning mists had risen long ago when I first left the forge, so the evening mists were rising now, and in all the broad expanse of tranquil light they showed to me, I saw no shadow of another parting from her.’

THE END. “

Solté una lágrima… Luego me reprendí a mí mismo: yo ya no era un humano con sentimientos, ahora era momento de convertirme en un verdadero delincuente, un monstruo sin remordimientos…

Sentía una libertad extraña ante la idea de saber que ya no tenía que justificar mis actos ante nadie: había derretido las avasallantes cadenas del amor… aunque sabía que aquella libertad era un sentimiento falso y momentáneo: luego habría de llorarlo todo…

Prendí el estéreo del automóvil e introduje un CD en el reproductor… Al instante comenzó a sonar “Going Down” de Freddie King

Tomé nuevamente la botella de licor y la ataque a besos: boca a boquilla…

Abrí el paquete de cigarrillos y prendí uno… Me puse mis gafas oscuras para protegerme del alba, aun cuando se trataba de una mañana nublada… “Es un buen día para matar… o morir”, pensé.  

Me miré en el retrovisor… Sonreí en un modo asesino, mostrando los dientes; luego puse el auto en marcha y me dirigí al domicilio de la “reina de espadas” con una calma sorprendente: mi nueva actitud era inmune al tiempo, no tenía prisa de vivir lo que me quedaba de vida…

FIN.

Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOSÉPTIMA PARTE)


Cuando abrí la puerta principal escuché sollozos: era Mica llorando. Estaba sentada en una de las sillas del comedor, de frente a mí. Tenía su laptop enfrente y un vaso a medio llenar con agua a su lado. Me quedé ahí parado, en el marco de la puerta, durante varios minutos: ella no se movía ni decía nada, solamente lloraba sin detenerse… Estaba claro que algo muy malo había ocurrido… ¿Habría muerto alguien…? En mi enferma cabeza de pronto se me antojó que aquello fuera verdad, pues, de ser así, la muerte tomaría prioridad sobre mis terribles actos de aquella anoche: no tendría que dar explicaciones en ese momento: la muerte era asunto prioritario en la escala de los valores humanos… Dicha idea me otorgó la valentía suficiente para hablar…

¿Qué pasa, amor…? –pregunté con la más cínica ternura –.

Preguntar aquello fue un grave error… Mica levantó la mirada, su cara llena de lágrimas, enrojeció con ira. Tomó el vaso que tenía a un lado y lo proyectó contra mi rostro: lo esquivé apenas y el vaso se estrelló contra la pared a mi lado: una astilla de vidrio alcanzó a enterrarse en mi mejilla…

¡¿Cómo que qué me pasa, cabrón?! –dijo aquella furiosa –. ¡Te desapareces toda la noche, llegas borracho, desaliñado, con la camisa llena de maquillaje y con vómito sobre tus zapatos, ¿y todavía me preguntas que qué me pasa?! ¡Cabrón, hijo de la chingada, no tienes vergüenza, imbécil!

No era la primera vez que yo desaparecía para regresar borracho, y ciertamente no era la primera discusión que teníamos acerca de ello, pero jamás en mi vida le había visto tan enojada: era un lado monstruoso de ella que yo, después de tantos años, desconocía…

Perdóname –fue lo único que pude decir, pues no me atreví a intentar excusa alguna –.
¡Que te perdone Dios, estúpido! ¡Yo nunca te voy a perdonar…!
–Por favor, cálmate, Mica…
–¡No me calmo y ni te atrevas a pedírmelo!
–Pero, ¡¿qué te pasa?! ¡¿Por qué te pones así?! Creo que estás exagerando un poco…

No debí decir esas últimas palabras, pues no tardaron en volar tenedores, cucharas, platos y hasta cuchillos afilados en mi contra, seguido todo por un bufete de injurias y gritos: por un momento me avergoncé de que los vecinos estuvieran escuchando aquello a la mitad de la noche de un martes… o, mejor dicho, en la madrugada de un miércoles… Cerré inmediatamente la puerta…

Le reventé una botella de cerveza a mi editor –comenté una vez que dejaron de volar proyectiles en el departamento, como intentando nuevamente desviar la atención de Mica hacia algo más peligroso que nuestra discusión –.
¡Me vale madres! ¡Que te vaya bien en la cárcel otra vez…!

Aquellas últimas palabras realmente lastimaron mi ego…

¡Ah! ¡Realmente quieres que me pudra en prisión!
–¡Púdrete en donde quieras! ¡A mí no me vas a venir con tus engaños estúpidos para que me compadezca de ti! ¡Tú ya no te mereces nada de mí!
–Bueno, pero, ¿qué es lo que tienes? Digo, yo sé que lo que hice está mal, muy mal, pero, seamos honestos, no es la primera vez que esto sucede y francamente nunca te habías puesto así…
–¡Ah!, o sea que no es la primera vez que sucede, ¿eh…?
–¿De qué estás hablando…? Siempre hemos discutido por lo mismo… Hay algo más que no me dices, Mica…

Nuevamente fui víctima de mi morbo, pues pregunté sabiendo que no quería escuchar la respuesta a mi cuestionamiento…

Mica volteó la pantalla de la computadora que tenía frente a ella para mostrarme una fotografía digital: el momento preciso del apasionado beso entre aquella “reina de espadas” y yo en el bar Félix… No había forma de negarlo: el sujeto traía las mismas ropas que yo, el mismo peinado, el mismo color de piel, el mismo anillo sobre el dedo anular… El tipo era yo…

Me quedé petrificado, no supe qué hacer o qué decir: estaba boquiabierto, con la mirada fija en aquella fotografía, como intentando formular alguna estúpida idea que me liberara de mi culpa, pero nada había qué hacer: Mica tenía evidencia irrefutable de que yo había destruido ese amor que habíamos construido a través de tantos años…

Las mujeres somos calladas, pero no pendejas, Louis –era la primera vez en mucho tiempo que Mica me llamaba por mi nombre, el cual había yo obtenido por mi padre como un homenaje a Louis Armstrong, el jazzista –. Quiero el divorcio… –dijo ella de pronto, y en ese preciso momento supe que mi vida estaba arruinada, que yo estaba acabado, que mi futuro era un camino oscuro y en declive –.

Sin más, me di media vuelta y me encerré en nuestra habitación; ella siguió llorando y sollozando…
 
(continuará...) 

Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOSEXTA PARTE)


No tardó en entrarme la paranoia de la marihuana al pensar en que la policía estaría buscándome para arrestarme. Decidí andar por calles menos obvias, y comencé a caminar por callejas sin cuidar mi orientación.

Comencé a sentir la garganta reseca y luego náuseas y mareos: se trataba de la famosa pachipeda. Recordé las palabras de un amigo, quien me comentó en alguna ocasión que la ‘hierba’ se puede fumar antes y durante la ‘peda’, pero nunca cuando uno ya está borracho…

Llegó un momento en el que no pude continuar caminando y me desplomé frente a la entrada de un edificio: aquella escena me recordó mucho los sucesos de hacía doce años, la única diferencia es que ahora no llovía y “El Gran Huracán de Saturno” estaba ausente.

Me sentía terrible, moribundo… Las náuseas incrementaron y terminé por vomitar descontroladamente: una, dos, tres… cinco veces… saqué hasta el alma…

Inmediatamente después me sentí mejor, repuesto, un poco más sobrio…

Me levanté y traté de ubicarme: estaba en la esquina de Zacatecas y Tonalá, aunque no sabía en dónde era precisamente aquella locación. Caminé un poco más y pronto me vi sobre el Eje 2 Sur. Sabía bien que en dicha avenida los automóviles se dirigían hacia el lado opuesto de Insurgentes, por lo que decidí caminar en dirección opuesta a los coches….

No tardé mucho en alcanzar la avenida de los Insurgentes. Era ya de madrugada, cerca de las cuatro, y el metrobús estaba cerrado… Metí las manos a mis bolsillos y solamente encontré una moneda de un peso… No había modo de que aquella insignificante cantidad de dinero me llevara de vuelta a mi casa, a los brazos de Mica.

De pronto pensé nuevamente en Mica…

Pero, ¡qué raro que no me haya llamado otra vez! –exclamé en voz baja –. Ella siempre se preocupa por mí… Ella me llamaría cada cinco a diez minutos… ¿Por qué no lo hacía…?

Me senté junto a un poste de luz, como para pensar con calma y encontrar una solución a mi problema… Ahí estaba yo, como un personaje salido de una novela de Bukowski…

Agaché la mirada y, de un modo tan inverosímil, hallé un billete de doscientos pesos tirados en el suelo… No pude hacer más que reír…

¡Este tipo de cosas no pasan en la vida real! –grité al mismo tiempo en que recogía el dinero –. ¡Dios debe amar a los borrachos!

Luego noté una silueta sospechosa que se aproximaba hacia donde yo estaba… Tal vez se trataba todavía de la paranoia de la maldita droga que había consumido, pero no quise averiguarlo: paré al primer taxi que vi pasar…

–¿Cuánto me cobra a Tlalpan…? –pregunté –.
–¿A qué parte de Tlalpan…?
–A Insurgentes casi esquina con San Fernando…
–Doscientos cincuenta pesos…
–¡¿Tanto?!
–Es de madrugada, señor…
–Tengo doscientos… ¿Cómo ves, tenemos un trato…?
–Súbase…

Generalmente soy de las personas que hacen plática a los choferes de los taxis, pero en ese momento sólo me preocupaba una cosa: Mica… ¿Qué iba a decirle…? ¿Con qué excusa saldría yo ahora…?

Las luces de la ciudad pasaban ante mis ojos… Grupos de jóvenes felices salían de los bares… Me daban envidia… En ese momento cualquiera parecía más feliz que yo… ¿Quién habría de suponer la miseria que me cargaba yo…?

Me imaginé a la gente de afuera viéndome, señalándome y gritando: “¡Miren, ahí va el más grande infeliz!

Si tan sólo pudiera ser joven otra vez… Si pudiera tener el poder de la indiferencia total… Si pudiera despreocuparme y “pintarle dedo” al mundo, a su gente, a sus sistemas y gobiernos…

¿Qué sería de mi vida…? En ese momento tuve deseos suicidas e ideas asesinas: matarlos a todos o matarme a mí mismo… De algún modo la muerte se me apareció como la más sencilla de las soluciones a todos mis problemas…

¿Aquí está bien, señor…? –preguntó el chofer –.
Un poco más adelante… Aquí está bien…

Pagué al taxista y bajé del “vocho”. Me encontraba a tan sólo unos pasos de mi juicio: ¿podría soportar la mirada hiriente de Mica…?, ¿podría sostenerle la mirada…?, ¿qué habría de decirle…?

–¡A la chingada! Ya estoy cansado de tener que explicar y justificar mis acciones… ¡Que pase lo que tenga que pasar…!

Entré al edificio y subí al cuarto piso, donde estaba el pequeño departamento en que vivíamos Mica y yo.

Pegué el oído a la puerta, como intentando descifrar la escena a través de los sonidos, pero pude escuchar nada…

Tenía emociones encontradas: por un lado me sentía aliviado, pues finalmente había logrado llegar a mi casa, pero, por otra parte, en mi morada habitaba la fatal consecuencia de mis actos…

Introduje la llave en la chapa, luego miré al techo, como esperando redención en un milagro; después giré la llave y la perilla se movió… Abrí la puerta…

(continuará...)

Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOQUINTA PARTE)


Continué mi camino, bebiendo cerveza y buscando a alguna persona que estuviera fumando para poder pedirle un cigarrillo…

Vi a un hombre, colocado de espalda frente a mí, vestido de traje gris, quien justamente se encontraba prendiendo un cigarro: pude ver el humo alejándose de su silueta…

Me apresté a alcanzarlo…

Disculpe, buen señor –medio dije y medio balbuceé –, ¿sería usted tan amable de obsequiarme un tabaco…?

Cuando aquella persona giró para mirarme, sucedió un terrible episodio vergonzoso: se trataba del pedante editor de mi novela…

¡Vaya! –exclamó aquel imbécil al mismo tiempo en que mostraba una sonrisa burlona–, pero,  ¡qué terrible casualidad! Y, ¡por dios, mírate, apenas y puedes estarte en pie! Ja ja ja…

Estoy seguro que mi reacción fue enteramente producto de mi vinoso estado, pero también debo aceptar que mi motivación surgió desde el rincón más sobrio de mi alma… Sin decir nada, tomé la botella de cerveza en mi mano y la azoté sin duda alguna sobre la cabeza de aquel idiota…

Su cigarrillo voló por los aires y un chorro de sangre brotó de entre sus cabellos…

El hombre cayó sobre sus rodillas, cubriéndose el rostro con ambas manos y gritando alaridos…

¡Mi cabeza, mi cabeza! –gritaba el herido –. ¡Policía, policía…! ¡Favor…! ¡Estás acabado, ¿me oyes?!

El hombre continuó lanzando injurias al aire y amenazas ridículas, aunque en efecto yo sabía perfectamente que aquello tendría consecuencias graves: aquel sujeto sabìa perfectamente quién era yo y cómo y dónde encontrarme… Lo más probable es que, con mis antecedentes delictivos, volvería a pisar la cárcel…

El alcohol en mis venas me volvió indiferente en ese instante: perseguí con la mirada el humo proveniente del piso, localicé el cigarrillo que había tirado la boca del individuo y lo recogí; luego me obsequié una profunda bocanada de tabaco…

–Iiiiiih… aaaaaaah…

Aquello me supo a gloria: parece ser que el alcohol es el mejor amigo del alquitrán…

Vale madres… –dije en voz baja; luego continué caminando, dejando atrás a mi enemigo –.

Más adelante me topé con un grupo de percusionistas, quienes me atrajeron con sus rítmicos sonidos. Permanecí como espectador sentado sobre una banca, luego me invitaron a unirme al grupo y me senté entre ellos.

Al instante uno de aquéllos prendió un ‘porro’ de marihuana. Yo nunca había fumado tal cosa, pero tampoco me ponía nervioso: había conocido a mucha gente que consumía aquella hierba de manera habitual.

Me ofrecieron aquel pitillo, y entre mi embriaguez y mi ansiedad de fumar otro cigarrillo, no dudé en tomar la droga entre mis dedos; la analicé un poco de lejos y luego la olfateé de cerca; después le obsequié una honda bocanada y lo inhalé a mis pulmones…

Inmediatamente me vi tosiendo descontroladamente, cosa que a aquellos les pareció gracioso. Me levanté y caminé un poco en círculos, como tratando de apagar la tos; luego que hubo pasado el efecto inmediato, me senté en una banca sobre el camellón de la avenida, a unos cuantos metros de aquellos artistas de tambores africanos.  

Paulatinamente comenzó a ascender en mí aquel trance relajante producto de aquella hierba… mis pensamientos pronto se encontraron volando…

Me vinieron a la cabeza ideas amorosas, estrategias para unir y humanizar a las sociedades, sentimientos de paz, prácticas actitudes de vida, indiferencias liberadoras, valores reencontrados y, en fin, mil conjeturas teóricas cuyos resultados se aparecían, entonces, como viables y exitosas, cuando en realidad no podía ser así en un mundo verdadero…

Después me vino a la mente la imagen de “El Gran Huracán de Saturno”… ¡Qué extraño sujeto y qué insólita noche aquella en que le conocí! Me había cambiado la vida por completo… Guardaba yo cierta empatía con él y, a la vez, le tenía un rencor oculto… De alguna extraña manera yo sentía que él había sido lo más cercano a un padre en mi vida… De algún modo, había idealizado a aquel sujeto: su indiferencia, su modo de enfrentar al mundo, su soledad; todo ello había despertado mi curiosidad y cierta motivación de imitarle: su estilo “alcohólico” de vida fue lo que me había motivado, años atrás, a beber del modo en que ahora yo bebía…

¿Estaría aún vivo él…?

“Humillar y ser humillado…”, continuaba volando aquella idea en mi cabeza…
(continuará...)

Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOCUARTA PARTE)


Cuando abandoné el bar Félix me di cuenta que en realidad estaba mucho más embriagado de lo que suponía. Estaba furioso por la burla de la gente del bar al verme tirado en el piso y empapado de cerveza: en realidad mi ira era resultado de haber gastado todo mi dinero en aquel bar sin haber compartido una sola moneda con Mica…

Pasé junto a la mesa de algún restaurante, colocada sobre la acera; ahí sentada estaba una pareja, besándose sin detenerse, y entre mi furia y su distracción, resolví tomar sutilmente una botella semivacía de cerveza Corona que estaba puesta sobre aquella mesa… Luego seguí mi camino…

Había mucha gente y demasiado ruido sobre la banqueta de la Av. Álvaro Obregón, así que decidí cruzar la calle y caminar sobre el ancho y tranquilo camellón de la misma avenida en dirección al metrobús mientras bebía la cerveza que había hurtado…

Tropecé un par de veces, aunque sólo en la segunda ocasión terminé tendido sobre una de las jardineras del camellón. Entonces decidí permanecer ahí un momento, viendo a las estrellas y dando sorbos de cerveza, como intentando sin éxito abandonar este mundo…

No tardó en venir a mi mente la imagen de mi esposa y los recuerdos de nuestra relación…

¿Cómo es que habíamos llegado a este punto…? ¿Cómo es que de pronto había decidido yo serle infiel en una noche cualquiera, así, sin escrúpulo aparente…?

De un modo u otro, ella habría de enterarse… No tardaría en descifrarlo en mis miradas, en mis actitudes… Mica era una mujer que difícilmente podía ser engañada o confundida… y ella lo sabía… A temprana edad ella había adquirido el gusto de leer copiosamente toda clase de textos, desde el anverso de la caja de los cereales hasta los clásicos universales; a veces se apasionaba por leer, memorizar y declamar poesía –tanto en prosa sencilla como en versificación complejísima–, y en otras ocasiones, cuando “se cansaba de pensar”, tomaba gusto por la ficción de la novela moderna; luego se alimentaba lenta y cuidadosamente de ensayos filosóficos… Mica podía estar sola sin ningún problema, siempre y cuando tuviera un libro a la mano; y es que realmente cargaba en todo momento con un libro (a veces cargaba hasta tres, con el pretexto de no haber modo de saber en qué humor estaría después y, así pues, no podía adivinar qué se le antojaría leer: era mejor llevarlos todos). Ella leía en todos lados y, aunque la ocasión solamente le permitiera dedicarle unos míseros treinta segundos de lectura, ella tomaba esa oportunidad sin pensarlo dos veces: “una oración más…”, solía decirme cada que yo intentaba sacarla de su ensimismamiento: parecía de pronto que ella habitaba en un mundo secreto y personalísimo, un lugar gobernado por mera ironía romántica…

Además, Mica era una mujer que, aunque no se esforzara –e incluso aun cuando pretendía ocultarlo–, siempre descollaba, en cualquier lugar, por su modo de hablar, su forma de atinar oraciones, sus tendencias afables y su delicado método para hacerse entender y lograr que los demás entraran en razón… su razón…
Y es que ella era claramente mucho más inteligente que el promedio de las personas y, por si fuera poco, poseía una lógica asombrosamente irrefutable –más varonil que femínea–: tenía la capacidad de almacenar una cantidad de información inmensurable, así como la habilidad para comprender –con una sencillez casi ridícula– las ciencias matemáticas: y precisamente estas dos últimas capacidades suyas eran lo que la hacían una mujer increíble, pues lograba conectar el pensamiento abstracto con lo estrictamente concreto: podía crear música con meras fórmulas y reglas numéricas, sin necesidad de tener instrumento alguno, lograba redactar tratados filosóficos con gráficas y estadísticas que comprobaran sus teorías, podía también encontrar el modo de que, al manejar por las calles, los conductores de los demás automóviles se movieran de acuerdo a sus expectativas: para ella el mundo y su gente se le aparecían como meras piezas en un tablero de ajedrez…

Y yo… Yo sólo era una persona que durante los últimos doce años había abierto los ojos y que había comprendido que es más valioso mirar de un modo intrínseco –espiritual/psicológico– que de una manera externa –material/superficial–: entre mis trágicas casualidades vividas había resultado algo bueno que –siendo francos– de otro modo no hubiera ocurrido jamás: es la tragedia en nuestras vidas lo que nos obliga a humanizarnos.

En todo aquel tiempo, había aprendido yo la importancia de buscar un amigo omnipresente en mí conciencia, en mi alma; me eduqué para conversar conmigo mismo, formar cierta confianza entre mis “yo’s”, a debatir en contra de mis propias lógicas y saberme imperfecto; luego alcanzaría el momento de sentirme cómodo con mi soledad, seguro y confiable para estar a solas y, así después, verme desde dentro, observar mis detalles, comprenderme, analizarme, desentrañarme, dudarme nuevamente y, posteriormente, deshacerme y hundirme en crisis existenciales, las cuales terminarían presentándose como un reto que, no obstante las motivaciones de terceros, debía encontrar el modo de levantarme y salvarme a mí mismo de ese efecto secundario que dejan los pensamientos más profundos del hombre: la depresión, la desmotivación, la falta de interés por el mundo futuro y, en general, la devaluación de la vida y el delirio de ver los valores como espejismos ilusorios y las virtudes como mesuras arbitrarias con el único fin de elevar falsamente el ego de las personas…

Pero luego lograba superar aquel duelo existencial, me liberaba y me presentaba como hombre nuevo, jubiloso de poseer, ahora, un alma humanamente evolucionada: me mostraba ya desnudo de conciencia, más abierto y sincero… Y es que, quien triunfa ante el yugo de la misantropía, será recompensado con el don de la paciencia y la comprensión –tolerancia–: se devela una esencia más pura, más única y mucho más personal…

Y ante esta diferencia rara entre el carácter y la personalidad de ambos –de Mica y mía–, hubo cierta conexión desde el momento de vernos y conocernos por primera vez, en donde sencillamente y sin pretensión alguna, nos fundimos en un entendimiento mágico, mutuo, recíproco, simbiótico, dependiente: desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas y se abrazaron nuestras sonrisas, nos volvimos adictos uno del otro: el amor nos encontró sin nosotros sospechar siquiera que, hasta ese momento, éramos prófugos del cariño, la pasión, la intriga y del más intenso, el más desinteresado y el más libre enamoramiento que un hombre y una mujer puedan concebir: durante los primeros meses de nuestro noviazgo el mundo se nos antojaba perfecto y la gente se nos aparecía como almas amables o, a lo más grave, como pobres seres cuyo único padecimiento era la falta de un amor verdadero… Aquellos meses nos obsequiaron el más inmenso y puro sentimiento de felicidad extrema, aquello que hace que la suma de todas las duras y pesadas desgracias que nos suceden durante nuestra existencia se convierta, entonces, en un mundo fantástico, en la más rosada nube, en el más dulce y suave algodón de azúcar… El enamoramiento es aquello que nos hace entender que todo, absolutamente todo, es posible… El primer periodo amoroso en una relación verdadera de una pareja, es lo mismo que ser tocado en el alma por el ángel más divino y celestial…

La felicidad de Mica y mía no tenía modo de medirse: ella era perfecta a mis ojos y yo el único habitante en su corazón: todo era amabilidad y besos, todo era aceptación e indivisibilidad, un acuerdo constante, ambos cedíamos a cualquier petición y hacíamos gustosos cualquier cosa, jugábamos sin recato ni pudor, nos abrazábamos sin cuidar prudencia alguna, nos mirábamos y admirábamos, compartíamos sonrisas imborrables, éramos inmunes a las mentiras, nos sincerábamos contando nuestras manías y casi podíamos olvidarnos de nuestra individualidad para confesar nuestros secretos más profundos: estábamos destinados a encontrarnos y no había la más mínima duda en eso; además, entre nosotros cabían todo tipo de promesas en cuanto al futuro que compartiríamos eternamente e infinitamente felices…

Mica y yo teníamos eso por lo cual las personas luchan incansablemente y que buscan sin cesar –algunos durante toda la vida–: éramos ricos de corazón y poderosos de espíritu…

Pero en algún momento nuestros defectos dejaron de mostrarse como cualidades para aparecerse como molestias avariciosas y quejas calladas. La razón sembró dudas en nuestros corazones y se incubaron estrategias solitarias. Lo perfecto se volvió vulnerable, y lo mágico, mundano: habíamos perdido las alas que nos elevaban más allá del hombre y de sus logros, orden, normas y sistemas: en un instante se destruyó la epifanía de creer posible aquel credo del amor: caímos de nuestro Edén y jamás volveríamos a volar sobre aquél… Había comenzado la sanguinaria y envidiosa batalla de los egos: querellarían las costumbres, las ideas, los sueños, las personalidades, los vicios, las manías y, en general, habría una lid entre ambas psiques; y es que se trataba de aquella maravillosa experiencia en donde el abrazo que estrechan dos jóvenes corazones, retarda –no impide– la tragedia en donde luego las hoscas razones, carentes de brazos para abrazarse, habrán de medirse y llevarse a duelo de discusiones –en donde volarán balas de hechos, lógicas, estrategias y mentiras – para intentar demostrar, pues, que en aquella relación bilateral habrá de destacar un solo gobernante quien habrá de tener, generalmente y de ahora en adelante, la razón más creíble, la decisión más sabia y la lógica más atinada con las cuales se conducirá aquel nuevo acuerdo de armonía mutua… Se nos deformaba la magia de los ósculos interminables para tomar una nueva forma: la de la incertidumbre… Era un proceso que no nos era ajeno: habíamos presenciado en varias ocasiones el derrumbe de un enamoramiento; sabíamos, pues, que un día nos atacaría aquello, pero decidimos resguardarnos en la ingenuidad prometiéndonos con sincera vehemencia que nuestra magia amorosa jamás se vería mermada: y, ¡ay, podría jurar que aquellas promesas estaban plenamente libres de dudas y pretensiones…!

Y entonces comenzamos a mostrar los otros “yo’s” que habíamos enterrado: exhumamos nuestro lado humano de ambición, avaricia y egoísmo, destapamos poco a poco a la bestia de nuestra locura perversa, develamos gestos nuevos y caras desconocidas, renovamos las miradas y sacamos las sonrisas engreídas: hubo rostros de desprecio, muecas por desacuerdos –ya no éramos tan compatibles–, ademanes de inconformidad, actitudes casadas con expectativas, anhelos de igualdad y justicia, reclamos afónicos con pretensión de ser adivinados por una supuesta obviedad, conductas enigmáticas, atenciones disminuidas, reacomodación de prioridades, añoranzas de libertades, nostalgia de soltería, estrategias para amoldar personalidades, planes para retener modos y conductas, exigencias con apariencias merecedoras, opiniones encontradas, lógicas de bilateralidad ilógica, pretensión de medir y comparar el amor procurado, desesperaciones, lágrimas, sollozos, sospechas, celos… en fin… Salimos de nuestro mundo para adaptarnos al mundo real…

Pero, de algún modo Mica y yo habíamos encontrado la manera de fortalecer nuestras voluntades a grado tal que, a pesar de atravesar los momentos más terribles de nuestra relación, no obstante de vivir discusiones que se antojaban imposibles de superar y problemas que aparentaban no tener solución, aun así, siempre tuvimos muy presente el hecho de priorizar nuestro futuro juntos: nunca nos alejamos de la idea de saber que el amor, si bien es una bella coincidencia donde se encuentran, de pronto, frente a frente, dos mundos compatibles, también es cierto que se trata de algo que se construye con el esfuerzo constante de cuatro manos…

El recuerdo de todo este pasado entre Mica y yo terminó por martillarme con una culpabilidad profunda: ¡entre mi alcoholismo, mi soledad egoísta y mi fogoso deseo animal, había destruido la única amalgama que aún mantenía juntas a nuestras almas: la fidelidad!

Para la mayor parte de los hombres de metrópoli, la infidelidad no es más que un hábito que sucede constantemente y que carece de severas repercusiones; pero en realidad un engaño produce consecuencias irreparables, pues, si se confiesa, agrieta los cimientos de la relación, y si se calla, se vive en una mentira perpetua…

Se me escaparon un par de lágrimas; luego me repuse, me limpié el rostro con las mangas de mi chaqueta de cuero y me puse nuevamente en pie: salí de aquella jardinera de melancolías y continué andando sobre el camellón de la avenida de la colonia Roma…


(continuará...)

Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOTERCERA PARTE)


Me vi envuelto en una situación altamente vergonzosa –dentro del poco pudor que me quedaba ante mi embriaguez– al momento en que me trajeron el “libro rojo” –como es costumbre entregar la cuenta en aquel lugar–; pues al abrir dicho libro y atacar con las pupilas hacia la leyenda en el ticket que indicaba el “total a pagar”, me percaté que el orden de aquellos números superaban el monto de los billetes que guardaba dentro del pequeño sobre amarillo que me había entregado mi editor…
 
¡Carajo! –pensé de inmediato –.
 
Me intenté tranquilizar a mí mismo pensando en que, tal vez, había un error en la suma de mi consumo… Revisé lentamente todos y cada uno de ellos: Mezcal Unión, mezcal Enmascarado, cerveza León, cerveza Victoria, bourbon Jim Beam (et. negra), bourbon Jim Beam (et. Negra), ginebra Beefeater, ginebra Beefeater, tequila José Cuervo Reserva, tequila José Cuervo Reserva, tequila José Cuervo Reserva, cuba Havana 7, cuba Havana 7… Total a pagar: $1,100.00 m.n.
 
¡¿Tequila?! –grité de pronto al encontrar el error en mis números –. Estoy tomado, Alex, pero no lo suficiente para olvidarme de no haber pedido tequila…
Pero tú chica sí… Ella se tomó tres…
–¡Que no es mi chica…! ¡Demonios! ¡Yo no tenía intención de pagarle nada…! ¿Por qué no le cobraste a ella lo suyo…?
–Pues es yo asumí que era tu chica… Se estaban besando, ¿o no…?
–Pues… sí… –el maldito bar-tender me tenía atrapado con evidencia –.
Además –interrumpió aquél –, ella me dijo que tú ibas a pagar la cuenta…
¡Ay, maldita! –yo estaba ya muy molesto… y muy tomado – ¡Me volvió a dejar humillado, la muy astuta…!
 
El bar-tender se alejó y continuó trabajando en las comandas que le llegaban. Yo me quedé sin saber qué hacer… Pensé en correr, huir del bar, pero estaba demasiado alcoholizado para intentarlo: el mesero y el guardia que me habían buscado hacía unos minutos seguramente estarían muy pendientes de que no me “volviera a escapar” sin pagar la cuenta…
 
Tomé el sobre del interior de mi chaqueta y saqué los billetes…
 
Cien… doscientos… –comencé a contarlos, como esperando que, por mero milagro, hubiera un poco más de dinero entre mis manos –, trescientos… quinientos… mil…
 
Debí contar aquellos billetes unas cuatro o cinco veces más, como tratando de ganarme tiempo….
 
Finalmente, al ver que nada me auxiliaría y que nadie vendría en mi ayuda, resolví hablar con la persona a la que más confianza le tenía: Alex, el bar-tender…
 
Le llamé con un ademán e inmediatamente se acercó aquél…
 
Alex –dije suavemente, quedito para que nadie más escuchara –, la verdad es que no esperaba que fuera una cuenta tan alta… Además, mi intención no era invitarle ninguna copa a la mujer que estaba aquí hace unos momentos… –el bar-tender me miraba inexpresivo, como esperando alguna estupidez de mi parte –. En fin… Solamente tengo mil pesos…
 
Alex permaneció callado, viéndome con incertidumbre, torturándome con su silencio. Finalmente, y sin decir aún palabra alguna, me arrebató la cuenta de las manos y se la llevó por unos momentos; luego me la entregó nuevamente… Como por arte de magia, el total a pagar ahora era de mil pesos, cerrado…
 
¡Muchísimas gracias, Alex! –le dije con cara de angustia aliviada –. Te prometo que te pago la próxima vez que venga… ¡Mañana mismo te pago! –en realidad no tenía pensado volver al día siguiente, pero de alguna forma sentí la necesidad de arreglar la situación presente –.
No te preocupes… Aunque… –el bar-tender hizo una ligera pausa y atacó su mirada hacia mi libro –, tal vez podríamos llegar a un arreglo…
¡¿Mi libro?! –exclamé, adivinando las intenciones de aquél –. ¿Te gusta leer…? ¿Lees mucho…? –comencé a preguntar demasiado y raudamente, como tratando de ganarme tiempo, pues no sabía cómo debía yo reaccionar: se trataba de la última copia de mi libro –.
No, la verdad es que no leo mucho…
 
Me quedé callado por unos segundos…
 
¡Ah, qué más da! ¡Toma, aquí tienes…!
 
Le entregué el libro. Luego miré aquel texto de reojo, como para despedirme de él…
 
–Estamos a mano, ¿cierto, Alex…?
–Estamos a mano…
 
Sonreí, pues fue así que vendí mi primera novela…
 
Me levanté de mi asiento, tambaleándome: ya estaba borracho. Miré al suelo y vi, de repente, la copia extraviada de mi libro… ¡Estaba tirada en el piso!
 
La recogí, la sacudí y me encaminé a la salida, pero justo antes de salir del lugar, tropecé con el pie de alguien más… Caí y me llevé conmigo una de las mesas que estaban colocadas afuera del lugar: terminé empapado en cerveza y todos los comensales comenzaron a reír a carcajadas… Y entonces recordé las palabras de “El Gran Huracán de Saturno”: “Humillar o ser humillado….”
 
¡Váyanse todos a la chingada! –grité y abandoné el lugar –.
 
En el fondo se escuchaba la voz de B.B. King cantando a dueto con Eric Clapton, “Three O’clock Blues”… “Goodbye everybody, I believe this is the end…”

(continuará...)