Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (DECIMOTERCERA PARTE)

El claxon de los automóviles no tardó en hacerse escuchar y a lo lejos veía cómo mi automóvil era la causa más grande de aquello… Decidí no darle mucha importancia: de cualquier modo, aquella lata no arrancaba ya: no tenía gasolina y mi celular estaba muerto: por eso, precisamente, es que yo estaba ahí sentado, desnudo y bebiendo con algún filósofo desconocido…

–Ya es hora de que te vayas a tu casa, muchacho… –comentó de pronto el viejo, como queriendo despedirse, como si tuviera éste algo mejor qué hacer y el tiempo le aprestara–. ¡Ay, cómo odio las mañanas! Hay veces en que quisiera que la noche fuera eterna… Hay momentos en que quisiera que el mundo durmiera para siempre, y que entonces las estrellas y la Luna fuera sólo mías; quisiera que el mundo se hundiera en un profundo coma mientras yo envejezco y muero lentamente…

Me espantaban las palabras de ese hombre: conforme el día aclaraba, su actitud se volvía cada vez más obscura… Y es que francamente no había yo bebido tanto como para desinhibirme lo suficiente y entonces mostrarme totalmente empático a sus palabras: todavía tenía yo cierto grado de consciencia y cierta voz en mi cabeza que me hablaba de responsabilidades: aún tenía yo cierta angustia por encontrar el modo de volver a casa sano y salvo… y vestido…

El hombre me ofreció nuevamente un trago al mismo tiempo en que tiraba la página número ciento ochenta y siete al fuego…

La verdad es que tengo un hambre del demonio –dije al mismo tiempo en que rechazaba la oferta con un ademán –.
La última y nos vamos, ¿te parece? –y aquí el hombre señaló el brandy con la intención de que yo comprendiera que ya pronto habría de terminarse aquello –.

En ese instante supe que pronto habría de tomar una decisión, pues pronto me vería nuevamente solo, desnudo, medio-embriagado y con el problema de cómo habría de llevar el coche a mi casa… Nuevamente esa sensación de angustia me invadió, y creo que fue con la esperanza de que aquél me brindara alguna clase de ayuda que le comenté mis preocupaciones…

¿Esa es tu angustia, muchacho…? –respondió aquel con cierto aire sarcástico –. Tú no conoces de angustia… Angustia es no tener absolutamente nada y, aun así, tener que arreglárselas para sobrevivir… Angustia es amar sin ser amado… Angustia es saber que existen amores imposibles… Angustia es aferrarse al pasado… Angustia es querer luchar contra el mundo… Angustia es querer vivir entre gente sin vida… Angustia es abandonar los sueños por temor… ¿Has leído a Kierkegaard… “El Concepto de la Angustia”?
–No… –respondí, y al  mismo tiempo, instintivamente, agaché la cabeza, pues me sentí ignorante; nuevamente volví a pensar en aquello de “humillar y ser humillado”, y es que, realmente, los libros que había leído en mi vida podían contarse con los dedos de una mano… de hecho, con menos de la mitad de los dedos de una mano –.
¿Sabes quién es…? –insistió –.
No… –volví a agachar la cabeza –.
Nunca has leído nada de filosofía, ¿eh? –y con estas palabras terminó de humillarme; ni siquiera tuve que responder para que aquél supiera que mi respuesta sería igual que las dos anteriores –. No te sientas mal… La mayoría de la gente no tiene ni idea de lo que es la filosofía… Y francamente no pretendo enseñarte filosofía; después de todo, como diría Kant: “no se aprende filosofía, sólo se aprende a filosofar…” Y no obstante, los libros de los grandes filósofos nos comparten ese gran asombro del cual nos alimentamos los filósofos de la vida…

Nuevamente sentí que perdía el hilo de la conversación. El hombre continuaba hablando, aunque francamente mi atención ya no estaba centrada en aquellas palabras, no tanto porque aquello me aburriera (aunque sinceramente el tema de la filosofía era algo en lo cual no tenía interés alguno); la cuestión es que un suceso se robó la atención de mis ojos: en ese momento una grúa de la policía de tránsito llegaba para remover aquel objeto que estaba causando todo un caos vial: mi automóvil…

Y así es como Kierkegaard clasifica los distintos tipos de angustia… –terminó de decir el hombre –.
Claro –repuse, sin siquiera saber si aquello sería lo correcto a decir, pues yo todavía enfocaba mi atención en ver cómo el policía etiquetaba las puertas del automóvil mientras que el conductor de la grúa enganchaban las ruedas del auto –.

El viejo a mi lado seguía divagando entre aguas metafísicas y yo, ahí, sentado, no hacía sino sonreír ante aquella escena… De alguna manera sentí alivio, pues ahora ya no debía preocuparme por planear el modo para llevar mi coche de vuelta a casa…

¿No es ese tu auto, muchacho…? –dijo el hombre a mi lado al percatarse de la razón de mi distracción –.
Así es –respondí tranquilo –.
Y, ¿no vas a hacer nada al respecto…?
Ya habrá un mañana –contesté mientras movía mi cabeza de un lado a otro –.
Ya veo… –dijo el viejo con cierta seriedad; miré su rostro y noté cómo fruncía el ceño – Ten cuidado, muchacho…
¿Por qué…?
He visto antes esa mirada: esa indiferencia tuya es la misma que me ha llevado a mí a donde estoy ahora…
Pero…

Antes que pudiera decir algo, el hombre bebió rápidamente hasta la última gota del brandy: luego dejó la botella en el escalón y se puso de pie…

Tu vida apenas empieza, muchacho –dijo el hombre –. Aprovéchala, vívela… Si acaso hay algo que te pudiera decir este pobre viejo, es lo siguiente: “El ‘rocanrol’ y sus vicios son una cosa hermosa… pero se trata de un estilo de vida que indudablemente terminará en tragedia…”  

No supe exactamente a qué se refería con aquello del ‘rocanrol’, pero lo que sí supe en ese momento fue que aquel hombre había vivido, probablemente, la última noche de su vida: él era un suicida decidido, no me cabía duda…

¿A dónde vas…? –intenté ganar tiempo para detenerle e impedir aquella decisión suya–.
Ya está todo decidido –sonrió el hombre –. Que tengas una buena vida… y, si no la tienes, siempre encontrarás consuelo pensando que en unos cuantos millones de años, el hombre no será más que un olvido en el universo: al final, por más grande que sea un hombre y por más heroicos sus esfuerzos, todos, ¡absolutamente todos!, seremos polvo de la nada… “pulvis eris et pulvis reverteris”… Y en cuanto a la pregunta que me hacías sobre Dios, lo único que te puedo decir es que, las auténticas personas de bien no son aquellas que se la viven pidiendo y rogándole a Dios para que sucedan las cosas; los verdaderos héroes en este mundo no piensan en rezar; los hombres buenos son los que se crean el hábito de ponerse en los zapatos de los demás… Y, ¿qué mejor que ponerse en los zapatos de Dios? Los héroes, los verdaderos humanos a través de los tiempos, no son los que adoran a Dios y le elevan a un pedestal de perfección y omnipotencia, sino aquellos que dudan; aquellos que se detienen para preguntarse: ¿cuáles serán las angustias de Dios…?

Tras decir estas palabras el hombre dio media vuelta y comenzó a alejarse del lugar…Quise detenerle, pero recordé que yo estaba completamente desnudo…

¡¿Cuál es tu nombre?! –alcancé a gritarle –…
¡Yo soy… El Gran Huracán de Saturno…!


Y entonces el hombre desapareció en la siguiente cuadra…

(continuará...)


Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (DUODÉCIMA PARTE)

Vi el puño acercarse hacia mí e instintivamente cerré los ojos: fue cuestión de mili-segundos antes de sentir los nudillos de aquel ser despreciable hundirse en mi mejilla derecha y sentir cómo se estrellaban sus huesos contra mi pómulo; sentí el temblor óseo en mi cabeza y por un instante no supe qué es lo que había sucedido…

Creo que cualquiera hubiera reaccionado devolviendo el golpe, y francamente no sé qué fue exactamente lo que detuvo a mis puños: tal vez el frío, tal vez el agotamiento físico, quizás el hecho de que aquel fuera un anciano o quizás el hecho de que, para poder golpear a mi rival hubiera tenido que mostrarme desnudo ante el mundo, y es que, la gente que madrugaba para ir a sus labores cotidianas, comenzaba a hacerse notar, pues de vez en vez pasaba uno que otro automóvil: se trataba de esa hora del día donde la ciudad comienza a despertar, justo antes de que el cielo comience a aclarar, justo ese momento en donde la noche se vuelve más fría…

El hombre permaneció de pie y quieto por unos momentos (al igual que yo); luego pareció arrepentirse de lo acontecido, aunque no reparó en pedir disculpa alguna: se sentó y, metiendo la mano en el bolsillo interno de su abrigo, sacó una pequeña botella de brandy barato, del cual tomó un gran sorbo…

Mira, muchacho… –masculló finalmente, justo como lo hace un niño cuando, después de haber cometido una gran travesura, se prepara antes del regaño inevitable de sus padres –. No sé quién te has creído para juzgarme… tras estas palabras su ira pareció reavivarse –. ¡Carajo, no tienes ni la más mínima ‘puta’ idea de quién soy yo! ¡Yo soy…! –-hizo una pausa – ¡Yo soy el “Gran Huracán de Saturno”! –luego nos hundimos nuevamente en la afonía –.

Si antes creía que aquél estaba loco, ahora estaba seguro de ello… ¡¿Qué demonios había querido decir con eso?! ¿De qué carajos estaba hablando?
Tal fue mi desconcierto que hasta llegué a olvidar por unos momentos el hecho de que aquel ‘chingado’ “huracán de no-sé-dónde-carajos” me había golpeado en la cara hacía apenas un minuto…
Para aquel entonces estaba ya seguro de que el hombre estaba bastante ebrio y que me urgía encontrar el modo de salir corriendo de ahí…

En fin… -suspiró el de las canas –. Tú me haz juzgado y yo te he golpeado… Y tú me has hecho romper una botella que contenía nada más y nada menos que un elixir envidiable a cualquier entrenado paladar… ¿Qué crees que era exactamente lo que estábamos tomando?
¿Bourbon? –contesté dudoso, pues en realidad jamás había tenido mucha sabiduría en cuanto al arte de catar licores –.

El viejo soltó una risotada que me molestó bastante: me hizo sentir ignorante, y entonces me vino nuevamente a la mente aquello de “humillar o ser humillado”… En ese instante me sentí completamente humillado por la carcajada de aquel que, además de ridiculizarme ahora con su risa, me había denigrado, en el transcurso de la noche, con un fuerte golpe y un par de bofetadas… “Pinche macho borracho”, pensé, más no me atreví a decirlo…

El bourbon es una bebida de cantina, muchacho… Lo que acabamos de romper se trata, nada más y nada menos, que de una botella de un Macallan de veinticinco años…

Me quedé en las mismas, pues, repito, no tenía yo idea de lo aquello significaba, aunque el hombre se había referido a aquél licor como si fuera una fastuosa bebida.
Era tanta ya la furia que guardaba yo hacia ese ser despreciable que me atreví a contestar de un modo capcioso para, entonces, hacer un remate triunfal, rebelde y amenazante…

Y, entonces, el bourbon es mejor que el tal “matalan”, ¿cierto…?
¡Desde luego que no! Y no es un “matalan” es un “Macallan”, un whisky escocés de una sola malta, de veinticinco años… Ese licor, probablemente tenía más sabiduría que tú, muchacho… ¡Nos estábamos bebiendo veinticinco años de experiencia que terminaron hechos pedazos en la banqueta!
Discúlpame –comencé a hablarle de “tú” en vez de “usted” –, pero el hecho de que te hubieras referido al bourbon como una “bebida de cantina”, me hizo pensar que el tal “Macallan” era algo digno de tomarse en la acerca de una avenida… ¿Si notas la diferencia y la ironía en tus palabras…?

Mi enojo no podía ocultarse más, y mis gestos lo confirmaban. Tras decir estas últimas palabras presentí que habría de prepararme para recibir otro puñetazo de aquel viejo, aunque ahora estaba decidido a golpearlo de vuelta, recoger mis cosas y correr hacia mi coche, donde habría de encerrarme hasta que amaneciera…
Pero aquello no sucedió de tal forma, conque el hombre se limitó a soltar la más grande risotada que le había visto gesticular…

No soy ningún sumiller, muchacho, pero lo que sí te puedo decir es que el vino, aunque caro o barato, igualmente nos vuelve estúpidos e igualmente nos mata el hígado… ¡Sigamos bebiendo! –y entonces el anciano sorbió de su brandy barato (supe que era barato porque todavía tenía pegada la etiqueta con el precio) y luego me ofreció la pequeña botella en gesto de tregua –.

Estaba a punto de rechazar la oferta, vestirme y despedirme inmediatamente, pero aquél insistió…

–Vamos, muchacho… ¿Cuántas noches como ésta tendrás en tu vida…? Cuando llegues a mi edad te darás cuenta que lo único que te llevarás de esta vida cuando mueras son nada menos que los recuerdos… Todo lo demás aquí se queda… Todo lo que poseas pasará a manos de alguien más en algún momento… En este mundo las cosas materiales son siempre prestadas… Es curioso ver cómo en el Código Civil la ley hace esta distinción entre “propiedad” y “posesión” en materia de bienes inmuebles… Por ejemplo, si tú eres dueño de un departamento y, entonces, decides arrendar dicho inmueble, aunque tú tengas la “propiedad” de aquello como arrendador, el que tiene el uso, o digamos la “posesión”, es el arrendatario… Es decir, si tu alquilas algo de tu propiedad, aunque sea tuyo, no podrás hacer uso de aquello, pues el otro tiene el derecho de uso… ¿Sí me explico…?

Sus palabras me habían confundido, y aunque comprendía el punto que quería expresar aquél, también era cierto que entre más hablaba de lo mismo, más me confundía…

¡Bah! No tiene caso: son tonterías… Pero, el objeto de estos disparates míos es, finalmente, motivarte a tomar un trago conmigo… -y aquí el hombre volvió a ofrecerme la botella y yo la tomé, aunque todavía dudaba en beber el líquido –.

Recuerdos, muchacho –agregó –, recuerdos… Recuerda aquello… Recuerda tus recuerdos… Recuerda recordar tus recuerdos… –el tipo reía de un modo suelto y sincero, como si su redundancia le hiciera cosquillas en las plantas de los pies; luego hizo una pausa y siguió explicando –. Los recuerdos son lo único que le queda a un hombre hacia el final de su existencia… ¿Sabes por qué son tan importantes las memorias? ¿Te has detenido a pensar cómo es que se forman los recuerdos en la mente de las personas? –cada vez me convencía más a mí mismo de que aquél tenía la tendencia de sobre-razonar las cosas: estudiaba y analizaba constantemente y, peor aún, tenía el hábito de soltarlo todo por la boca, como si fuera un profesor con doctorado en Harvard quien tenía el deber de explicar todo cuanto pensaba a sus alumnos para, así, alimentar su ego con el asombro de sus pupilos –.
No tengo idea –respondí con indiferencia y fue entonces que decidí obsequiarme un trago de aquel licor –. Pero supongo que tu me lo vas a explicar, ¿o no…? –y al terminar de decir esta últimas palabras me di cuenta de que mi actitud se había vuelto altanera, y sentí temor de que hubiera una respuesta violenta por parte de aquel borracho–.
No necesito explicártelo, muchacho –contestó el hombre, haciendo especial énfasis en la palabra “necesito” –. Pero creo que es mejor platicar que callar… En las palabras hay información… Siempre existe cierta sabiduría que podemos aprender de otra persona, no importa qué tan tonta o absurda aparente ser…

Había siempre una lógica irrefutable en sus explicaciones… Por alguna razón, por más largas y aburridas que parecieran las palabras de aquel viejo, siempre terminaban por abrirme el alma y sembrarme ciertas dudas en la mente, las cuales parecían florecer, poco a poco, en cierta sabiduría en el modo en que yo veía la vida…

El cielo aclaraba y el tránsito se intensificaba: mi automóvil comenzaba a obstaculizar la circulación de los coches…

–Sólo te diré, muchacho, que los recuerdos son aquello que se nos imprime en la mente, y para que algo se grabe en nuestra memoria debe ser algo asombroso, maravilloso, diferente, mágico, encantador, trágico, doloroso o emocionante… En fin, los recuerdos son lo que nos cambia y nos hace ser en el futuro… Las memorias son las más grandes vicisitudes de la vida… A través de los recuerdos un hombre puede medir la intensidad de su existencia: a mayor número de recuerdos, más grande la vida de una persona…

¡El tipo era una especie de filósofo natural! Aunque, insisto, tenía un lado obscuro y cierto hastío hacia la vida... Tenía un modo de conducirse tan melancólico y resignado que me hicieron sospechar que aquél estaba ahí por alguna razón y no por mera coincidencia… Incluso llegué a pensar (tal vez a causa del alcohol en mis venas) que tal vez existía algún designio divino o celestial para que yo me hubiese topado con ese hombre…

¿Crees en Dios? –pregunté de pronto y sin pensarlo mucho –.

Ja ja ja… Muchacho, ¡el borracho soy yo! Mira que hablar de la existencia de Dios a esta hora de la mañana es una locura que no tengo intenciones de cargar en mis hombros… 

(continuará...)


Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (UNDÉCIMA PARTE)

“Humillar o ser humillado…”

Aquellas palabras continuaban haciendo eco en mi cabeza, y entre más pensaba y analizaba aquello, más podía adecuarlo a la realidad: la presunción que hacemos de las cosas materiales al darles cierto precio y valor que nos dan la sensación de elevarnos sobre los demás; nuestra actitud prepotente hacia otros; el tratar de transformar a la persona a nuestro lado para mostrarla como si fuera un llaverito o un alhaja; en los modos en que hablamos y que, por tanto uso, versamos del modo más natural (por ejemplo, el famoso “a ver…” –a ver, quítate…; a ver, yo lo hago…; a ver, idiota…) ; o que tal el machismo; la violencia, tanto física como psicológica; incluso podríamos incluir a esa la desquiciada sed de saber en el tipo intelectual, el hipster, o el beatnik que tratan de ridiculizar a los demás para mostrarlos como hombres ignorantes; la fama; el dinero; el poder…
Todo parecía apuntar a que la teoría de aquel viejo era cosa cierta…

El hombre es todo ego y la vida es nada justicia… Vivimos con la mente en el mundo del “deber ser” mientras pisamos el mundo del “ser” o lo que en realidad es… –y con eso remató el hombre, y sentí que las palabras que salían de su boca acabarían por derrumbar el mundo en el que yo creía, pues al parecer, según él, lo que yo creía como “malo” era lo que en realidad era, mientras que lo “bueno” era cosa inexistente –. Aun cuando nos inculcan lo contrario, los valores en los que creemos valen lo mismo que una piedra tirada en medio de un pedregal… Honor, heroísmo, justicia… ¡Bah! ¡Qué gran mentira! ¡Qué falacia tan majestuosa se ha creado (y creído) el mundo entero al subir aquello en un pedestal y darle el nombre de “valores” y “virtudes”…!
El hombre es la condena del hombre mismo… –y con eso hizo una pausa triunfal, y yo, como ya era costumbre, no hice más que callar –.

Algo había en la forma de hablar de aquel tipo que me atemorizaba, y es que, así como su locura era a veces divertida, emocionante e incluso en ocasiones interesante, también tenía un lado incierto, enigmático, sombrío… Francamente, ¡¿quién demonios en esta vida se atrevería a preguntar a alguien más si prefería “humillar” o “ser humillado”?!

Ese tipo de preguntas, las cuales aquel hombre hacía de un modo tan natural y sencillo, era lo que me intimidaba, pues era como si quisiera entrar en lo más profundo de mi psique, sentí invadido el territorio donde se escondían mis secretos del pasado, como si él deseara escudriñar en lo más remoto de mi alma… Sentía que me hundía cada vez más en aquellas conversaciones incómodas, y conforme mi cuerpo se reponía, mis sentidos se fortalecían y mis emociones volvían a su estado natural, más sentía que se abismaba la relación entre ese viejo y yo… A cada minuto extrañaba más mi casa… mi cama…

Lo peor del caso es que mis ropas estaban hechas sopa y no encontraba el modo –o la valentía suficiente –para pedirle a aquel hombre que se volteara mientras yo me vestía con mi “traje de buzo” y entonces salir corriendo de ahí… Y luego pensé: ¿a dónde habría de correr…?

Eran alrededor de las cinco y media de la mañana: todavía la noche era dueña de la ciudad, aunque la lluvia parecía haber cesado ya…

El hombre arrancó y lanzó al fuego la página número cien del libro; luego se detuvo para leer la próxima hoja…

“ ‘Am I pretty?’
‘Yes, I think you’re very pretty.’
‘Am I insulting?’
‘Not so much so as you were last time,’ said I.
‘Not so much so?’
‘No.’
She fired when she asked the last question, and she slapped my face with such force as she had, when I answered it.
‘Now?’, said she. ‘You little coarse monster, what do you think of me now?’
‘I shall not tell you.’
‘Because you are going to tell up stairs. Is that it?’
‘No,’ said I, ‘that’s not it.’
 ‘Why don’t you cry again, you Little wretch?’
‘Because I’ll never cry for you again,’ said I. Which was, I suppose, as false a declaration as ever was made; for I was inwardly crying for her then, and I know what I know of the pain she cost me afterwards.”

El viejo se detuvo ahí, y esta vez no se molestó en traducir lo que había leído… Me pareció que ahora leía para sí mismo, ignorando mi presencia… No supe qué hacer o qué decir… Vale la pena mencionar que la pronunciación de aquél en cuanto el idioma inglés era casi impecable, incluso marcaba bien el acento británico en cada palabra, y por lo mismo me había costado trabajo comprender bien el pasaje que él había leído; no obstante, entrelíneas pude ver que aquella página del libro versaba sobre una conversación entre una mujer y un hombre: ella le había preguntado si le parecía bonita, a lo que él había respondido en un modo superlativo, luego ella preguntaba si le resultaba grosera, a lo que él contestó en modo afirmativo y, entonces, ella lo había abofeteado y éste comenzó a llorar. “ ‘Nunca volveré a llorar por ti’ aunque supe que aquello era mentira, pues en ese momento ya estaba yo llorando internamente por ella”, algo así logré entender entre las palabras que aquél había pronunciado después de la cachetada…

Y entonces recordé el momento en el que aquel viejo, quien ahora estaba sentado a mi lado, me había abofeteado, y no una, sino dos veces… Y en ese instante vi, a modo de sospecha, que no solamente el hombre de la historia y yo habíamos sido golpeados, sino que también el viejo había sido víctima de algún maltrato y que aquello era probablemente la razón por la cual bebía tanto y analizaba tan profundamente las cosas con esa lógica suya que llegaba y penetraba el núcleo negativo de todo…

Más hojas se transformaban en ceniza frente a mis ojos y el silencio volvió a reinar, lo cual fue un alivio por unos momentos; luego la afonía se tornó incómoda, y entonces tomé nuevamente la botella de licor de entre sus manos mugrosas y bebí con más ganas que antes. Entonces me armé de valor y azoté mi furiosa curiosidad con mil preguntas, casi con la intención de acribillar los oídos de aquél…

¿Por qué estás aquí… ahora? ¿Qué haces tú bajo esta noche húmeda y fría? ¿Por qué o para qué bebes tanto? ¿Qué fue lo que te convirtió en lo que eres? ¿No tienes dónde dormir? ¿Cuál es tu historia? ¿Quién devoró y vomitó tu corazón? ¿Qué rencores guardas en el alma? ¿Por qué me has salvado? ¿Tienes planes, metas…? ¿Cómo te ves en un futuro? ¿Por qué te has rendido ante el mundo…?

Y ante esta última pregunta el hombre enfureció, se transformó en una bestia colérica, se puso de pie y –tambaleándose – amenazó con lanzar el libro –o lo que quedaba de éste – al fuego, pero pareció pensarlo dos veces, pues entonces soltó el libro al suelo y, arrebatándome la botella etílica la azotó y rompió en mil pedazos sobre la acera…


¡Yo jamás me doblegaré ante este mundo ni me subyugaré ante ningún hombre! –gritó irascible el anciano mirándome fijamente con sus ojos de lava, y entonces temí por mi vida – ¡¿Me entiendes, maldito imbécil?!

(continuará...)

Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (DÉCIMA PARTE)

¡Aaaaah! –suspiró súbitamente el hombre, como tratando de sacar el último aliento melancólico que había en su alma–. ¿Tú qué crees: es mejor hacer preguntas o callar las dudas…?

Aquella cuestión me llegó como un saetazo inesperado y no supe qué responder…

¿Perdón…? –logré decir sin tartamudear: al parecer mi estado mejoraba –. Discúlpeme, no le escuché… Es que estoy muy cansado… –fue lo único que se me ocurrió decir para tratar de ganar más tiempo para responder aquel extraño cuestionamiento, aunque en realidad mi mayor intención era que aquel se retractara de lo dicho –.
¿Qué crees que sea mejor: preguntar o quedarse callado? –insistió –.
No entiendo… –murmuré, tratando aún de detener aquella ridícula conversación –.
Sí, mira… –se aferraba aquél a sus palabras –. Una de las frases que te acabo de leer dice que, si no quieres que se te digan mentiras, entonces no debes hacer preguntas… ¿Qué opinas sobre ello…?

No pude pensar en ninguna respuesta, y francamente me molestaba mucho el hecho de tener que pensar en una solución al problema: si no hubiera sido porque ese hombre me había salvado la vida, yo le hubiera matado a patadas en ese momento…

Supongamos que estás en un salón de clase junto con otros veinte alumnos (por decir un número) –insistía en sus razones aquel viejo, con más necedad que una mosca –. El profesor ha explicado un tema que, por alguna razón, te ha parecido totalmente ilógico, pero el resto del salón parece haber comprendido el tema a la perfección… ¿Qué harías entonces: callarías o dirías algo?
Supongo que le pediría al profesor que volviera a explicar el tema –respondí sin pensarlo siquiera, mas no porque esa fuera mi más sincera solución al problema, sino porque sentí que eso era lo que el hombre quería escuchar y, así, tal vez, volveríamos los dos al estado del divino silencio…
Ja ja ja –mi interlocutor rio ligeramente –…  Entonces crees que es mejor preguntar que callar, ¿cierto? –yo me limité a asentir de modo automático, pero el hombre continuó –. ¿Realmente esperas que yo crea que tienes esa valentía…? ¿Francamente tendrías los “pantalones” para mandar a volar el tiempo de todas esas personas en el aula sólo para colmar ese capricho tuyo de entender lo que el profesor trató de explicar? –traté de decir algo, pero inmediatamente me interrumpió éste– ¡Ah, pero, claro!, estás pagando una colegiatura y entonces es el deber del maestro explicarlo todo cuantas veces sea necesario, ¿cierto?

Sentí que de ahora en adelante las preguntas serían capciosas y en retórica, por lo que decidí no responder.

La mayoría de la gente –continuó explicando –, aun así, pagando una colegiatura millonaria, callaría sus dudas, pues si hay algo más grande que el dinero en este mundo es el temor del hombre a ser rechazado por sus semejantes…

 Había algo de razón en sus palabras… Lo dejé continuar…

–Y, ¿si se tratase de un curso gratuito? Entonces, ¿es tu deber callar? ¿Tus preguntas no merecerían ser respondidas? ¿Si no pagas, tus dudas carecen de valor? ¿Es, entonces, el dinero lo que nos hace “merecer”?

Sentí que no podía seguir el hilo de aquella explicación, y de algún modo temía que aquel hombre estuviera yendo demasiado lejos con sus “perogrulladas”. No obstante no pude pensar en algún modo de detener aquello, por lo que aquél siguió alargando sus oraciones…

Y, si fuera así, el pretexto para callar, ¿sería realmente el respeto al tiempo ajeno o el temor de quedar en ridículo? Y, ¿qué si la razón por la cual no comprendiste el tema fue porque te distrajiste con el revoloteo de una mosca? Entonces, ¿merecerías jamás que se te explicara algo?

En ese momento supe que la conversación sería larga y que, por lo tanto, debía poner atención a la plática, me gustara o no hacerlo… Debía encontrar un modo de incluirme y pretender interés en la plática… Decidí arrebatarle la botella para obsequiarme un buen trago de licor al mismo tiempo en que yo le preguntaba cuál era exactamente su punto…

¿Que cuál es mi punto? ¡Ja! Nosotros los viejos sólo divagamos…
Tampoco supe qué responder a aquello…

Mi compañero continuaba arrancando y arrojando las páginas del libro al fuego, no sin mencionar la gran facilidad con que tragaba el alcohol de su boca…

Mira, muchacho… El hecho de que hayas bailado bajo la lluvia como un loco desenfrenado no te hace un hombre valiente… ¡No existe la valentía plena! Si en realidad fueras lo suficientemente osado no te hubieras apenado cuando te diste cuenta de que no eras el único hombre presente aquí, debajo de la noche… Yo estoy casi seguro de que tú serías de los que callarían en vez de preguntar… Y no lo digo por ofender…

Aquí hice un ademán con la mano (la cual tuve que descubrir por encima del sarape) en seña de mostrarme indiferente ante dicha “ofensa”…

–Y no obstante –continuó – preferiste venir hacia mí en vez de regresar al automóvil…

¡No había pensado en ello! ¡Ni siquiera había pensado en mi coche! ¡¿Quién, en su sano juicio, habría de preferir estar desnudo a lado de un vagabundo-borracho que irse a refugiar dentro de su automóvil?!
Y la respuesta: yo…

Y ahora aquel hombre se dedicaba a sermonearme…

Verás –prosiguió aquél con sus cavilaciones –, todo en esta vida es sopesado en una gran balanza llamada “Ignominia”… Todo ser, toda acción y toda omisión es una batalla entre humillar y ser humillado…

Traté de pensar en todo ello, pero el hombre prosiguió…

–Creo que el hombre adulto es quien más humilla… Los niños y los ancianos somos, generalmente, más humillados… Tal vez los adultos humillan a los demás por desahogar su traumática infancia, pues cuando somos pequeños somos vulnerables, débiles, irracionales, mansos, instruidos, obligados, inocentes, ilusos… somos fácilmente engañados, influenciados y adaptados… Y no obstante, aun siendo pequeños, también somos capaces de humillar y no solamente de ser humillados… Pero parece que la intención de ridiculizar a otros es cosa que se intensifica al iniciar la edad adolescente en el individuo para convertirse aquello, posteriormente, en un hábito, en un estilo de vida en los adultos…

Su labios se detuvieron por unos segundos; luego dijo…

–Y los viejos… De los viejos ni qué decir: poco valemos a los ojos de la sociedad…

El hombre bajó la mirada y agachó la cabeza, no en señal de sodomía, sino a modo de decepción… una decepción que tal vez iba dirigida hacia toda sociedad, hacia toda la raza humana, hacia el mundo entero… Y entonces supe que el hombre que estaba sentado frente a mí cargaba un peso enorme en su alma, en su conciencia, en sus vivencias, en sus recuerdos…

Dime, muchacho –dijo aquel solitario después de una pausa–, ¿crees que la humillación es un instinto o es algo que aprendemos a modo de imitación…? ¿Será la ignominia un concepto ‘a priori’ o ‘a posteriori’…?

No pude pensar en respuesta alguna…

¡Ja! –vaciló el viejo mientras perdía su mirada entre las llamas de la pequeña hoguera – Tal vez deberíamos leer a Kant… Pero, ¡qué hueva! Ja ja ja…

Debo aceptar que había algo admirable en la locura de aquel hombre… Y es que no hacía falta escuchar muchas de sus palabras para ver que, más que un hombre perdido entre el alcohol y la noche, era alguien con una obscura sabiduría: tenía un modo único de ver la vida, las cosas… Y apenas lo conocía hacía unos momentos…


–Entonces, muchacho, ¿eres de los que hablan o prefieres callar…? ¿Eres de los que teme ser ridiculizado…? ¿Eres otro hombre falso que camina rutinariamente por esta ciudad pecaminosa…? ¿Prefieres humillar o ser humillado…?

(continuará...)

Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (NOVENA PARTE)

Lo primero que noté era que se trataba de un señor mayor, de aproximadamente unos setenta-y-tantos años: pude hacer dicha conjetura por sus canas y también por las manchas y las marcadas líneas de expresión en su rostro, además que, como no vestía prenda alguna que le cubriera el torso por haberme secado la cabeza con su playera (hacía algunos minutos), pude ver sus pechos caídos a causa de la edad y las infinitas pecas que cubrían sus hombros. Pero lo que realmente llamó mi atención era que aquel hombre no parecía ser un “vagabundo-borracho” cualquiera, sino una persona de “bien”, con buena educación, inculcado probablemente con los típicos valores que integran la moral de los hombres decentes: tal vez juzgaba yo todo ello por el mero tono blancuzco de su piel (no por ser elitista ni racista, pero usualmente, en esta ciudad, la tez de las personas juega un rol importante en cuanto a la proporción de la educación que ha recibido cada persona), y por supuesto, también permanecía en mi cabeza la imagen de la portada del libro de Charles Dickens y la idea de que no cualquiera leía literatura británica del siglo diecinueve en su idioma original, en un país de habla hispana…

Subí un poco la mirada, atreviéndome a descubrir sus ojos, los cuales estaban rojizos e irritados, tal vez a causa del licor o tal vez por falta de sueño: tenía un mirada profunda que emanaba seguridad y misterio, cosa que me hizo sentir temor pero que, a la vez, me atraía por esa intriga que me obsequiaban sus pupilas nogueradas, obscuras, quietas e inamovibles…

Entonces sentí que, además de deberle la vida a aquel viejo, también le debía respeto…

Él sonrió de un modo cuidadoso, dejando mostrar solo cierta parte de sus dientes superiores; era un gesto raro pero que escondía cierta experticia en dicha gesticulación, como si hubiera pasado sus mozas horas frente al espejo, practicando su mejor perfil…

Ya te regresa el color, muchacho –comentó entonces el ser misterioso, refiriéndose al hecho de que mi piel recobraba su vigor –. ¡Y ahora el que se ‘caga’ de frío soy yo! Ja ja ja…

El hombre río larga y tendidamente. Yo intenté unirme al jolgorio, pero a mi rostro aún no le nacía reír: todavía no estaba del todo recuperado… Me limité entonces a ofrecerle su sarape, pero él lo rechazo con un ademán que –insisto –tenía un modo decente y casi elegante.

Tomaré de nuevo mi abrigo, si no te molesta –dijo después –. Creo que cada quien con una prenda y con este intento de fogata estaremos bien los dos…

Aquel desconocido tomó su abrigo y lo vistió; luego tomó un trago de licor; después arrancó unas cuatro páginas más de aquella vieja novela que tenía entre sus manos y, haciendo una especie de bola con ellas, las lanzó al fuego…

Permanecimos en silencio durante unos minutos, como si las palabras estorbaran el gozo que existía entre el fuego y nuestros poros…

El viejo, de vez en vez, cada que las llamas amenazaban con extinguir su vida, repetía el acto de mutilar el libro para revivir la flama que parecía mantenernos con vida… No obstante lo hacía con tal delicadeza que parecía que aquello le dolía más que el viento frío… Cada vez que esto sucedía, el hombre se detenía por unos segundos y se ensimismaba, como si su vida fuera una llama apagándose o una estrella muriendo, y ahora buscaba entre las cenizas de sus recuerdos algo para aferrarse a esta vida: ora sonreía, ora chasqueaba, ora torcía la boca, ora se ponía serio… Y no salía una sola palabra de su boca: ya no era el mismo de hacía unos momentos, era otro ser, ya sin seguridad en sí, sin confianza, resignado, derrotado, vulnerable: era alguien que estaba sentado a sólo un par de memorias nostálgicas de distancia entre su reputación y las lágrimas que descubren al hombre que llevamos dentro…
Parecía como si cada página que se quemaba fuera un pedazo de su corazón herido, y la tinta la sangre que manchaba aquello: entre más tinta tenían las páginas, más azul era la llama que envolvía a esas hojas…
Sus pedazos de corazón se derretían frente a mí y no tardaron en rodar un par de discretas lágrimas por sus  mejillas… Pero el mismo fuego las hacía brillar, impidiendo que éstas se ocultaran bajo aquella noche obscura…

Y  entonces, más callamos y más lo dejé ser él mismo, pues pensé que a veces para que sane el alma primero ésta debe sufrir, conque son las lágrimas las que lavan nuestros más viles pecados y son los sollozos los que aligeran los más pesados aires de remordimiento…

Me limité a mirar de reojo las páginas de las cuales se deshacía aquél… De pronto, se detuvo un momento mirando las inscripciones de una página… Era la página número veintidós, según alcancé a mirar…

De pronto sus labios comenzaron a leer en voz alta algunas frases que leía del libro aquel…

“Ask no questions, and you’ll be told no lies…”
No hagas preguntas y no se te dirán mentiras –me tradujo aquella frase mi nuevo compañero –.

Yo sabía muy bien lo que aquello quería decir, pues tener un buen nivel de inglés era un requisito indispensable para el puesto que yo desempeñaba en la oficina, aun cuando mi posición no era una gerencia o algo similar; no obstante yo no dije nada, pues aquello parecía del plugo de aquel hombre y, además, yo me encontraba tan extenuado que me resultó cómodo el hecho de que me tradujera todo sin tener yo que esforzarme en hacerlo.

“…she was never polite unless there was company…”
–Ella nunca fue amable, solamente que hubiera compañía –continuó traduciendo –.

“Answer him one question, and he’ll ask you a dozen directly… ”
Respóndele una pregunta y él te preguntará directamente una docena.

El hombre parecía escoger cuidadosamente aquellas líneas, no obstante no parecían tener ninguna relación entre sí…


Luego arrancó la hoja, la arrugó y la aventó al fuego… Lo mismo hizo con otras cinco páginas, pero sin detenerse a leer…

(continuará...)

Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (OCTAVA PARTE)

¡No te duermas! –me gritó aquél después de haberme cacheteado – ¡Tienes que mantenerte despierto, consciente!

Abrí temerosamente los ojos, pero antes de poder abrirlos completamente, sin darme cuenta, aquel hombre me obsequió otro golpe con el reverso de su mano, lo cual, desde luego me hizo enfurecer, aunque mi cuerpo no tuvo fuerzas suficientes para reaccionar de modo alguno.

¡Que te mantengas despierto, muchacho! –continuaba mi cuidador –¡No puedes caer inconsciente en el estado en el que estás… es peligroso!

Había escuchado, ciertamente, en alguna ocasión, que caer inconsciente es un síntoma de hipotermia grave, pero creo que en mi caso se trataba meramente de agotamiento físico; no obstante decidí no correr el riesgo y, entonces, abrí los ojos lo más que pude para que, de este modo, mi compañero pudiera ver aquello y no decidiera apalearme de nuevo…

Y… y… ya… ya est… es… essss… estoy d, d, d, d… des…p, p, p, p… ierto… –intenté advertir al hombre entre tartamudeos –.
Ten… Dale otro trago…

El hombre me obsequió una vez más un trago de licor y, acto siguiente, sacó de su bolsillo un pedazo de pan envuelto entre servilletas que decían “Toks” (lo cual me hizo suponer que el alimento provenía de un restaurante), y entonces me ofreció aquello…

Come algo, muchacho…

Tomé el pan entre mis manos temblorosas y devoré aquello, lo cual, en ese instante me pareció un manjar de los dioses olímpicos. Luego tomé un poco más de “bourbon”…

Mi nuevo compañero arrugó las servilletas que envolvían al pan y las arrojó hacia el rincón opuesto del escalón en donde yo estaba sentado, roció aquello con un ligero chorro del licor y, encendiendo un fósforo, hizo de aquello una pequeña y efímera fogata…

¡Qué glorioso sentí aquel calor! Pero, ¡ay!, qué lástima que aquello duró tan solo un segundo…

Eso no será suficiente para que pasemos la noche sin congelarnos –se quejó el otro –.

En ese momento sacó un viejo libro de entre sus cosas y comenzó a arrancar las primeras páginas y a arrugarlas (del mismo modo en que había hecho con las servilletas) para apilarlas nuevamente en el rincón y, así, con otro cerillo, dio vida a un nuevo fuego delante de nosotros.

¡Jamás había tenido tan acogedor sentimiento! ¡Qué maravilla sentir aquel fogoso abrazo!

¡Bendito fuego! –murmuré entre mis dientes convulsos –.

Mi salvador continuó arrancando las páginas del libro para alimentar el fuego…

¡Qué suerte la nuestra que el señor Dickens haya hecho casi una enciclopedia de esta novela!

En un principio no pude entender a lo que se refería el vagabundo al decir aquello, por lo que yo me limité a sonreír (dentro de mis posibilidades gesticuladoras); luego vi la portada del libro que rezaba: “Great Expectations by Charles Dickens”. Se trataba de un libro de unas seiscientas páginas, con una portada oscura y una imagen tan diluida por el tiempo que no pude entender qué era exactamente aquello.
Unos segundos más tarde me di cuenta que esa persona que estaba junto a mí no era sencillamente un vagabundo y un borracho, también era una persona que debía tener una elevada cultura, pues, ¿cuántas personas podrían haber, en esta ciudad, que leyeran la obra de un autor británico en su idioma original?

¿Quién era ese hombre? En todo el tiempo que había estado ahí, ¡no me había tomado la molestia siquiera de ver su rostro! No sabía quién era, ni cuál era su nombre, y no siquiera me había tomado la molestia de agradecerle todos sus esfuerzos para salvarme de una muy posible muerte…


Alcé, entonces, la mirada y pude ver su rostro…

(continuará...)

Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (SÉPTIMA PARTE)

De veras que estás loco, muchacho –continuaba diciendo el hombre, y sinceramente sus palabras me molestaban, aun sabiendo yo que sus intenciones eran buenas: sentía yo tanto frío, tanta hambre y padecía yo de tanto agotamiento que cualquier otra cosa que no fuera calor, sueño o comida atentaba contra mi ira –.

Yo me limitaba a tiritar de frío, ahí, tirado en medio de la banqueta. Aquel desconocido, inmediatamente se levantó del suelo y me ayudó a sentarme en un rincón de la entrada del edificio.

Quítate la ropa –dijo de pronto aquél e inmediatamente levanté la cabeza para lanzar una mirada amenazante; y es que la situación se antojaba para que cualquiera pudiera hacer conmigo lo que quisiera: era de noche, en medio de una tempestad, en un lugar sin gente y yo totalmente entumecido: me insulté a mí mismo en voz baja, pues había cometido una enorme estupidez al haberme bajado del automóvil: en ese momento me vi a mí mismo como un venado herido en medio de un salvaje bosque esperando a que alguna fiera viniera a devorarle –…

Yo no podía mover la boca más que para temblar, pero aquel extraño leyó inmediatamente el temor que pasaba por mi mente…

Los vagabundos no asaltamos a la gente, piénsalo bien, muchacho –murmuró el hombre, como queriendo aclarar algún punto, el cual no pude resolver de inmediato; no obstante, de alguna manera, su frase logró calmarme y me hizo entender que estaba yo fuera de peligro–. Los bueyes no se cornean entre ellos, lo mismo que nosotros los locos no lidiamos entre sí –y con esto, supongo, aquella persona trató de aclarar lo que había dicho previamente acerca de los vagabundos –…
Y… y… yo… yo… yo… y… yo, yo, yo, yo no soy… no s… s… soy… un va… va… vagabundo, se… se… se… señor – logré contestar con mis labios congelados, a lo cual el otro se limitó a soltar una buena risotada –.

¡Vale, niño rico! ¡Si no te deshaces pronto de tus ropas, ellas serán tu propia tumba! –y entonces, entendiendo finalmente las intenciones de aquel hombre, no sé por qué exactamente, pero me vi a mí mismo como a un mamut congelado en un glaciar del Polo Norte el cual sería descubierto en unos cuantos millones de años por generaciones futuras de alienígenas: supe entonces que mi cerebro empezaba a fallar a causa del frío–.

Sin pronunciar palabra alguna intenté desvestirme, pero aquello se convirtió en una “misión: imposible”…  A lo cual, la persona que tenía a mi lado, una vez que estuvo seguro de que yo lo permitiría, me ayudó a deshacerme de mi helado atavío…

Pronto me vi desnudo en medio de aquella escena (excepto por los calzones y los calcetines, pues la vergüenza es algo que, curiosamente, el hombre tiende a cuidar incluso cuando la muerte acecha). Entonces, mi cuidador se quitó su viejo sarape de los hombros y me abrazó con éste…
¡Venga –me gritó el hombre, como para hacerme reaccionar –, penoso, quítate de una vez todo, pues la vergüenza no te dará calor!

Por un momento volví a sospechar de las intenciones de aquel, pero resolví en ese momento ser más práctico que cuidadoso, pues sólo podía pensar en calentar mi gélido cuerpo: obedecí la orden del hombre y pronto me vi plenamente desnudo debajo de aquel viejo capote, en medio de la más tempestuosa noche y al lado de un desconocido: me había ya rendido ante mis angustias y congojas…

Aquel extraño debió verme en un estado letal, pues decidió deshacerse también de su mugriento abrigo para cubrirme aún más del viento helado que empezaba a arreciar; y no sólo eso: también se quitó la playera que llevaba puesta y, con ésta, me sacudió el cabello como intentando secarme por completo la cabeza: yo sentí que me sacudían el cerebro…
Acto posterior sacó una botella de ‘whiskey’ o ‘bourbon’  (no estuve seguro) y le dio un gran trago, lo que me hizo sospechar que aquello no era más que agua con colorante; luego quitó la boquilla de sus labios para ponerla en los míos e inclinó la botella: inmediatamente sentí un confortable afluente de calor bajar por mi cuerpo, lo que me despertó al instante y me hizo toser unas diez veces…

Ja ja ja –rió aquél –. ¡Y dicen que el alcohol es malo para la salud, eh! ¡Bah! ¡La gente de aquí no sabe nada…!

Inmediatamente supe que mi cuidador era en realidad un vagabundo alcohólico… Luego quise preguntarle a qué se refería exactamente al decir que la gente de “aquí” no sabe nada, pero preferí tragarme las palabras: tal vez tragarme aquello me daría calor: yo no razonaba, sólo pensaba en calentarme de un modo u otro…

El personaje me volvió a ofrecer licor y yo lo tomé sin dudarlo, aunque ahora, sabiendo que aquello era realmente alcohol y no solamente agua con colorante, decidí tomarlo más despacio y con cuidado… Nuevamente sentí aquel delicioso y fogoso elixir bajar desde el esófago hasta mi estómago, luego se iría hasta mis venas para calentar todo mi cuerpo… Recuerdo haber sentido empatía hacia aquel borracho: “Después de esto –pensé –, tal vez yo también me volveré adicto al licor…”

Pronto me invadió el sopor de aquel vino y, entumecido aún y cansado, cerré los ojos por un momento, como intentando descansar y dormitar…


“¡Splat!”, escuché, luego el mundo se sacudió e inmediatamente sentí ardor en el cachete izquierdo: ¡el hombre me había abofeteado!

(continuará...)