Los Locozotes


"Los Locozotes"
(un cuento para el día de San Valentín)

Era una tarde como cualquier otra dentro de la capital: serena y pacífica, con el orquestal sonido de los cláxones danzando al son de un deleitoso desorden simulando un huapango desvariado, adornado todo ello con el chillante y arrítmico silbato de algún policía (chaparro, panzón y bigotón)… ¡Oh! maestro del tránsito, quien escogía sin mucho cuidado unos ademanes perfectamente cronológicos y en frecuencia invariable para conducir a los conductores que conducían sus conducidas y abrillantadas latas sobre ruedas, todos ellos sonrientes y pacientes, pacientes y sonrientes, entre el envidiable embotellamiento de las siete de la tarde de un viernes de quincena sobre la gloriosa Av. Insurgentes Sur…

Bajo el tenaz sol de verano, los conductores fingen sonrisas y decencia para tratar de “llevar la vida sin problemas”, adaptándose al medio social, tratando de encajar en su ambiente natural, su ‘hábitat’ citadino… Lo mismo, exactamente, que hacen los simios…

‘Mmm…’, me detuve a pensar por un minuto. ‘Entonces, los humanos NO somos tan diferentes a los changos, ¿cierto?’, permanecí inmóvil y pensativo… ‘Pero, y luego, ¿la inteligencia superior?’, debatí mi propio argumento y luego me rebatí a mí mismo, ‘¿Inteligencia “superior”?‘, me pregunté… ‘¡Bah!, tonterías… He visto a decenas de hombres cometer más pendejadas que un burro…’

‘Mmm…’, pensé, y decreciendo el creciente paso a causa de lo que sin pausa crecía obviamente en mi mente, preocupada para ocuparse de lo que insistentemente le preocupaba a ella, mi mente (sin decrecer, y lógicamente y evidentemente por el metódico método que los metodistas llaman: “método de exclusión” y entonces así, seguidamente pues, a consecuencia de, no obstante y sin embargo, ‘luego-luego’ después,  resulta luego que, siendo verdadero que el paso que yo caminaba sobre un paso cualquiera era ciertamente decreciente, pero por otro lado (y esto siendo así) no siendo que sea similar ni simétrico, así pues, no mismamente, no igualmente y no del mismo modo, era el progreso –progresivo– de la preocupación que preocupaba a mi mente; y así excluyendo deducimos que lo que no es decresciente sí es, por otra parte y obligadamente, una cosa creciente)…
O lo que es igual, finalmente me detuve, llevándome la mano a la barbilla como lo hacen los ‘pensadores’, y medité en secreto para no exponerme como un loco que desvariaba, ‘a wandering person’ (algo así como ‘una persona que deambula’ en el idioma Inglés)…

Caminando en el camino que siempre camino, me preocupé de una ocupación: debía ocuparme de que ‘aquellos’ despreocupados y ocupados caminantes no se ocuparan de lo que a mí me preocupaba; pero más me preocupaba el hecho de ocuparme de aquella preocupación.

Pero me calmé. Sonreí estúpidamente por haber perdido el tiempo en tanto disparate… Me despabilé entonces y continué mi paso… Mejor dicho, intenté continuar mi paso, pues de pronto…

¡ZAZ…!

¿Qué sucedió…? Pues lo que te cuento a continuación…

Era un día feliz, como cualquier otro, dentro del DF, uno de esos días donde se puede respirar la fragancia de un smog puro y el dulce aroma del sudor que desprenden los aplastantes y calientes cuerpos de los compañeros de transporte público…

Hice la parada y bajé del bellísimo microbús…

Me encontraba yo caminando hacia el puente de la estación del Metrobús que está frente a Perisur, con la cabeza agachada y la mirada perdida, caminando distraídamente, tal como lo haría un pingüino por la pradera de un bosque lluvioso… o algo así…
Venía yo ahogado entre las más profundas aguas del brillantísimo pensamiento humano, preguntándome a mí mismo: “¿Cómo es posible que uno más uno sean dos y no tres?”

Y entre mi interesantísimo filosofar ontológico, de pronto, ¡zaz!, ¡kabum!, ¡splat!, tropecé con uno de los escalones de la escalera escalonada que estaba yo escalando y rodé hacia abajo de dicha escalera… y rodé… y rodé… y rodé… y… y… y rodamos yo y otros siete de los que me traté de agarrar… y terminamos como un nido de polluelos desnutridos al pie de la escalera del Metrobús, en la estación que está frente a Perisur, en un viernes de quincena, bajo un sol tenaz y entre el orquestal sonido del tránsito citadino: nosotros los polluelo llorábamos, blasfemábamos y nos quejábamos, mientras que los transeúntes se cagaban de la risa ante la imagen del conjunto de nuestros cuerpos enmarañados en la acera, frente al puesto de tacos “El Paisa II”.

Entre las víctimas del accidente se encontraban: un joven músico, quien cargaba un estuche negro que contenía una guitarra eléctrica, cuyo mástil terminó encajado en mi entrepierna; una señora mayor cuyo bastón acabó ahorcando al músico; una niña de seis años y su madre, quienes al parecer venían comiendo un par de helados, los cuales terminaron, uno derritiéndose en el ojo de la señora del bastón, y el otro esparcido sobre la solapa del saco de un profesor, quien cargaba un folder lleno de exámenes (aún sin calificar) y que terminaron volando y revolando sobre Insurgentes; también había un oficinista de peso considerable, quien tan concentrado estaba comiendo sus exquisitos y grasos tacos de suadero  que no se percató a tiempo del incidente y terminó arrastrado hacia el desastre… la carne, la tortillas, la cebolla, el cilantro, la salsa y los limones volaron al cielo, como en ‘cámara lenta’, y aterrizaron sobre todos nosotros para terminar destruyendo nuestras ropas con la grasa de la comida. Y por si todo esto fuera poco, en nuestro descenso, terminamos por caer justamente dentro de un charco que se había formado al pie de la escalinata… Los ingredientes que habían dado origen a ese charco eran totalmente desconocidos, pero ciertamente expedía un olor a algo mucho más fuerte y concentrado que a mera agua de lluvia…

Aquello parecía ya algo así como el caldo nutritivo de Oparin y nosotros los microorganismos que se desarrollaban dentro de éste, y donde todos y cada uno intentábamos absurdamente ponernos de pie y escapar de aquel nido que nos unía…

Si bien antes tenía la duda de por qué uno más uno eran dos y no tres, ahora no tenía duda alguna de que tan siquiera uno más uno más uno más uno más uno más uno más uno eran siete… y que siete en un charco eran lo mismo que un rotundo desastre…

Finalmente logramos levantarnos y medio sacudirnos.

No sé si está de más decir que recibí varias injurias y copiosos vilipendios; a saber: unos siete “chinga-tu-madre’s”, unos cinco “fíjate por dónde caminas, pendejo”, y otros tantos como “pinche baboso”, “estúpido”, “idiota”, etcétera, etcétera, etcétera… y etcétera… y más etcétera… y otros tantos etcéteras más que no conviene escribir aquí…

Y así entonces, con el orgullo debajo de los talones y con un maravilloso sentimiento de humillación, me puse de pie, chasqué la boca como queriendo decir “ni pedo”, me medio sacudí las ropas (de las cuales salió, sin saber el porqué de ello, un pedazo de elote) y, finalmente, enaltecí la barbilla como para recatar un poco de dignidad… Y desde luego, “me hice bien güey”, pues aunque yo quisiera ignorarlo, sabía perfectamente que los ojos de todos estaban sobre mí… Pero yo creo que más ridículo me vi, porque si bien un “güey” hubiera podido obviar las miradas, no existirá jamás un “suficientemente güey” como para ignorar las estrepitosas carcajadas que estallaban a cada paso que yo daba: en la caída había yo perdido un zapato… y por si fuera poco, había dado yo poca importancia, por la mañana al vestirme, al hecho de que mis calcetines estuvieran más agujereados que un queso gruyer…

En fin… Arrastré mi penuria hasta las puertas del metrobús, y cuando éstas se cerraron sucedió algo inaudito: toda la “raza” de gente dio un paso hacia atrás, lo que si bien me resultó bastante cómodo en un principio, terminó por devolverme esa sentimiento ignominioso de sentirme en total rechazo social.

Así continuamos unas cuatro estaciones, y cuando nadie se atrevía a subir por las puertas por donde yo me encontraba, me di cuenta finalmente de que yo apestaba, olía mal, destilaba un hedor puro, emanaba un aroma como el de la basura orgánica putrefacta... Desde luego, una ira hacia los designios del Universo mismo y su suerte sobre nosotros los hombres fue creciendo lentamente en mí: sentí que ponía verde de coraje…

Y de pronto, en la quinta estación en la que se detuvo el transporte, una mujer como de mi edad se atrevió a subirse por donde yo estaba, cosa que me intrigó. Pero lo que más me inquietó de todo, fue que entre mi hedor había un nuevo aroma que pude percibir: era un olor como a detergente…
Lancé entonces una mirada curiosa hacia ella… Pero ella parecía ignorar mis ojos… Y digo “parecía” porque claro fue que ella estaba bien pendiente de mis miradas cuando minutos más tarde me dijo:

–Y tú, ¡¿qué es lo que estás viendo, mugroso?!
–¿Mugroso, yo? –respondí sorprendido.
–¡Sí, tú…! ¡Apestas a mierda!
–¿Ah, sí?
–¡Sï!
–Pues yo apesto porque tuve un accidente… Pero tú… Tú apestas a… apestas a –permanecí callado unos segundos sin saber qué decir –… ¡Tú apestas a… a jabón!

Todo el camión permaneció en silencio y ella y yo nos miramos con furia… Luego, sin ponernos de acuerdo ni nada, ella y yo nos cagamos de risa por lo absurdo que habían sonado mis palabras… ¡Pero era verdad: ella apestaba a jabón!

–La verdad es que creo que sí apesto a jabón –dijo finalmente ella –… Tal vez me bañé de más… O, mejor dicho, me bañé con jabón “Zote” porque era el único jabón que me quedaba en la casa…
–Y tal vez yo me bañé de menos… O, mejor dicho, me bañé en un charco donde no debía bañarme…
–¿Crees que si nos bañáramos juntos, los dos quedaríamos como nuevos? –dijo ella, y ambos sonreíamos…

Seguimos platicando durante el camino y ambos decidimos que lo mejor que podíamos hacer era bañarnos, por lo que cada quien fue a su casa a “embellecerse”. Luego quedamos en un lugar para ir a cenar… Yo le conté mi historia y ella mi apodó “Loco”… Yo a ella le llamé la dama del “Zote”… Nunca imaginé que el peor día de mi vida terminara en la mejor noche de todas…

Hoy, cuarenta años después, nuestros nietos aún me llaman “Locozote” y a ella “Lozocita”, y en la entrada de nuestra casa, colgada sobre la pared, se puede leer una frase grabada sobre talavera que reza:

“Entre unos tacos y elotes y entre los más limpios jabones, existen esos amores que se jactan de mejores.  ¡Amor por siempre, amor enorme! Atentamente, Los Locozotes”