DIARIO DE LA HABANA (Primer día)

Primer Día

Sólo una y media hora de sueño… La Habana espera. Un gélido viento madrugador y un equipaje que parece pesar más que yo; pero nada importa: Me aguarda un destino paradisíaco. La ciudad parece sin vida pero, al llegar al aeropuerto, mil gentes (y digo “gentes” por que me refiero a grupos de personas de todo el orbe) llenos de entusiasmo los que van, llenos de cansancio los otros, cual si fuese un gran mercado multinacional.
Entre el sopor y la ansiedad espero el “check in” de las maletas. Mi compañero de viaje busca una dosis de cafeína para ambos cuando escucho el primer acento cubano: un par de señoras de cuerpos ridículamente plásticos me piden que lleve a sus hijas, bailarinas, tela para que hagan sus vestidos. Me rehúso fríamente, advertido anteriormente del carácter ventajoso de los isleños, con la excusa de llevar hasta el tope mi propia carga. Se van, mas viene otro pidiendo cosa parecida. Me niego de nuevo y váse. Un desayuno ligero y al avión.

Despegamos a bordo de una aeronave que aparenta ser construida décadas atrás. Ascendemos y el paisaje a través de la ventanilla se torna cada vez más bellido: los montes de “El Popo” y su amante cubiertos de un blanco divinamente glaseado. Luego, nubes; después, sobre ellas: hermoso: se me antoja aquello como una interminable tundra de suelo de vapor con un sol que emana infinitos y confortables haces. Una vez acostumbrado a aquel vislumbre, me gana el sueño y muero unos minutos.
Al volver en mí, sin más, ya descendemos. Al lado mío una odontóloga de Ixmiquilpan, Hidalgo me hace plática: está nerviosa por el vuelo, pero orgullosa, pues va a ayudar a los damnificados en Haití.

Se abren las compuertas, se me sube hasta la frente el ansia del hedonismo puro.Trámites aduanales: Motivo de viaje: Placer…

Minutos después, estamos fuera: Jamás se puede respirar aire más tropical: Un aroma caluroso y altamente húmedo, selvático.
Prendo un cigarrillo… “Tira eso”, me dice mi amigo, “prueba el tabaco cubano”. Obedezco… “Ssss… Aaaah…”; sí, esto es el verdadero sabor del alquitrán: puro, maduro, natural… Puedo estar seguro de que será un viaje de manjares para el paladar.

De camino al hotel se pueden ver los plantíos de lo que pienso serán un espléndido tabaco o una exquisita taza de café, y los rostros del Che y Cienfuegos y otros héroes de la orgullosa revolución adornan aquí y allá unas célebres frases vitoreantes, al mismo tiempo que la pobreza se muestra a las faldas de aquellos espectaculares. Pocos automóviles (a comparación de mi natal), casi todos ellos modelos rusos antiguos, suben a pasajeros pidiendo “aventón”. Pasamos Palacio, Plaza de la Revolución, fábricas y ministerios; finalmente, entramos a la ciudad, pasando por pequeñas calles y la entrada de la ilustre universidad principal ostentando su antigua pero majestuosa escalinata.




Llegamos al hotel: tres estrellas, de las cuales yo tomaría dos y las tiraría por el drenaje de no ser por el único hecho de ubicarse en la zona del Vedado. Una ducha fría, no por gusto, mas por ser lo único que sale por la bañera. El televisor no funciona: "Gracias; vine a hacer lo que no hago en mi país".

Abro la maleta en busca de ropa y aparecen, a modo de epifanía, dos de lo que he esperado besar después de dos meses de abstinencia: Los labios de un par de “Old Nº 7 brand Tennessee sour mash whiskey” que había empacado para la odisea costeña: mi adorado y trigueño Jack con su perfume de maple añejo, bellamente ataviado: negro su frac, corbata mate azabache brillante, estoperoles de cristal y una postura imponente; sencillamente elegante…






Sin más, lo beso. Un afluente tibio y embriagante me baja del esófago y aguarda ahí unos momentos, esperando entrar al torrente sanguíneo para volverse uno mismo conmigo… Es un buen miércoles para estar en la capital del comunismo latinoamericano.

Me visto, me peino, un par de atomizaciones de loción acidulada y estamos listos para Cuba...

“Vamos al Malecón”, dice mi amigo y nos encaminamos, bajando por la esquina de la “23” y la “O”, de frente hacia el Golfo de México o el Mar Caribe, no estoy seguro.


Una helada cerveza “Bucanero” de unos cinco grados de alcohol y nos sentamos sobre la muralla de la avenida principal para disfrutar del fuerte tabaco de la isla.

Pocas cosas en esta vida pueden arrebatar mi corazón; el Malecón se lo llevó para siempre…

Imagino un pensamiento en blanco por un momento, seguido de mil deseos; luego, cientos de ideas y letras me vienen a la mente, intentando dibujarme ese paisaje para siempre en la cabeza. Amo el momento; odio el que no sea eterno. Busco un bolígrafo y una libreta… No hay… Tendré que grabarlo en mis ojos para imprimirle después en tinta; talvez así mi momento sea eterno...

Saco el tintero de mi alma y la pluma ligera de mi razón y me grabo el recuerdo de un sol increíblemente fulgente acariciando la faz de un mar azul verdoso infinito y perfectamente en calma que a su vez besa por ratos los pedruscos que circundan la barda del Malecón con su espuma de satín blanquecino y burbujeante, salpicando una brisa exquisita que me da la bienvenida con un memorable ósculo en el rostro. A mi espalda, sobre un peñasco, se alza majestuosamente el Hotel Nacional, elegante, con sus campanarios como puntas que desgarran el vientre del cielo perfectamente azulado y moteado de nubes, viendo al horizonte, cual si fuera aquel edificio el guardián de La Habana; al mismo tiempo, debajo de éste, una bizarra mezcla de automóviles particulares antiguos se entrejuntan con los modelos recientes de los taxis y los autos de renta.

Es un momento pacífico, sin problemas, sin estrés ni preocupaciones; sólo el ponto, el sol, la brisa, el tabaco, mi “Bucanero” y yo; es un momento perfecto… De pronto, tengo un “hubiera” en la mente, pensando en abrazar mi guitarra y cantarle al momento.

Pasan minutos, u horas, no estoy seguro; de repente, ya no es la brisa que me moja, sino una lluvia tropical que me limpia y enjuaga el alma. La gente váse, mas mi amigo y yo permanecemos inmóviles, disfrutando cada segundo de la pequeña tormenta: No hay fuerza que pueda robarnos el momento: estamos en el paraíso aunque se caiga el cielo en pedazos de hielo.

Poco a poco se desvanece la perfección y van ganando terreno el frío y el hambre, por lo que resolvemos volver al hotel, donde comeríamos degustando una copa de vino rosado seguida por un par de Jack Daniel’s derechos, mientras la noche despierta a la fiesta cubana.

Salimos en busca de algún lugar para descubrir la Cuba nocturna. Llegamos al “Salón Rojo”, pero parece desierto, sin vida, aunque entran y salen las isleñas perfectamente ataviadas y luciendo sus esculturales cuerpos, buscando las miradas lascivas de los extranjeros: Son “jineteras”, prostitutas sin sonrisa que descienden o suben del coche de su chulo en busca de unos cuantos CUC’s.Dudamos en entrar y propongo, en lo que decidimos, tomarnos una cerveza en un pequeño restaurante-bar ubicado del otro lado de la acera.

La lluvia se precipita mientras saboreamos el amargo sabor de la cebada fermentada, combinada con la nicotina del lugar, lo que atrae a una negra de treintiuno años y una mulata de veintiuno. Se sientan en nuestra mesa y conversamos mientras pagamos por sus tragos.

Entre risas y miradas me veo después solo con la mulata en la cafetería “Sofía”, ubicada en la esquina del hotel. Ella come efusivamente un plato de comida criolla mientras yo saboreo un Johnnie Walker etiqueta negra en las rocas: No quiero comer, quiero beber el momento mientras un grupo de cubanos adornan el lugar con el son de la “bachata”. El estupor del alcohol comienza a nublar mi memoria y a barrer las palabras que salen de mi boca adormecida.

Luego, estoy con ella en el lobby del hotel, riendo a carcajadas y tomando fotografías sin sentido, cuando un custodio negro del lugar se acerca a decirme unas palabras. Yo asiento en un modo casi ininteligible para una persona sobria; más tarde, se abren las puertas del elevador; después, las luces se apagan…














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