DIARIO DE LA HABANA (Quinto día)

Quinto Día

Suena la alarma de mi teléfono móvil: No puedo dejar La Habana sin volver a probar los exquisitos “hot-cakes” que ofrecía el desayuno del hotel. Me levanto trabajosamente; mi compañero no logra hacer lo mismo, por lo que me dirijo solo hacia el comedor del Saint John’s, donde disfruto ranquilamente de cada platillo que ofrece el bufete, terminando con una exquisita taza de café y pensando: “Este es mi último desayuno aquí…”

Regreso al cuarto del hotel: Una ducha caliente; mi compañero continúa dormido: Es tiempo de traerlo de vuelta a la realidad y encaminarnos a donde he dejado mi corazón: Entre los campanarios del Hotel Nacional y el infinito mar Caribe…

No tardamos en hacerlo, con la mente puesta en disfrutar cada segundo que nos queda en la bellísima isla. El sol nos saluda con un fulgor cómodo y cálido, mientras el viento nos atrae hacia la bardilla del Malecón, no sin antes pasar de nuevo a La Casa del Habano para comprar un exquisito Marqués para la ocasión.

¡Oh! del momento perfecto en que no existe nada más que el placer material y la paz mental; el sol, la brisa, el viento, el paisaje, mi “Bucanero” y mi “Hollywood”, todo se conjuga en mí, como si el universo entero conspirase para hacerme sentir liviano, feliz, eterno, libre…

A la lejanía pueden verse un par de parvadas revolando aquí y allá, ora sobre el castillo, ora sobre el capitolio, apareciendo y desapareciendo en una danza que lleva por ritmo el viento mismo; es un desfile que entretiene al que lo ve, mas no lo hacen precisamente para ello, tal como lo hacen los peces ocultos en el ponto, como si el cielo fuera mar y los pájaros cardúmenes.

Un ave, tal vez una gaviota, se pasea justo por encima de nuestras cabezas, mientras unos jóvenes cubanos a nuestra diestra dan chapuzones en las tranquilas aguas del trópico.

A mi izquierda, tres niñas cubanas se hacen notar con aires de rebeldía, criticando en voz alta y aventando frases altaneras a los paseantes: Son unas niñas de unos quince o dieciséis años de edad, pero con cuerpos esculturales y miradas de coquetería pura.
La más hermosa de ellas, quien parece ser líder del pequeño grupo, desafía los deseos de los hombres y la envidia de las mujeres acostándose sobre la barda del Malecón y subiéndose la blusa por encima del abdomen, como queriendo asolearse. Y, mientras me quedo perplejo ante ello, veo mi reflejo en un par de cubanos quienes, boquiabiertos, sonríen ilusos ante los movimientos y actitudes atractivas de aquellas muchachas.

“Están distrayendo mi placer”, pienso, y decido ver hacia otro lado y acostarme sobre la muralla de la ciudad para disfrutar el sol que se encuentra sobre mí, como si el astro fuera planeado o creado por alguna fuerza sobrenatural para aquel instante divino mío.

Entre el disco dorado confortándome y el sopor del alcohol fluyendo en mis venas, me quedo dormido, como crío después de su alimento, y el mundo muere unos minutos para mí.

Al volver en mí, un tercio de chiquillas ha tomado el lugar de las otras tres rebeldes. Nos envían sonrisas inocentes y secretéanse entre ellas. Me incorporo, prendo un cigarrillo y… algo me falta…

Vuelvo al cuarto del hotel unos minutos y, al regresar a la costa, puedo ver la sonrisa marcada en la cara de mi amigo: No es por que yo haya regresado, es por que viene alguien más conmigo… Jack Daniel’s.

No hay nada más fino que mezclar lo mejor de dos mundos, beberse el capitalismo y fumarse el comunismo; todo en un ambiente donde no existen soluciones, pues nunca nacen los problemas. “Libre… libre… libre…”, me repito a mí mismo mientras paseo el whiskey por el paladar y suelto el humo del tabaco cubano por la nariz.

Minutos después, se acerca a nosotros una de las chiquillas cubanas: “¿Nos tomamos una foto?”

Entre pláticas y risas se va la tarde; ora tomando fotos, ora bebiéndonos el whiskey americano. Las tres cubanas intentan coquetear su camino fuera de Cuba, mas nosotros sólo dejamos que la ocasión lleve las riendas, sabiendo que es nuestro último día en Cuba. Ellas nos dan sus números de teléfono para que les llamemos desde México, esperando que algún día regresemos por ellas, como si fuésemos caballeros de armadura dorada, mas a nosotros nos importa poco… casi nada.

Mientras nos bebemos el momento, besando despacio y con un aprecio inalterable el cuello del trigueño Jack Daniel’s, paseando por el paladar las últimas gotas del néctar, aparecen dos isleñas frente a nosotros: Es nuestra cita doble que habíamos olvidado. Por un momento hay silencio; todo se transforma en un breve instante incómodo entre los dos turistas mexicanos y las cinco locatarias. Debemos irnos con aquellas dos, lo sé, pero no quiero irme de ahí; quiero exprimir cada segundo en el Malecón.

Finalmente, nos despedimos de las tres primeras para irnos con el nuevo par, con quienes resolvemos ir a la heladería/cafetería cercana. Yo ordeno una rebanada de pastel de chocolate con una bola de helado de vainilla encima. Los demás piden lo suyo, mientras mi cita me platica y me cuestiona, mas yo ando como en otra dimensión, viendo el Malecón desde el vitral.

Después de una taza de café, ellas ya deben irse, por lo que las acompañamos hasta donde tomarían su transporte. Mi cita me coquetea y yo me dejo: Sería mi último beso bajo el sol de La Habana. “Llámame…”, me dice mientras sus labios sueltan los míos, “…talvez al rato pueda regresar al hotel contigo.”; “No…”, pienso, al mismo tiempo en que asiento con la cabeza y la dejo ir.

De ahí nos moveríamos al mercado de artesanías para comprar pequeños “souvenirs” para amigos y familiares en México.

Luego, un gran grupo de turistas europeos se deleitan tomándose fotos bajo el letrero de “Pabellón Cuba”, justo frente al mercado, por lo que decidimos aprovechar para hacer lo mismo, mostrando una gran sonrisa que bien pudiera decir: “Gracias, Cuba…”

Terminamos nuestras compras, ya es tarde, el sol se ha ocultado para ceder el trono de su reino caribeño a su hermana la de cara plateada; mas nunca es tarde para decir adiós al rincón del mundo donde dejé mi alma…

El paisaje es celestial: Un negro ponto que muestra la silueta de sus oleadas bajo el destello de una rutilante luna llena; el castillo y el Capitolio a lo lejos mostrando su figura en un perímetro casi imperceptible; el sonido del ir y venir de las aguas caribeñas, seguida por las risas y alegría de los presentes; a lo lejos, un grupo de cubanos cantan al son de una guitarra acústica, mientras las nubes ciñen de vez en cuando la luz del dicotómico astro nocturno, al mismo tiempo que el viento muestra su presencia por momentos, como si todo se conjugara en un “adiós” y un “vuelvan-pronto”.

Cruzamos la acera para reunirnos con los locatarios que se mueven al son del instrumento, donde conoceríamos a un par de habaneras y las llevaríamos a tomar lo que sería nuestro último par de “Bucanero”, justo en la misma cafetería donde días atrás tanto disfruté mi “espresso” con mi tabaco rubio.
Y mientras ellas disfrutaban de una cena ligera a cuenta de nuestras carteras, nosotros tomábamos las gotas finales de una fría cebada fermentada; cerveza que sabía ya a reminiscencia pura…

Después de un tiempo, es hora de volver al hotel y hacer nuestra maleta, por lo que, sin más, nos despedimos de aquellas y bajamos por la “23” hacia el hotel Saint John’s. Mi amigo propone subir a la fiesta que ofrece el hotel cada noche, mas, al hacerlo, encontramos el ambiente demasiado sobrio, por lo que decidimos regresar al cuarto.

Mi compañero cae rendido en su cama; yo no puedo dejar en el soplo de Morfeo mis últimas horas en la isla…

Querido lector, si alguna vez has deseado tanto algo, tratando de detener el tiempo para siempre, sabrás lo que sentí yo mientras escribía mis últimas palabras de mi Diario de La Habana en el lobby del hotel, junto al bar “Me faltabas tú…”, saboreando mi última taza de café de grano, acompañado de las bocanadas finales de un fino tabaco: Un habano que había dejado reposar desde el primer día dentro de un vaso, servido con un poco de licor destilado en carbón de maple: mi adorado Jack capitalista, neoliberal, combinado entre las hojas del tabaco comunista, marxista…
Es increíble como un instante puede valer el tiempo de toda una vida. Si algo me enseñó Cuba fue a buscar, no la felicidad, sino la libertad; pues el sentimiento de libertad trae implícito consigo el ser feliz. La vida debiera ser como el oleaje del mar: Libre, va y viene a placer, apacible, mientras disfruta de los mejores paisajes del mundo y se vuelve sabio en su propio pensamiento.

Y en el mismo humo que desprendía mi boca, en ese último momento en La Habana, sentía que salía para siempre de mí el placer, la alegría, la paz … la libertad…

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