Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOCTAVA PARTE - FINAL)


Dormí unas tres horas: el sopor me venció… Soñé con el rostro angustiado de dios… ¿Tendría angustias aquel ser todopoderoso…? Y, si no, ¿cómo es que había sembrado/creado aquél la angustia en nosotros los hombres…?

Pronto  me di cuenta que en realidad la angustia nacía de mí, y no era cuestión de un ente supremo; aquel preocupado rostro celestial se esfumó en mis sueños, y eso me despertó…

Me levanté, y me miré en el espejo del baño: la sangre de la herida sobre mi mejilla que me había provocado la astilla de vidrio de aquel vaso que Mica me había arrojado, me había pintado la cara de un rojo bermejo. Me dolía y mi piel estaba bastante hinchada: todavía tenía la astilla dentro: obtuve la valentía suficiente para retirar el pedazo de vidrio en mi carne y la sangre volvió a brotar… Miré las sábanas y estaban todas ensangrentadas: parecía como si algún asesinato se hubiera llevado a cabo…

Me dirigí al baño, la sangre goteaba sobre el piso laminado. Mientras me desvestía para tomar una ducha, trataba de enfocarme en lo que estaba ocurriendo: ¿qué había pasado exactamente?, ¿cómo había llegado tal fotografía a manos de Mica?, ¿qué sería de mi vida?, ¿debía quedarme y seguir discutiendo o huir hacia un futuro incierto…? O, tal vez, la solución estaba en la muerte, tal como se me había aparecido dentro del taxi que me había traído a casa horas antes…

Me asomé por la ventana y miré el frío asfalto… Cuatro pisos serían suficientes para terminar con mi vida…

Volví al espejo y no encontré osadía suficiente para entregarme tan fácilmente al infierno post-mortem… Continué quitándome las ropas…

De pronto, al quitarme la camisa manchada entre rímel, sangre y vómito, y al ver mi antebrazo, la respuesta a mi más grande duda fue obvia: “La Reina de Espadas”, decía el garabato sobre mi piel, y luego el número telefónico de aquélla… ¡Qué ingenuo había sido yo! No podía ser mera coincidencia el hecho de que me hubiera encontrado con aquella “reina de espadas” en un bar, en un martes cualquiera, y que ella se me hubiera ofrecido tan fácilmente al decirme que ella habría de hacer realidad “cualquier fantasía” mía… Era un hecho que aquélla quería acabar conmigo y por eso envió la fotografía a Mica…

Pero, ¿por qué…? ¿Con qué motivo…?

Tal vez la “Reina de Espadas” aún creía que yo era un delincuente que había salido “libre” cuando, en realidad, según sus ideas, yo pertenecía dentro de una cárcel… Quizás ella aún creía que yo había tratado de violarla aquella mañana… y todavía buscaba cierta justicia… o alguna venganza…

¡Había sido engatusado! Toda mi noche había sido orquestada por aquella temible mujer… ¡Aun cuando percibí su maldad, aun cuando vi una terrible astucia en su mirada, yo le seguí besando…! ¡Por dios, qué imbécil y qué tonto había sido yo! Había caído en la vieja trampa del flirteo femíneo…

Mas, ¿cómo es que aquélla había encontrado el modo de hacerle llegar la fotografía a Mica…? ¡Bah, qué más daba: había logrado encontrarme a mí y abordarme en aquel bar; conseguir la dirección de mi domicilio o el correo electrónico de Mica habría sido cosa fácil…! ¡Qué importa el “cómo” cuando ya todo está destruido…!

Guardé el número telefónico en mi celular y cargué la batería de éste… Luego me desvestí completamente: yo continuaba sangrando y pintando de bermejo todo lugar donde me paseaba. Metí la cabeza bajo al chorro de agua de la regadera… Entre aquella deliciosa agua tibia que recorría mi cuerpo, maquiné mi plan de venganza…

Para cuando salí de la ducha mis intenciones eran sólidas: habría de matar, de una vez por todas, a aquella “reina de espadas”. De cualquier modo, de una forma u otra, acabaría yo en la cárcel después de haber agredido a mi editor en la cabeza con un envase de cerveza; por lo tanto, igual podía matar a aquella astuta mujer que, desde hacía doce años, me había arruinado la vida…

Mi vida ya era irreparable, pero aún tenía la capacidad de destruir otra vida… y tal vez eso era mejor que nada...

Tomé ropa limpia, curé la herida con alcohol, una gasa y un  “curita”; me perfumé, me peiné y me arreglé. Me vi por última vez en el espejo y grabé en mi mente mi efigie antes de volverme un asesino…

Suspiré y salí del baño…

Luego escribí una nota para Mica…

“Mica… No me opondré a firmar los papeles del divorcio… Sé bien que yo ya no te merezco y que intentar continuar con esta relación fallida sería ridículo… Perdóname, si es que algún día logras hacerlo… Quiero que sepas que esta noche fue la primera y la última vez que besé otros labios que no eran los tuyos… Por favor, recuerda tus sonrisas a mi lado y no los llantos provocados…
Sabes, todas esas veces que preguntabas cuánto yo te amaba y que yo, por mera pereza, contestaba simplemente “mucho”, aun sabiendo que tú esperabas una respuesta más elaborada y romántica, debes saber que en realidad mi pereza tenía sus bases en una explicación inefable de mis sentimientos: y es que aunque dramático yo, y no obstante la tragedia de mi vida, he tenido momentos de felicidad, de asombro y de luz –casi todos a tu lado–, y te lo agradezco, pues aunque aquellos instantes no ganan ni equilibran la balanza de mi historia, bien han impedido que se desplome y se desgarre en mil pedazos el soporte –mi esencia– de dicha balanza: no aún me he visto obligado a suspirar el último aliento de mi vida… aunque tal vez, ya sin ti, pronto lo haga… Con tu amor merecí el cielo, y ahora con un beso me condeno al infierno… Intenta ser feliz y no por mí te detengas en tu intento de construir un gran amor… Te ama, por siempre, tu Louis solitario…”

Guardé la nota en el bolsillo frontal de mi camisa, luego limpié bien mi chaqueta de cuero y la vestí nuevamente. Cogí una pequeña maleta y aventé un par de camisas y unos pantalones, calcetines y calzones; solamente “por si las dudas”…

Cerré la maleta, cogí mi celular y aventé el cargador por la ventana: no lo necesitaría más, ya fuera muerto, ya fuera en la cárcel… Comenzaba a despertar en mí una actitud ‘valemadrista’, indiferente: poco me importaba si el cargador golpeaba a algún peatón en la cabeza.

Cogí la copia de mi libro de pasta dura. Luego salí de la recámara y fui hasta donde estaba Mica…

La encontré en el mismo lugar donde la había dejado, pero ahora leyendo un libro…

Quédate con el departamento y todo lo demás –le dije –. Solamente me quedo con el coche…

Ella no dijo nada, sólo me miró y volvió la mirada al libro…

 Ten –le dije en seguida, sacando la carta de mi bolsillo, poniéndola sobre el comedor y arrastrándola hacia ella –. No sé si nos volvamos a ver…

Mica me miró con desprecio… Luego suavizó sus gestos. Tomó su libro, fue a la última página y la arrancó; después me la intercambió por la carta que yo le había escrito…

No quise leer el texto en ese momento; me limité a doblar la página y la guardé en el mismo bolsillo en donde había guardado la carta…

Le entregué la copia de “La Muralla Sin Nombre”.

Este libro –le dije –lo escribí por ti y para ti, con la absurda idea de verme en el mismo plano artístico en el que tú te encuentras… Este libro contiene un mensaje entrelíneas que vuelve honorable el arte y que santifica al amor… Yo ya no necesito esas páginas: parece que el amor es algo que en realidad no existe, por lo menos no para mí…

Quería besarle los labios, arrodillarme y besarle las manos, suplicarle y arrancarle una disculpa, que me abrazara y luego me golpeara, que me hiciera pensar que todo iba a estar bien… pero ambos sabíamos que no había manera de reparar el daño: la infidelidad es lo mismo que un vicio –y yo de eso conocía bien–: se controla y se calla, pero jamás se cura…

Le obsequié una ligera sonrisa obligada y ella hizo lo mismo… Me atreví a besarle la frente y una lágrima rodó por su mejilla… Nos dijimos “adiós” y ella devolvió su mirada al libro, como intentando ocultar sus ganas de amarme nuevamente, pretendiendo no notar el llanto que mojaba las páginas de su libro… Yo aproveché para tomar un par de afilados cuchillos de la cocina, los metí en el bolsillo interior de mi chaqueta, luego salí del departamento… Al cerrar la puerta sentí como si estuviera cerrando la puerta de mi corazón y abriendo la ventana hacia el averno, y es que jamás habría de amar nuevamente a alguien: de ahora en adelante mi alma se cobijaría con odio únicamente…

Bajé al garaje, subí al coche, un viejo Jetta rojo modelo dos mil tres. Puse mi maleta en el asiento de atrás. Saqué el par de cuchillos y los analicé: me aseguré que estuviera bien afilados, pues debían estarlo si es que quería matar a la “reina de espadas” con ellos…

Comenzaba a amanecer…

Salí conduciendo hacia la calle, y mientras manejaba tomé mi celular y marqué un número telefónico…

–¿Sí…? –contestó una voz de mujer, adormilada, del otro lado de la línea –.
–Dijiste que harías realidad mis fantasías, ¿recuerdas…?
–¡Ah, eres tú!
–Soy yo… ¿Te veo en tu casa…?
–¿Tienes dónde anotar…?

Anoté la dirección del domicilio de la “reina de espadas” sobre mi antebrazo… Luego nos despedimos y colgamos el teléfono… Al parecer ella no sabía que mis “fantasías” tenían una carga asesina…

Me detuve en un semáforo y vi que apenas abrían un local de empeño de prendas… Miré el reloj en mi muñeca, el que me había regalado Mica, y vi mi anillo de bodas de oro. Me estacioné y entré al local; salí con bastante dinero, luego caminé a una licorería que estaba cerca y salí con la más cara botella de whisky escocés bajo mi brazo y una cajetilla de cigarros…

Subí nuevamente al coche, ya sin reloj y, en vez de anillo, una marca blanca alrededor de mi dedo anular. Le obsequié tres grandes tragos a aquel licor, luego admiré la etiqueta que decía “Macallan 18 años”… Era algo cercano a lo que había estado bebiendo con “El Gran Huracán de Saturno” en aquella noche tempestuosa… Y en ese momento me di cuenta que aquella indiferencia que tanto había admirado durante tantos años en aquella persona, en aquel ‘vagabundo’, era algo que ahora despertaba en mí: cuando uno sabe que la muerte ronda de cerca, la indiferencia hacia la vida aparece y toda norma y toda regla se desvanece…

–¡Al diablo con la gente, el mundo y sus reglas!

Sorbí nuevamente de aquella botella, sin tratar de ocultarme de los ojos ajenos. Prendí el coche, pero antes de arrancar tomé el pedazo de papel que Mica me había obsequiado…Se trataba de la última página del libro “Great Expectations” de Charles Dickens, lo supe por el encabezado de página: era la cuartilla número quinientos setenta y cinco…

Era el mismo libro que tenía “El Gran Huracán de Saturno” aquella noche, hace doce años…

¿Podría ser, acaso, que también aquel tipo estuviera involucrado en todo esto…? ¡Bah, imposible: debía ser solamente mi paranoia, pues en el mundo habrán millones de copias de ese libro…!

La página tenía unas marcas que indicaban el inicio y el fin de unas oraciones… Leí aquello…

“ ‘We are friends,’ said I, rising and bending over her, as she rose from the bench.
‘And will continue friends apart,’ said Estella.
I took her hand in mine, and we went out of the ruined place; and, as the morning mists had risen long ago when I first left the forge, so the evening mists were rising now, and in all the broad expanse of tranquil light they showed to me, I saw no shadow of another parting from her.’

THE END. “

Solté una lágrima… Luego me reprendí a mí mismo: yo ya no era un humano con sentimientos, ahora era momento de convertirme en un verdadero delincuente, un monstruo sin remordimientos…

Sentía una libertad extraña ante la idea de saber que ya no tenía que justificar mis actos ante nadie: había derretido las avasallantes cadenas del amor… aunque sabía que aquella libertad era un sentimiento falso y momentáneo: luego habría de llorarlo todo…

Prendí el estéreo del automóvil e introduje un CD en el reproductor… Al instante comenzó a sonar “Going Down” de Freddie King

Tomé nuevamente la botella de licor y la ataque a besos: boca a boquilla…

Abrí el paquete de cigarrillos y prendí uno… Me puse mis gafas oscuras para protegerme del alba, aun cuando se trataba de una mañana nublada… “Es un buen día para matar… o morir”, pensé.  

Me miré en el retrovisor… Sonreí en un modo asesino, mostrando los dientes; luego puse el auto en marcha y me dirigí al domicilio de la “reina de espadas” con una calma sorprendente: mi nueva actitud era inmune al tiempo, no tenía prisa de vivir lo que me quedaba de vida…

FIN.

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