Le conté toda la
historia a aquella mujer, a mi asesina, mi sicario… Expliqué hasta el más simple
de los detalles con tal de que aquélla se compadeciera de mí: yo quería sentir
su culpa: ella lo merecía: quería escuchar su más sincero y profundo “lo
siento”...
Le conté desde que
salí de la oficina, casi agarrándome a golpes con el guardia del edificio,
hasta que murió la batería de mi celular para luego abandonar mi automóvil y
danzar bajo aquella tempestuosa lluvia que casi termina por matarme de
hipotermia: finalmente le expliqué cómo yo había terminado desnudo junto aquel
hombre misterioso que se hacía llamar “El
Gran Huracán de Saturno” y cómo, después, me vestí en aquel callejón junto
al edificio donde ella vivía y de cómo la vi a través de la ventana de la
calleja aquella, y que, entonces, me había decidido a seguirla con el único
propósito de llegar a mi casa…
–Pero aquella decisión me costó muy cara
–terminaba ya de contar mi historia a aquella mujer –; había tomado una decisión equivocada que me cambiaría la vida para
siempre…
Bebí los últimos
tragos de mi ‘gin’…
–“Yo soy yo y mis circunstancias” –dijo
de pronto aquella, más de un modo automático que intencional –, José Ortega y Gasset.
Me había yo dado
cuenta, durante la conversación, que ella tenía una manía por parafrasear a
varios autores, artistas y celebridades, como si quisiera ella mostrar una
sabiduría por la vida que en realidad no parecía tener, pero que siempre
resultaban ser –dichas paráfrasis– muy atinadas al momento en que las decía… “Yo soy yo y mis circunstancias”, decía…
Y sí… Aquel día de mi “muerte”, yo fui ‘yo mismo’ hasta donde las
circunstancias me lo permitieron: las situaciones se adueñaron de mi vida y me
acribillaron con balas de consecuencias inauditas y explosiones de causalidades
indeseables…
Mas no permití
que su frase rompiera con el encanto de mi historia, pues yo estaba decidido a
adueñarme de su culpa aquella noche y estaba seguro de que pronto lo lograría…
–Y luego –continué –, después que yo “hube muerto”, desperté en el cuarto de un hospital:
cuando abrí los ojos, una enfermera se encontraba buscando algo dentro del
cajón de la cómoda junto a la cama donde yo me encontraba… Yo veía borroso y
gemí en un intento de pedir ayuda… Ella –la enfermera– suspiró asustada, tomó
algo del cajón y huyó del cuarto: me pareció que aquello que ella se había
llevado era, precisamente, el libro de Charles Dickens que me había dejado
aquel hombre, el misterioso “Huracán de Saturno”… Y es que yo jamás volví a
saber de aquel libro…
Para cuando
terminé de contar mi historia ya me había tomado yo tres “gin-tonic”, y ahora sonaba “Pink
Champagne” de Joe Liggins en las
discretas bocinas del bar Félix. La mujer estaba horrorizada con mi historia,
pero más que ello, parecía estar endemoniadamente arrepentida por haberme
“asesinado” aquel día.
–Y, por si fuera poco –terminaba yo mi
historia –, ya cuando recuperé la
suficiente conciencia, se me explicó mi supuesto “crimen”… Hubo un aparente juicio,
pero parece que aquí en México, si tu delito es “grave” –y el mío resultó ser
así–, entonces se te presume primero culpable antes que inocente, y entonces terminé
en la cárcel, mientras esperaba a que el Poder Judicial de nuestra “bella
nación” hiciera el tiempo suficiente para que yo fuera escuchado y juzgado por
un crimen que no cometí y que ni siquiera tuve la intención de perpetrar… Entonces
entendí a lo que se refiere la gente al decir que las cárceles están llenas de
inocentes… Desde luego fui despedido de mi trabajo, y todos mis ahorros se
fueron a mi abogado defensor y todas mis posesiones fueron rematadas para
alimentar el capricho de corrupción de muchos de los funcionarios de los
juzgados… Pero finalmente salí libre (paupérrimo, pero libre), después de un
mes de tortura física, emocional y psicológica… ¡¿Tienes idea de lo que le
hacen a los reclusos en su primer día?! ¡El primer día me hicieron levantar, del
patio general, la mierda de los demás reclusos… con las manos! Y, ¿sabes por
qué? ¡Porque la mayoría caga en el patio por no tener escusados en sus celdas!
¡¿Tienes una idea de lo denigrante que es eso?! Y, ¿sabes cómo tienes que
dormir estando ahí dentro? ¡De pie, amarrado a los barrotes de la celda! Y,
¿por qué? ¡Porque no hay camas, ni siquiera lugar en el piso, pues son tantos
reclusos que no caben en las celdas y, entonces, meten a los hombres como
pollos enjaulados: los que quepan, pues al parecer el gobierno no piensa en
construir más cárceles! ¡Todo el tiempo el aire apesta en aquel infierno! ¡Cuando
se sospecha que eres criminal, no sólo pierdes el derecho de libertad: pierdes
tu dignidad y tu calidad de hombre para convertirte en un cerdo enjaulado! Y
entonces, cuando te liberas de esas rejas y sales nuevamente al mundo –si es
que sales–, sales odiando a la sociedad, al mundo y sus sistemas: sales con
temor y desconfianza, con delirios y con paranoia, pues sientes que todos te
ven como una “cosa” extraña: te sientes como un hombre desadaptado, inadecuado,
raro… un delincuente (más criminal entonces que antes de haber sido
encarcelado)… En ese momento yo me olvidé de lo que era la decencia y el
respeto y comencé a sentirme autodestructivo y misántropo… Fue ahí que
realmente me volví un criminal…
La mujer no
podía decir palabra alguna: el rímel en sus ojos dejaban rastro de tantas
lágrimas que había derramado: parecía sentir una culpabilidad desgarradora,
insostenible, y cuando terminé de decir las últimas palabras se agachó y ocultó
su cara entre sus manos: su llanto era incontenible, y debo confesar que,
entonces, me sentí finalmente triunfal: había logrado aquello que tanto había
anhelado desde hacía tantos años ya: la profunda disculpa de mi asesino, de
quien me había inculpado, de mi destructora: sentí un inmenso alivio, como si
mi vida se aligerara de pronto… Pero aquello me duró muy poco, pues
inmediatamente después yo me sentí culpable de las lágrimas de esa mujer… Y aún
así decidí rematar el final de mi historia con algo más: no quería continuar
torturando el alma de ella, pero mi razón me susurraba lo contrario al oído: “Lo mereces… Ella lo merece…”
–Si tan sólo supieras… –dije para
terminar–; si supieras el temor y la
impotencia que sufre uno pensando que, estando ahí dentro, cualquiera puede
matarte en cualquier momento y sin razón aparente… La pena más grande no es el
hecho de estar privado de tu libertad, sino la incertidumbre de no saber qué
rumbo tomará tu vida…
Aquella terminó
por abrazarme fuertemente con ambos brazos…
–Perdón, perdóname… Por favor, te lo suplico,
¡perdóname…! –decía ella y no paraba de repetir lo mismo – Perdón, perdón, perdón… ¡Discúlpame! ¡Lo
siento tanto…! ¡Yo no sabía…! ¡Perdóname, te lo ruego…!
Sentí cómo sus
lágrimas empapaban mi camisa: su maquillaje terminó esparcido en mis ropas, lo
cual en ese instante me hizo acordarme de mi esposa: ¿cómo habría de explicarle
aquellas manchas en mi ropa cuando volviera a casa…?
–Te suplico que me perdones –seguía
diciendo aquella mientras ocultaba su rostro entre mis brazos –, yo no tenía idea… Yo pensé que querías
hacerme daño… Y no es tu culpa: es mía: he tenido tantas experiencias malas en
la vida que siempre he estado a la defensiva… Si tan sólo tú supieras…
Cualquier hombre,
a quien la vida no le haya convertido aun en un monstruo, sabe perfectamente
que las lágrimas de una mujer son cosa irreprochable: no hay manera de no
perdonar a una mujer que se encuentra en pleno llanto, no hay modo de pronunciar
un “no”. El llanto de una dama es la llave que abre el cerrojo de la ternura en
el corazón de los hombres…
Así, no pude
hacer más que sentirme empático ante la contrición de aquélla y la estreché
paternalmente hacia mi pecho y abracé su rostro con mis manos y le besé los
cabellos, justo por la cima de donde le nacen las ideas a la gente.
Aquella
agradeció mis reacciones y me estrechaba aún más hacia ella, asiéndose
fuertemente de mi camisa, arrugándola, casi rompiéndola con tal de tenerme más
cerca de ella, y parecía que el mundo se callaba: sólo se dejaba escuchar “Glory Be” de Lightnin’ Hopkins.
Sentí una
química rara entre aquella y yo, como si hubiera un lazo de humanidad pura que
nos uniera fuertemente, pero donde ya las palabras eran afonía: lágrimas y
abrazos, eso era todo lo que había… Nos rodeaba una coraza impenetrable de
sinceridad, de perdón, de aceptación, de empatía, de humanidad esencial y pura…
Sentí miedo y
confusión, pues sabía que no debía permitir que aquello sucediera: de algún
modo sentí como si estuviera engañando a mi esposa, aun cuando no lo estaba
haciendo: y es que si aquélla entrara al lugar y viera aquello, seguramente su
mente imaginaría lo peor…
Pero es que aquel
abrazo me hacía sentir tan bien, tan tranquilo, tan seguro y tan lleno de paz,
que me espantaba: de algún modo en este mundo, no es del todo correcto sentirse
tan bien ante el abrazo de una persona extraña: era correcto en un sentido
humano, pero era malo en el más estricto de los modos sociales.
De cualquier
modo me fue imposible apartarla de mí, y así permanecimos durante un par de
canciones más: autistas del mundo, ensimismados entre nosotros…
Seguramente el público
de aquel lugar ya nos había juzgado como un par de amantes en una especie de
reencuentro amoroso y violento, pero, ¡qué más daba!: probablemente ninguno de
los ahí presentes llegaría a sentir, jamás en su vida, ese lazo de cariño tan
puro que nos unía a los dos: estábamos gozando un instante cuasi-celestial…
Ella era un ángel compadeciendo a un demonio: yo era el demonio que entre sus
brazos protegía a ese ángel de un mundo fatídico…
Pude sentir su
nobleza, su sufrimiento… Sentí como si la hubiera buscado toda la vida pero sin
haberlo sabido… Mas no era aquello amor, era simplemente el cariño más divino…
Me sentía
observado, mas no porque todos estuvieran a la expectativa de nuestros actos en
aquel lugar, sino más bien del modo en que los católicos se sienten observados
por Dios aun cuando están a solas: sentía una mirada fija y penetrante de entre
el público, como si me advirtieran para declararme culpable de mis actos. No
obstante, por más que miraba y buscaba entre la gente del lugar a aquella
persona que me juzgaba con sus ojos, no pude encontrar nada…
Terminaba de
sonar “Cheaper To Keep Her” cuando
finalmente nos apartamos –sólo un poco–; tan pronto comenzó a escucharse “Before You Accuse Me” en la voz del
maestro Clapton, nos miramos a los
ojos y, como si no existiera alguna otra elección, como si el destino nos
hubiera obligado, como si fuéramos marionetas del hado, decidimos besarnos los
labios en un solo acto, recíproco y osado, sin que mediara duda alguna: fue el
más salado de los besos, y es que las lágrimas sazonaban aquella pasión y la
llevaban casi a un punto de ebullición: nuestras mandíbulas concordaban entre
sí sin acuerdos previos, y nuestras lenguas danzaban en un atrevido tango
sincopado, y nuestros labios se acomodaban aquí y allá en una perfecta
sincronía: apenas respirábamos, pues por ratos se nos olvidaba: preferíamos
vivir el momento que existir en el mundo: inhalábamos oxígeno cuando nos
acordábamos de hacerlo: y es que hay besos donde puede más la necedad pasional
que la necesidad aerobia. Era como si nos conociéramos desde hace eones, como
si se tratara de una pasión guardada y acumulada a través del tiempo; como si
la vida nos lo debiera y el hado nos forzara a actuar; era el alivio emocional
de liberar un deseo carnal por siglos reprimido; era como satisfacer un
capricho tan inmenso que, no cabiendo en el alma, se nos salía por la boca, y
fue entonces el más exquisito de los caprichos: nos traíamos ganas y apenas nos
enterábamos del tamaño de aquel motivo: estábamos frente a un enamoramiento
que, como fruto seductor y tentador, habíamos concebido desde hacía mucho
tiempo y que, creciendo a cada día transcurrido, apenas saboreábamos el plácido
néctar de su madurez… Era el más sincero perdón que se realizaba a sí mismo en
un beso… un beso y nada más…
(continuará...)
(continuará...)
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