Las Angustias de Dios: Volumen 2 (OCTAVA PARTE)

Le conté toda la historia a aquella mujer, a mi asesina, mi sicario… Expliqué hasta el más simple de los detalles con tal de que aquélla se compadeciera de mí: yo quería sentir su culpa: ella lo merecía: quería escuchar su más sincero y profundo “lo siento”...
 
 
Le conté desde que salí de la oficina, casi agarrándome a golpes con el guardia del edificio, hasta que murió la batería de mi celular para luego abandonar mi automóvil y danzar bajo aquella tempestuosa lluvia que casi termina por matarme de hipotermia: finalmente le expliqué cómo yo había terminado desnudo junto aquel hombre misterioso que se hacía llamar “El Gran Huracán de Saturno” y cómo, después, me vestí en aquel callejón junto al edificio donde ella vivía y de cómo la vi a través de la ventana de la calleja aquella, y que, entonces, me había decidido a seguirla con el único propósito de llegar a mi casa…
 
 
Pero aquella decisión me costó muy cara –terminaba ya de contar mi historia a aquella mujer –; había tomado una decisión equivocada que me cambiaría la vida para siempre…
 
 
Bebí los últimos tragos de mi ‘gin’…
 
 
“Yo soy yo y mis circunstancias” –dijo de pronto aquella, más de un modo automático que intencional –, José Ortega y Gasset.
 
 
Me había yo dado cuenta, durante la conversación, que ella tenía una manía por parafrasear a varios autores, artistas y celebridades, como si quisiera ella mostrar una sabiduría por la vida que en realidad no parecía tener, pero que siempre resultaban ser –dichas paráfrasis– muy atinadas al momento en que las decía… “Yo soy yo y mis circunstancias”, decía… Y sí… Aquel día de mi “muerte”, yo fui ‘yo mismo’ hasta donde las circunstancias me lo permitieron: las situaciones se adueñaron de mi vida y me acribillaron con balas de consecuencias inauditas y explosiones de causalidades indeseables…
 
 
Mas no permití que su frase rompiera con el encanto de mi historia, pues yo estaba decidido a adueñarme de su culpa aquella noche y estaba seguro de que pronto lo lograría…
 
 
Y luego –continué –, después que yo “hube muerto”, desperté en el cuarto de un hospital: cuando abrí los ojos, una enfermera se encontraba buscando algo dentro del cajón de la cómoda junto a la cama donde yo me encontraba… Yo veía borroso y gemí en un intento de pedir ayuda… Ella –la enfermera– suspiró asustada, tomó algo del cajón y huyó del cuarto: me pareció que aquello que ella se había llevado era, precisamente, el libro de Charles Dickens que me había dejado aquel hombre, el misterioso “Huracán de Saturno”… Y es que yo jamás volví a saber de aquel libro…
 
 
Para cuando terminé de contar mi historia ya me había tomado yo tres “gin-tonic”, y ahora sonaba “Pink Champagne” de Joe Liggins en las discretas bocinas del bar Félix. La mujer estaba horrorizada con mi historia, pero más que ello, parecía estar endemoniadamente arrepentida por haberme “asesinado” aquel día.
 
 
Y, por si fuera poco –terminaba yo mi historia –, ya cuando recuperé la suficiente conciencia, se me explicó mi supuesto “crimen”… Hubo un aparente juicio, pero parece que aquí en México, si tu delito es “grave” –y el mío resultó ser así–, entonces se te presume primero culpable antes que inocente, y entonces terminé en la cárcel, mientras esperaba a que el Poder Judicial de nuestra “bella nación” hiciera el tiempo suficiente para que yo fuera escuchado y juzgado por un crimen que no cometí y que ni siquiera tuve la intención de perpetrar… Entonces entendí a lo que se refiere la gente al decir que las cárceles están llenas de inocentes… Desde luego fui despedido de mi trabajo, y todos mis ahorros se fueron a mi abogado defensor y todas mis posesiones fueron rematadas para alimentar el capricho de corrupción de muchos de los funcionarios de los juzgados… Pero finalmente salí libre (paupérrimo, pero libre), después de un mes de tortura física, emocional y psicológica… ¡¿Tienes idea de lo que le hacen a los reclusos en su primer día?! ¡El primer día me hicieron levantar, del patio general, la mierda de los demás reclusos… con las manos! Y, ¿sabes por qué? ¡Porque la mayoría caga en el patio por no tener escusados en sus celdas! ¡¿Tienes una idea de lo denigrante que es eso?! Y, ¿sabes cómo tienes que dormir estando ahí dentro? ¡De pie, amarrado a los barrotes de la celda! Y, ¿por qué? ¡Porque no hay camas, ni siquiera lugar en el piso, pues son tantos reclusos que no caben en las celdas y, entonces, meten a los hombres como pollos enjaulados: los que quepan, pues al parecer el gobierno no piensa en construir más cárceles! ¡Todo el tiempo el aire apesta en aquel infierno! ¡Cuando se sospecha que eres criminal, no sólo pierdes el derecho de libertad: pierdes tu dignidad y tu calidad de hombre para convertirte en un cerdo enjaulado! Y entonces, cuando te liberas de esas rejas y sales nuevamente al mundo –si es que sales–, sales odiando a la sociedad, al mundo y sus sistemas: sales con temor y desconfianza, con delirios y con paranoia, pues sientes que todos te ven como una “cosa” extraña: te sientes como un hombre desadaptado, inadecuado, raro… un delincuente (más criminal entonces que antes de haber sido encarcelado)… En ese momento yo me olvidé de lo que era la decencia y el respeto y comencé a sentirme autodestructivo y misántropo… Fue ahí que realmente me volví un criminal…
 
 
La mujer no podía decir palabra alguna: el rímel en sus ojos dejaban rastro de tantas lágrimas que había derramado: parecía sentir una culpabilidad desgarradora, insostenible, y cuando terminé de decir las últimas palabras se agachó y ocultó su cara entre sus manos: su llanto era incontenible, y debo confesar que, entonces, me sentí finalmente triunfal: había logrado aquello que tanto había anhelado desde hacía tantos años ya: la profunda disculpa de mi asesino, de quien me había inculpado, de mi destructora: sentí un inmenso alivio, como si mi vida se aligerara de pronto… Pero aquello me duró muy poco, pues inmediatamente después yo me sentí culpable de las lágrimas de esa mujer… Y aún así decidí rematar el final de mi historia con algo más: no quería continuar torturando el alma de ella, pero mi razón me susurraba lo contrario al oído: “Lo mereces… Ella lo merece…”
 
 
Si tan sólo supieras… –dije para terminar–; si supieras el temor y la impotencia que sufre uno pensando que, estando ahí dentro, cualquiera puede matarte en cualquier momento y sin razón aparente… La pena más grande no es el hecho de estar privado de tu libertad, sino la incertidumbre de no saber qué rumbo tomará tu vida…
 
 
Aquella terminó por abrazarme fuertemente con ambos brazos…
 
 
Perdón, perdóname… Por favor, te lo suplico, ¡perdóname…! –decía ella y no paraba de repetir lo mismo – Perdón, perdón, perdón… ¡Discúlpame! ¡Lo siento tanto…! ¡Yo no sabía…! ¡Perdóname, te lo ruego…!
 
 
Sentí cómo sus lágrimas empapaban mi camisa: su maquillaje terminó esparcido en mis ropas, lo cual en ese instante me hizo acordarme de mi esposa: ¿cómo habría de explicarle aquellas manchas en mi ropa cuando volviera a casa…?
 
 
Te suplico que me perdones –seguía diciendo aquella mientras ocultaba su rostro entre mis brazos –, yo no tenía idea… Yo pensé que querías hacerme daño… Y no es tu culpa: es mía: he tenido tantas experiencias malas en la vida que siempre he estado a la defensiva… Si tan sólo tú supieras…
 
 
Cualquier hombre, a quien la vida no le haya convertido aun en un monstruo, sabe perfectamente que las lágrimas de una mujer son cosa irreprochable: no hay manera de no perdonar a una mujer que se encuentra en pleno llanto, no hay modo de pronunciar un “no”. El llanto de una dama es la llave que abre el cerrojo de la ternura en el corazón de los hombres…
 
 
Así, no pude hacer más que sentirme empático ante la contrición de aquélla y la estreché paternalmente hacia mi pecho y abracé su rostro con mis manos y le besé los cabellos, justo por la cima de donde le nacen las ideas a la gente.
 
 
Aquella agradeció mis reacciones y me estrechaba aún más hacia ella, asiéndose fuertemente de mi camisa, arrugándola, casi rompiéndola con tal de tenerme más cerca de ella, y parecía que el mundo se callaba: sólo se dejaba escuchar “Glory Be” de Lightnin’ Hopkins.
 
 
Sentí una química rara entre aquella y yo, como si hubiera un lazo de humanidad pura que nos uniera fuertemente, pero donde ya las palabras eran afonía: lágrimas y abrazos, eso era todo lo que había… Nos rodeaba una coraza impenetrable de sinceridad, de perdón, de aceptación, de empatía, de humanidad esencial y pura…
 
 
Sentí miedo y confusión, pues sabía que no debía permitir que aquello sucediera: de algún modo sentí como si estuviera engañando a mi esposa, aun cuando no lo estaba haciendo: y es que si aquélla entrara al lugar y viera aquello, seguramente su mente imaginaría lo peor…
 
 
Pero es que aquel abrazo me hacía sentir tan bien, tan tranquilo, tan seguro y tan lleno de paz, que me espantaba: de algún modo en este mundo, no es del todo correcto sentirse tan bien ante el abrazo de una persona extraña: era correcto en un sentido humano, pero era malo en el más estricto de los modos sociales.
 
 
De cualquier modo me fue imposible apartarla de mí, y así permanecimos durante un par de canciones más: autistas del mundo, ensimismados entre nosotros…
 
 
Seguramente el público de aquel lugar ya nos había juzgado como un par de amantes en una especie de reencuentro amoroso y violento, pero, ¡qué más daba!: probablemente ninguno de los ahí presentes llegaría a sentir, jamás en su vida, ese lazo de cariño tan puro que nos unía a los dos: estábamos gozando un instante cuasi-celestial… Ella era un ángel compadeciendo a un demonio: yo era el demonio que entre sus brazos protegía a ese ángel de un mundo fatídico…
 
 
Pude sentir su nobleza, su sufrimiento… Sentí como si la hubiera buscado toda la vida pero sin haberlo sabido… Mas no era aquello amor, era simplemente el cariño más divino…
 
 
Me sentía observado, mas no porque todos estuvieran a la expectativa de nuestros actos en aquel lugar, sino más bien del modo en que los católicos se sienten observados por Dios aun cuando están a solas: sentía una mirada fija y penetrante de entre el público, como si me advirtieran para declararme culpable de mis actos. No obstante, por más que miraba y buscaba entre la gente del lugar a aquella persona que me juzgaba con sus ojos, no pude encontrar nada…
 
 
Terminaba de sonar “Cheaper To Keep Her” cuando finalmente nos apartamos –sólo un poco–; tan pronto comenzó a escucharse “Before You Accuse Me” en la voz del maestro Clapton, nos miramos a los ojos y, como si no existiera alguna otra elección, como si el destino nos hubiera obligado, como si fuéramos marionetas del hado, decidimos besarnos los labios en un solo acto, recíproco y osado, sin que mediara duda alguna: fue el más salado de los besos, y es que las lágrimas sazonaban aquella pasión y la llevaban casi a un punto de ebullición: nuestras mandíbulas concordaban entre sí sin acuerdos previos, y nuestras lenguas danzaban en un atrevido tango sincopado, y nuestros labios se acomodaban aquí y allá en una perfecta sincronía: apenas respirábamos, pues por ratos se nos olvidaba: preferíamos vivir el momento que existir en el mundo: inhalábamos oxígeno cuando nos acordábamos de hacerlo: y es que hay besos donde puede más la necedad pasional que la necesidad aerobia. Era como si nos conociéramos desde hace eones, como si se tratara de una pasión guardada y acumulada a través del tiempo; como si la vida nos lo debiera y el hado nos forzara a actuar; era el alivio emocional de liberar un deseo carnal por siglos reprimido; era como satisfacer un capricho tan inmenso que, no cabiendo en el alma, se nos salía por la boca, y fue entonces el más exquisito de los caprichos: nos traíamos ganas y apenas nos enterábamos del tamaño de aquel motivo: estábamos frente a un enamoramiento que, como fruto seductor y tentador, habíamos concebido desde hacía mucho tiempo y que, creciendo a cada día transcurrido, apenas saboreábamos el plácido néctar de su madurez… Era el más sincero perdón que se realizaba a sí mismo en un beso… un beso y nada más…

(continuará...)
 

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