Ahora Muddy Waters alzaba la voz en el lugar,
aunque no pude adivinar de qué canción se trataba…
–¿Qué canción es ésta…? –pregunté al de
la barra –.
–No tengo idea –respondió –.
–¿Cuál es tu nombre? –estaba harto de
dirigirme a aquel de manera impersonal – ¿Por
qué están tocando este tipo de canciones…? –pregunté inmediatamente
después, sin esperar respuesta a la primera pregunta, pues mi primordial
intención era satisfacer esa curiosidad que me había aguijoneado el alma desde
que entré a aquel lugar –.
–Alejandro –respondió el de la barra al
mismo tiempo en que señalaba una pizarra ubicada a mi diestra –.
“Martes de blues legendario”, pude leer en la pizarra aquella con letras
minuciosamente dibujadas; aquello me causó una gran alegría, y es que yo tenía
cierta predilección por aquel género de música, aunque ello era probablemente
más por educación que por motu propio, según habría de explicar a continuación
al de la barra…
–¡Qué bien! –exclamé –. ¡Un
buen trago acompañado de buena música…!
–¡Ja! ¿Te digo la verdad? –respondió aquél con una sonrisa –. Eres el primero que muestra interés en esta música… Nadie conoce nada
de blues… ¡Ni siquiera yo! Ja ja… De hecho, parece que hoy será el último
martes temático de blues…
–¿En serio? ¡Qué lástima…!
–Y tú, ¿cómo es que te gusta esta clase de música? –preguntó el tal Alejandro, a lo cual yo di rienda
suelta a mis palabras –. Fíjate, Alex,
que mi padre fue un músico frustrado, fanático del rock, del blues y del jazz.
Él me inculcó ese gusto… Bueno, no él precisamente, sino aquellos álbumes de
música que dejó atrás, en casa de mi madre, antes de su partida definitiva de
nuestras vidas… Siendo franco, el conocimiento que tengo sobre estos géneros
musicales fue la única herencia que aquél me dejó… Pocas veces se encontraba él
en la casa, pues siempre se la vivía de gira (o por lo menos eso le decía a mi
madre). Yo en realidad poco le conocí y no le recuerdo, pues yo era muy chico
cuando él finalmente decidió abandonarnos: mi madre quemó todas sus fotografías
y yo siento que no podría reconocerlo ni aunque pasará él por delante mío… No
sé siquiera si siga vivo, aunque la verdad lo dudo mucho y, honestamente, no me
interesa saberlo: él era un alcohólico manifestado, mujeriego, aventurero, un
nómada insaciable de experiencias nuevas, incapaz de formar una familia y de establecerse…
Era uno de esos hombres con el alma de ‘rockstar’, una persona viciosa, de esas
que les gusta extremar sus vivencias y tentar a la muerte… De esas personas que
quieren vivirlo todo en un solo día… Mi padre era una tragedia viviente y su dramática
vida fue mi propia condena para vivir también en tragedia: tener un padre
ausente… No había quién me hiciera entender con gritos el camino del bien, ni
tampoco quién me enderezara el alma a golpes… Y yo juré que jamás seguiría los
pasos de mi padre, pero mírame ahora: sentado y bebiendo solo en un bar… lejos
de mi esposa…
–Vamos, vamos –intentó animarme Alejandro –… Todos tenemos nuestros propios problemas: no seas tan duro contigo
mismo… ¿Qué más te sirvo? –preguntó aquél al ver que yo ya había matado mi
trago, mas no sé si por aprovecharse de mi alcoholismo o para cambiar un poco
el tema –.
–Dame un Jack Daniels doble, derecho, con un
‘chaiser’ de agua mineral…
Alejandro
asintió y luego se puso a trabajar en otras comandas pendientes antes de
servirme mi nuevo trago. Yo le pedí que fuera amable suficiente y me reservara
el asiento donde yo me encontraba a fin de salir a fumarme un cigarro: él sacó de
detrás de la barra un pequeño letrero que decía “reservado” y lo colocó sobre
la barra, justo a la altura de mi asiento.
Yo no cargaba
cigarros conmigo, y es que en realidad yo no era un fumador constante:
solamente se me apetecía aquello cuando tomaba a solas, como lo hacía ahora…
Salí de aquel
lugar y vi cómo ya la noche comenzaba a ganarle la batalla al día. Miré el reloj:
era casi las siete y media: la gente nocturna comenzaba a aparecer…
Pregunté a unos
tipos si tenían un cigarro que pudieran obsequiarme (pues ambos estaban fumando
en ese momento), pero se limitaron a encogerse de hombros y a mover sus cabezas
de un lado a otro: yo sabía perfectamente bien que, en efecto, esos tipos
cargaban cigarros, pues yo había visto la cajetilla de Marlboro de la cual habían sacado ese par de tabacos; y es que con
tanto impuesto federal con que el gobierno había gravado ciertos productos de
vicio, entonces parecía como si los cigarrillos valieran diez veces su peso en
plata.
Rogué por un cigarro
entre otros dos o tres grupos de personas, pero no obtuve éxito… “¡Qué avaricia de la gente, por dios!”,
pensé, mas luego vi un puesto de revistas ubicado en la esquina del restaurante
Los Bisquets Bisquets Obregón. Supuse
que ahí venderían cigarros sueltos, y en efecto así era. Yo tenía cierta
predilección por los Delicados Dorados,
pues a mi gusto tienen la suavidad ideal en su sabor, pero al parecer sólo
habían Marlboro, Camel y otras marcas que jamás había visto; había toda una gama de
sabores y colores, lo cual me pareció casi ridículo: tomé un Camel sencillo y pagué cuatro pesos al
vendedor (tenía justamente seis pesos en monedas, las cuales tenían el único
propósito de pagar mi pasaje para llevarme a casa… ahora sólo me quedaban dos
pesos más aquellos billetes ocultos dentro del sobre amarillento que guardaba
en mi chaqueta de cuero); luego tomé el encendedor que, amarrado a un trozo de
rafia, colgaba del techo de lámina de aquel puesto, y entonces le convidé fuego
a mi tabaco…
–Iiiiiih… aaaaaaah…. –el fogoso humo del
tabaco se coló hasta el más recóndito rincón de mis pulmones –; iiiiih…. aaaaah…. –una vez más –.
Sonreí desinhibido…
Se sentía tan bien fumar después de no haberlo hecho desde hacía un par de
meses: sabía casi igual a la primera vez que había fumado: de eso hacía mucho
tiempo ya, cuando yo era adolescente y mis amigos del vecindario y yo nos
juntábamos en una construcción abandonada para fumar cigarrillos Salem, pues eran esos los que fumaba mi
abuelo y eran esos los que estaban entonces a mi alcance cuando visitaba a mi
abuelo…
Pensaba en esto y otras cosas mientras
caminaba de vuelta al bar: ahora sonaba “Susie
Q”, la versión de Dale Hawkins.
–Iiiiih… aaaaah –continuaba inhalando el
incandescente humo –.
De pronto, una
mano tocó mi hombro; volteé y vi el rostro de aquella persona… ¡No podía
creerlo! Me quedé pasmado y boquiabierto: el cigarrillo que había comprado
recientemente se desprendió de mis dedos y cayó al piso…
–¡Eres tú! –exclamé por fin y, aun cuando
en ese momento hirvió en mí un rencor que se había acumulado en mi alma desde
hacía ya muchos años atrás por esa persona que tenía frente a mí, había también
cierta curiosidad en mi corazón por descubrir algunas razones que solamente sus
labios podían obsequiarme–.
–¡Estás vivo! –dijo ella sorprendida y un
tanto temerosa –.
Ninguno de los dos supimos qué hacer en ese momento y
por unos minutos reinó un silencio incómodo, y es que no podía ser de otra
manera, pues ahí estaba yo, frente a frente, con aquella que me había
“asesinado” doce años atrás, en un día al amanecer, en medio de la calle,
cuando tosí mucha sangre y se apagaron las luces de mis ojos, después de una
larga noche en vela a lado de “El Gran Huracán de Saturno”…
–“El recuerdo es
vecino del remordimiento”, Víctor Hugo –dijo de pronto aquélla y yo no supe
entonces a qué se refería con esas palabras –.
(continuará...)
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