Las Angustias de Dios: Volumen 2 (SEXTA PARTE)


Ahora Muddy Waters alzaba la voz en el lugar, aunque no pude adivinar de qué canción se trataba…
 
¿Qué canción es ésta…? –pregunté al de la barra –.
No tengo idea –respondió –.
¿Cuál es tu nombre? –estaba harto de dirigirme a aquel de manera impersonal – ¿Por qué están tocando este tipo de canciones…? –pregunté inmediatamente después, sin esperar respuesta a la primera pregunta, pues mi primordial intención era satisfacer esa curiosidad que me había aguijoneado el alma desde que entré a aquel lugar –.
Alejandro –respondió el de la barra al mismo tiempo en que señalaba una pizarra ubicada a mi diestra –.
 
“Martes de blues legendario”, pude leer en la pizarra aquella con letras minuciosamente dibujadas; aquello me causó una gran alegría, y es que yo tenía cierta predilección por aquel género de música, aunque ello era probablemente más por educación que por motu propio, según habría de explicar a continuación al de la barra…
 
–¡Qué bien! –exclamé –. ¡Un buen trago acompañado de buena música…!
¡Ja! ¿Te digo la verdad? –respondió aquél con una sonrisa –. Eres el primero que muestra interés en esta música… Nadie conoce nada de blues… ¡Ni siquiera yo! Ja ja… De hecho, parece que hoy será el último martes temático de blues…
–¿En serio? ¡Qué lástima…!
–Y tú, ¿cómo es que te gusta esta clase de música? –preguntó el tal Alejandro, a lo cual yo di rienda suelta a mis palabras –. Fíjate, Alex, que mi padre fue un músico frustrado, fanático del rock, del blues y del jazz. Él me inculcó ese gusto… Bueno, no él precisamente, sino aquellos álbumes de música que dejó atrás, en casa de mi madre, antes de su partida definitiva de nuestras vidas… Siendo franco, el conocimiento que tengo sobre estos géneros musicales fue la única herencia que aquél me dejó… Pocas veces se encontraba él en la casa, pues siempre se la vivía de gira (o por lo menos eso le decía a mi madre). Yo en realidad poco le conocí y no le recuerdo, pues yo era muy chico cuando él finalmente decidió abandonarnos: mi madre quemó todas sus fotografías y yo siento que no podría reconocerlo ni aunque pasará él por delante mío… No sé siquiera si siga vivo, aunque la verdad lo dudo mucho y, honestamente, no me interesa saberlo: él era un alcohólico manifestado, mujeriego, aventurero, un nómada insaciable de experiencias nuevas, incapaz de formar una familia y de establecerse… Era uno de esos hombres con el alma de ‘rockstar’, una persona viciosa, de esas que les gusta extremar sus vivencias y tentar a la muerte… De esas personas que quieren vivirlo todo en un solo día… Mi padre era una tragedia viviente y su dramática vida fue mi propia condena para vivir también en tragedia: tener un padre ausente… No había quién me hiciera entender con gritos el camino del bien, ni tampoco quién me enderezara el alma a golpes… Y yo juré que jamás seguiría los pasos de mi padre, pero mírame ahora: sentado y bebiendo solo en un bar… lejos de mi esposa…
–Vamos, vamos –intentó animarme Alejandro –… Todos tenemos nuestros propios problemas: no seas tan duro contigo mismo… ¿Qué más te sirvo? –preguntó aquél al ver que yo ya había matado mi trago, mas no sé si por aprovecharse de mi alcoholismo o para cambiar un poco el tema –.
Dame un Jack Daniels doble, derecho, con un ‘chaiser’ de agua mineral… 
 
Alejandro asintió y luego se puso a trabajar en otras comandas pendientes antes de servirme mi nuevo trago. Yo le pedí que fuera amable suficiente y me reservara el asiento donde yo me encontraba a fin de salir a fumarme un cigarro: él sacó de detrás de la barra un pequeño letrero que decía “reservado” y lo colocó sobre la barra, justo a la altura de mi asiento.
 
Yo no cargaba cigarros conmigo, y es que en realidad yo no era un fumador constante: solamente se me apetecía aquello cuando tomaba a solas, como lo hacía ahora…
 
Salí de aquel lugar y vi cómo ya la noche comenzaba a ganarle la batalla al día. Miré el reloj: era casi las siete y media: la gente nocturna comenzaba a aparecer…

Pregunté a unos tipos si tenían un cigarro que pudieran obsequiarme (pues ambos estaban fumando en ese momento), pero se limitaron a encogerse de hombros y a mover sus cabezas de un lado a otro: yo sabía perfectamente bien que, en efecto, esos tipos cargaban cigarros, pues yo había visto la cajetilla de Marlboro de la cual habían sacado ese par de tabacos; y es que con tanto impuesto federal con que el gobierno había gravado ciertos productos de vicio, entonces parecía como si los cigarrillos valieran diez veces su peso en plata.

Rogué por un cigarro entre otros dos o tres grupos de personas, pero no obtuve éxito… “¡Qué avaricia de la gente, por dios!”, pensé, mas luego vi un puesto de revistas ubicado en la esquina del restaurante Los Bisquets Bisquets Obregón. Supuse que ahí venderían cigarros sueltos, y en efecto así era. Yo tenía cierta predilección por los Delicados Dorados, pues a mi gusto tienen la suavidad ideal en su sabor, pero al parecer sólo habían Marlboro, Camel y otras marcas que jamás había visto; había toda una gama de sabores y colores, lo cual me pareció casi ridículo: tomé un Camel sencillo y pagué cuatro pesos al vendedor (tenía justamente seis pesos en monedas, las cuales tenían el único propósito de pagar mi pasaje para llevarme a casa… ahora sólo me quedaban dos pesos más aquellos billetes ocultos dentro del sobre amarillento que guardaba en mi chaqueta de cuero); luego tomé el encendedor que, amarrado a un trozo de rafia, colgaba del techo de lámina de aquel puesto, y entonces le convidé fuego a mi tabaco…

Iiiiiih… aaaaaaah…. –el fogoso humo del tabaco se coló hasta el más recóndito rincón de mis pulmones –; iiiiih…. aaaaah…. –una vez más –.

Sonreí desinhibido… Se sentía tan bien fumar después de no haberlo hecho desde hacía un par de meses: sabía casi igual a la primera vez que había fumado: de eso hacía mucho tiempo ya, cuando yo era adolescente y mis amigos del vecindario y yo nos juntábamos en una construcción abandonada para fumar cigarrillos Salem, pues eran esos los que fumaba mi abuelo y eran esos los que estaban entonces a mi alcance cuando visitaba a mi abuelo…

 Pensaba en esto y otras cosas mientras caminaba de vuelta al bar: ahora sonaba “Susie Q”, la versión de Dale Hawkins.

Iiiiih… aaaaah –continuaba inhalando el incandescente humo –.

De pronto, una mano tocó mi hombro; volteé y vi el rostro de aquella persona… ¡No podía creerlo! Me quedé pasmado y boquiabierto: el cigarrillo que había comprado recientemente se desprendió de mis dedos y cayó al piso…

¡Eres tú! –exclamé por fin y, aun cuando en ese momento hirvió en mí un rencor que se había acumulado en mi alma desde hacía ya muchos años atrás por esa persona que tenía frente a mí, había también cierta curiosidad en mi corazón por descubrir algunas razones que solamente sus labios podían obsequiarme–.
¡Estás vivo! –dijo ella sorprendida y un tanto temerosa –.

Ninguno de los dos supimos qué hacer en ese momento y por unos minutos reinó un silencio incómodo, y es que no podía ser de otra manera, pues ahí estaba yo, frente a frente, con aquella que me había “asesinado” doce años atrás, en un día al amanecer, en medio de la calle, cuando tosí mucha sangre y se apagaron las luces de mis ojos, después de una larga noche en vela a lado de “El Gran Huracán de Saturno”…

“El recuerdo es vecino del remordimiento”, Víctor Hugo –dijo de pronto aquélla y yo no supe entonces a qué se refería con esas palabras –.

(continuará...)

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