Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOCUARTA PARTE)


Cuando abandoné el bar Félix me di cuenta que en realidad estaba mucho más embriagado de lo que suponía. Estaba furioso por la burla de la gente del bar al verme tirado en el piso y empapado de cerveza: en realidad mi ira era resultado de haber gastado todo mi dinero en aquel bar sin haber compartido una sola moneda con Mica…

Pasé junto a la mesa de algún restaurante, colocada sobre la acera; ahí sentada estaba una pareja, besándose sin detenerse, y entre mi furia y su distracción, resolví tomar sutilmente una botella semivacía de cerveza Corona que estaba puesta sobre aquella mesa… Luego seguí mi camino…

Había mucha gente y demasiado ruido sobre la banqueta de la Av. Álvaro Obregón, así que decidí cruzar la calle y caminar sobre el ancho y tranquilo camellón de la misma avenida en dirección al metrobús mientras bebía la cerveza que había hurtado…

Tropecé un par de veces, aunque sólo en la segunda ocasión terminé tendido sobre una de las jardineras del camellón. Entonces decidí permanecer ahí un momento, viendo a las estrellas y dando sorbos de cerveza, como intentando sin éxito abandonar este mundo…

No tardó en venir a mi mente la imagen de mi esposa y los recuerdos de nuestra relación…

¿Cómo es que habíamos llegado a este punto…? ¿Cómo es que de pronto había decidido yo serle infiel en una noche cualquiera, así, sin escrúpulo aparente…?

De un modo u otro, ella habría de enterarse… No tardaría en descifrarlo en mis miradas, en mis actitudes… Mica era una mujer que difícilmente podía ser engañada o confundida… y ella lo sabía… A temprana edad ella había adquirido el gusto de leer copiosamente toda clase de textos, desde el anverso de la caja de los cereales hasta los clásicos universales; a veces se apasionaba por leer, memorizar y declamar poesía –tanto en prosa sencilla como en versificación complejísima–, y en otras ocasiones, cuando “se cansaba de pensar”, tomaba gusto por la ficción de la novela moderna; luego se alimentaba lenta y cuidadosamente de ensayos filosóficos… Mica podía estar sola sin ningún problema, siempre y cuando tuviera un libro a la mano; y es que realmente cargaba en todo momento con un libro (a veces cargaba hasta tres, con el pretexto de no haber modo de saber en qué humor estaría después y, así pues, no podía adivinar qué se le antojaría leer: era mejor llevarlos todos). Ella leía en todos lados y, aunque la ocasión solamente le permitiera dedicarle unos míseros treinta segundos de lectura, ella tomaba esa oportunidad sin pensarlo dos veces: “una oración más…”, solía decirme cada que yo intentaba sacarla de su ensimismamiento: parecía de pronto que ella habitaba en un mundo secreto y personalísimo, un lugar gobernado por mera ironía romántica…

Además, Mica era una mujer que, aunque no se esforzara –e incluso aun cuando pretendía ocultarlo–, siempre descollaba, en cualquier lugar, por su modo de hablar, su forma de atinar oraciones, sus tendencias afables y su delicado método para hacerse entender y lograr que los demás entraran en razón… su razón…
Y es que ella era claramente mucho más inteligente que el promedio de las personas y, por si fuera poco, poseía una lógica asombrosamente irrefutable –más varonil que femínea–: tenía la capacidad de almacenar una cantidad de información inmensurable, así como la habilidad para comprender –con una sencillez casi ridícula– las ciencias matemáticas: y precisamente estas dos últimas capacidades suyas eran lo que la hacían una mujer increíble, pues lograba conectar el pensamiento abstracto con lo estrictamente concreto: podía crear música con meras fórmulas y reglas numéricas, sin necesidad de tener instrumento alguno, lograba redactar tratados filosóficos con gráficas y estadísticas que comprobaran sus teorías, podía también encontrar el modo de que, al manejar por las calles, los conductores de los demás automóviles se movieran de acuerdo a sus expectativas: para ella el mundo y su gente se le aparecían como meras piezas en un tablero de ajedrez…

Y yo… Yo sólo era una persona que durante los últimos doce años había abierto los ojos y que había comprendido que es más valioso mirar de un modo intrínseco –espiritual/psicológico– que de una manera externa –material/superficial–: entre mis trágicas casualidades vividas había resultado algo bueno que –siendo francos– de otro modo no hubiera ocurrido jamás: es la tragedia en nuestras vidas lo que nos obliga a humanizarnos.

En todo aquel tiempo, había aprendido yo la importancia de buscar un amigo omnipresente en mí conciencia, en mi alma; me eduqué para conversar conmigo mismo, formar cierta confianza entre mis “yo’s”, a debatir en contra de mis propias lógicas y saberme imperfecto; luego alcanzaría el momento de sentirme cómodo con mi soledad, seguro y confiable para estar a solas y, así después, verme desde dentro, observar mis detalles, comprenderme, analizarme, desentrañarme, dudarme nuevamente y, posteriormente, deshacerme y hundirme en crisis existenciales, las cuales terminarían presentándose como un reto que, no obstante las motivaciones de terceros, debía encontrar el modo de levantarme y salvarme a mí mismo de ese efecto secundario que dejan los pensamientos más profundos del hombre: la depresión, la desmotivación, la falta de interés por el mundo futuro y, en general, la devaluación de la vida y el delirio de ver los valores como espejismos ilusorios y las virtudes como mesuras arbitrarias con el único fin de elevar falsamente el ego de las personas…

Pero luego lograba superar aquel duelo existencial, me liberaba y me presentaba como hombre nuevo, jubiloso de poseer, ahora, un alma humanamente evolucionada: me mostraba ya desnudo de conciencia, más abierto y sincero… Y es que, quien triunfa ante el yugo de la misantropía, será recompensado con el don de la paciencia y la comprensión –tolerancia–: se devela una esencia más pura, más única y mucho más personal…

Y ante esta diferencia rara entre el carácter y la personalidad de ambos –de Mica y mía–, hubo cierta conexión desde el momento de vernos y conocernos por primera vez, en donde sencillamente y sin pretensión alguna, nos fundimos en un entendimiento mágico, mutuo, recíproco, simbiótico, dependiente: desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas y se abrazaron nuestras sonrisas, nos volvimos adictos uno del otro: el amor nos encontró sin nosotros sospechar siquiera que, hasta ese momento, éramos prófugos del cariño, la pasión, la intriga y del más intenso, el más desinteresado y el más libre enamoramiento que un hombre y una mujer puedan concebir: durante los primeros meses de nuestro noviazgo el mundo se nos antojaba perfecto y la gente se nos aparecía como almas amables o, a lo más grave, como pobres seres cuyo único padecimiento era la falta de un amor verdadero… Aquellos meses nos obsequiaron el más inmenso y puro sentimiento de felicidad extrema, aquello que hace que la suma de todas las duras y pesadas desgracias que nos suceden durante nuestra existencia se convierta, entonces, en un mundo fantástico, en la más rosada nube, en el más dulce y suave algodón de azúcar… El enamoramiento es aquello que nos hace entender que todo, absolutamente todo, es posible… El primer periodo amoroso en una relación verdadera de una pareja, es lo mismo que ser tocado en el alma por el ángel más divino y celestial…

La felicidad de Mica y mía no tenía modo de medirse: ella era perfecta a mis ojos y yo el único habitante en su corazón: todo era amabilidad y besos, todo era aceptación e indivisibilidad, un acuerdo constante, ambos cedíamos a cualquier petición y hacíamos gustosos cualquier cosa, jugábamos sin recato ni pudor, nos abrazábamos sin cuidar prudencia alguna, nos mirábamos y admirábamos, compartíamos sonrisas imborrables, éramos inmunes a las mentiras, nos sincerábamos contando nuestras manías y casi podíamos olvidarnos de nuestra individualidad para confesar nuestros secretos más profundos: estábamos destinados a encontrarnos y no había la más mínima duda en eso; además, entre nosotros cabían todo tipo de promesas en cuanto al futuro que compartiríamos eternamente e infinitamente felices…

Mica y yo teníamos eso por lo cual las personas luchan incansablemente y que buscan sin cesar –algunos durante toda la vida–: éramos ricos de corazón y poderosos de espíritu…

Pero en algún momento nuestros defectos dejaron de mostrarse como cualidades para aparecerse como molestias avariciosas y quejas calladas. La razón sembró dudas en nuestros corazones y se incubaron estrategias solitarias. Lo perfecto se volvió vulnerable, y lo mágico, mundano: habíamos perdido las alas que nos elevaban más allá del hombre y de sus logros, orden, normas y sistemas: en un instante se destruyó la epifanía de creer posible aquel credo del amor: caímos de nuestro Edén y jamás volveríamos a volar sobre aquél… Había comenzado la sanguinaria y envidiosa batalla de los egos: querellarían las costumbres, las ideas, los sueños, las personalidades, los vicios, las manías y, en general, habría una lid entre ambas psiques; y es que se trataba de aquella maravillosa experiencia en donde el abrazo que estrechan dos jóvenes corazones, retarda –no impide– la tragedia en donde luego las hoscas razones, carentes de brazos para abrazarse, habrán de medirse y llevarse a duelo de discusiones –en donde volarán balas de hechos, lógicas, estrategias y mentiras – para intentar demostrar, pues, que en aquella relación bilateral habrá de destacar un solo gobernante quien habrá de tener, generalmente y de ahora en adelante, la razón más creíble, la decisión más sabia y la lógica más atinada con las cuales se conducirá aquel nuevo acuerdo de armonía mutua… Se nos deformaba la magia de los ósculos interminables para tomar una nueva forma: la de la incertidumbre… Era un proceso que no nos era ajeno: habíamos presenciado en varias ocasiones el derrumbe de un enamoramiento; sabíamos, pues, que un día nos atacaría aquello, pero decidimos resguardarnos en la ingenuidad prometiéndonos con sincera vehemencia que nuestra magia amorosa jamás se vería mermada: y, ¡ay, podría jurar que aquellas promesas estaban plenamente libres de dudas y pretensiones…!

Y entonces comenzamos a mostrar los otros “yo’s” que habíamos enterrado: exhumamos nuestro lado humano de ambición, avaricia y egoísmo, destapamos poco a poco a la bestia de nuestra locura perversa, develamos gestos nuevos y caras desconocidas, renovamos las miradas y sacamos las sonrisas engreídas: hubo rostros de desprecio, muecas por desacuerdos –ya no éramos tan compatibles–, ademanes de inconformidad, actitudes casadas con expectativas, anhelos de igualdad y justicia, reclamos afónicos con pretensión de ser adivinados por una supuesta obviedad, conductas enigmáticas, atenciones disminuidas, reacomodación de prioridades, añoranzas de libertades, nostalgia de soltería, estrategias para amoldar personalidades, planes para retener modos y conductas, exigencias con apariencias merecedoras, opiniones encontradas, lógicas de bilateralidad ilógica, pretensión de medir y comparar el amor procurado, desesperaciones, lágrimas, sollozos, sospechas, celos… en fin… Salimos de nuestro mundo para adaptarnos al mundo real…

Pero, de algún modo Mica y yo habíamos encontrado la manera de fortalecer nuestras voluntades a grado tal que, a pesar de atravesar los momentos más terribles de nuestra relación, no obstante de vivir discusiones que se antojaban imposibles de superar y problemas que aparentaban no tener solución, aun así, siempre tuvimos muy presente el hecho de priorizar nuestro futuro juntos: nunca nos alejamos de la idea de saber que el amor, si bien es una bella coincidencia donde se encuentran, de pronto, frente a frente, dos mundos compatibles, también es cierto que se trata de algo que se construye con el esfuerzo constante de cuatro manos…

El recuerdo de todo este pasado entre Mica y yo terminó por martillarme con una culpabilidad profunda: ¡entre mi alcoholismo, mi soledad egoísta y mi fogoso deseo animal, había destruido la única amalgama que aún mantenía juntas a nuestras almas: la fidelidad!

Para la mayor parte de los hombres de metrópoli, la infidelidad no es más que un hábito que sucede constantemente y que carece de severas repercusiones; pero en realidad un engaño produce consecuencias irreparables, pues, si se confiesa, agrieta los cimientos de la relación, y si se calla, se vive en una mentira perpetua…

Se me escaparon un par de lágrimas; luego me repuse, me limpié el rostro con las mangas de mi chaqueta de cuero y me puse nuevamente en pie: salí de aquella jardinera de melancolías y continué andando sobre el camellón de la avenida de la colonia Roma…


(continuará...)

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