Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DUODÉCIMA PARTE)

Tomé la copia que sobraba de mi libro (la de pasta blanda) y la admiré por unos
segundos mientras bebía mi bourbon… John Mayall sonaba en el fondo… Leí
nuevamente el título de aquello que tenía entre mis manos: “La Muralla Sin Nombre”…
Abrí el libro y leí la dedicatoria en la primera hoja… 

“Dedicado al público en general y en especial a los jóvenes y a los verdaderos
artistas, quienes deben jamás dudar de sus talentos (no hay arte malo ni arte
bueno, sino perspectivas encontradas), pues el arte, a diferencia de toda otra
ciencia, no es meramente una moda de época ni un lenguaje que pretende –como
la matemática– descifrar los enigmas universales; el arte, contrariamente, es la
naturaleza al hombre y no el hombre a la naturaleza; el arte es la precisa y pura
esencia inalienable que posee el ser humano, pues precisamente con la
creatividad artística es que nos envolvemos los hombres entre aires de
majestuosidad y perennidad, lo que eleva a nuestra raza sobre cualquiera otra
especie.”

“La Muralla Sin Nombre” había sido producto de la insistencia de mi esposa, Mica. Ella
siempre quiso que yo escribiera un libro y yo decidí complacerla escribiéndolo, aunque,
de alguna manera, sentía que aquello no había sido enteramente de su agrado…
Cuando acepté escribir el libro, ella jamás imaginó que se trataría de una sencilla
novela sobre el antiguo Egipto: creo que aquello no le agradó mucho… Quizás ella
esperaba una novela tipo Haruki Murakami o algo más poético o yo qué sé… Ella era
demasiado intelectual… Pero no, yo decidí escribir sobre Egipto porque, en ese
momento, era un tema que me resultaba intrigante: había conocido recientemente a un
arqueólogo árabe quien me había contagiado su encanto por el antiguo pueblo egipcio;
le conocí por única vez en un evento/cena de Año Nuevo. Aquél contaba con tanta
pasión las historias del antiguo Egipto que quedé fascinado con ello, y entonces decidí escribir una novela histórica sobre la época del gran Akenatón, el loco faraón hereje…
Me tomó cerca de seis años escribir la novela e investigar sobre el tema: tuve que leer
muchos libros, ver documentales, asistir a conferencias, hablar con egiptólogos e
investigar la temática en Internet… Y ahora tenía el resultado de ese gran esfuerzo
entre mis manos, y a nadie parecía importarle aquello… Sólo eran un montón de hojas,
pegadas por un lado y con una portada a color…

¿Por qué tanto alboroto por el libro? –preguntó Alex una vez que me vio más calmado
. Y, ¿por qué tenías dos copias…?
Este libro lo escribí yo, y justo hoy fue la presentación del mismo aquí en El
Péndulo…

Le conté la miserable historia y de cómo ahora me encontraba yo bebiéndome mis
regalías en vez de llevar a mi esposa a cenar a un lugar decente… 
Sí, ahí estaba yo, bebiéndome mi dinero de consuelo y besando a mujeres asesinas en
vez de estar en los brazos de mi esposa, quien, por cierto, como ya había dicho, se
encontraba enferma del estómago… ¡Qué monstruosidad la mía!

¿Por qué no te vas ya con tu esposa? –me dijo Alex, el de la barra –.
Eres un buen muchacho, Alex… Nunca dejes de serlo… No te conviertas en otro
monstruo citadino…

Aquellas últimas palabras fueron probablemente producto de mi alcoholismo, aunque
aquél pareció apreciar aquello…

Riiiiiiin, riiiiiin…

Sonó de pronto mi celular con ese tono retro de teléfono análogo con el cual ya venía
programado el aparato desde fábrica…

Riiiiiiin, riiiiiin…

Era Mica…

¡¿Qué le iba a decir?! ¿Sería prudente contestarle…? Yo ya estaba alcoholizado…
Sabía bien que no contestarle traería como consecuencia el hecho de que ella me estuviera marcando cada cinco minutos… Así era ella: se angustiaba en exceso por todo…

Riiiiiiin, riiiiiin…

Acababa de besar a otra mujer… Y no sería cosa fácil aparentar normalidad a través
del teléfono… Tal vez para el hombre de ciudad aquello signifique muy poco, pero
cuando el amor se construye alrededor de un lazo sagrado, el beso de un tercero es
igualmente trágico que el fin del mundo…

Riiiiiiin, riiiiiin…

Era hora de enfrentar a mi mujer…

¿Bueno…? –contesté el celular –.
¿Amor…? –respondió Mica, y sabía yo perfectamente que ese tono, como de 
pregunta, con el cual me respondía ella, era lo mismo que decirme “¡¿dónde estás,
infeliz?!” –.
Hola, mi vida…
¿Qué pasó? ¿Dónde estás? ¿Cómo te fue? ¿Todo bien…?
Sí, sí…
¿En dónde estás…? ¿Por qué se escucha tanto ruido…?
Amor –respondí resignado ante mi destino –, vine a tomarme unas copas a un bar…
Mas te vale que llegues a dormir…

Y tras estas palabras Mica colgó el teléfono, con ese modo experto y sutil –y que 
tenía ya muy bien ensayado– con el cual lograba sembrar en mí esa duda ontológica 
que me acosaba y perturbaba: yo estaba borracho y, por lo tanto, no debía fiarme de mí
mismo: la mayoría de mis decisiones, de ahora en adelante (durante mi embriaguez), 
serían tomadas por las copas bebidas y no por mí… Así, pues, inmediatamente volvió a
mí un vestigio de responsabilidad: ya como hombre de casa, ya como velador de mi 
imagen como un hombre maduro ante un mundo prejuicioso; ora como deber de esposo 
jurado, ora como mera lógica de supervivencia ante mis propios instintos autodestructivos… 

Debía volver con mi esposa… tenía que regresar a donde realmente pertenecía: a sus 
brazos…

¡Alex –grité decididamente–, la cuenta por favor…!

(continuará...)

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