Las Angustias de Dios: Volumen 2 (DECIMOSÉPTIMA PARTE)


Cuando abrí la puerta principal escuché sollozos: era Mica llorando. Estaba sentada en una de las sillas del comedor, de frente a mí. Tenía su laptop enfrente y un vaso a medio llenar con agua a su lado. Me quedé ahí parado, en el marco de la puerta, durante varios minutos: ella no se movía ni decía nada, solamente lloraba sin detenerse… Estaba claro que algo muy malo había ocurrido… ¿Habría muerto alguien…? En mi enferma cabeza de pronto se me antojó que aquello fuera verdad, pues, de ser así, la muerte tomaría prioridad sobre mis terribles actos de aquella anoche: no tendría que dar explicaciones en ese momento: la muerte era asunto prioritario en la escala de los valores humanos… Dicha idea me otorgó la valentía suficiente para hablar…

¿Qué pasa, amor…? –pregunté con la más cínica ternura –.

Preguntar aquello fue un grave error… Mica levantó la mirada, su cara llena de lágrimas, enrojeció con ira. Tomó el vaso que tenía a un lado y lo proyectó contra mi rostro: lo esquivé apenas y el vaso se estrelló contra la pared a mi lado: una astilla de vidrio alcanzó a enterrarse en mi mejilla…

¡¿Cómo que qué me pasa, cabrón?! –dijo aquella furiosa –. ¡Te desapareces toda la noche, llegas borracho, desaliñado, con la camisa llena de maquillaje y con vómito sobre tus zapatos, ¿y todavía me preguntas que qué me pasa?! ¡Cabrón, hijo de la chingada, no tienes vergüenza, imbécil!

No era la primera vez que yo desaparecía para regresar borracho, y ciertamente no era la primera discusión que teníamos acerca de ello, pero jamás en mi vida le había visto tan enojada: era un lado monstruoso de ella que yo, después de tantos años, desconocía…

Perdóname –fue lo único que pude decir, pues no me atreví a intentar excusa alguna –.
¡Que te perdone Dios, estúpido! ¡Yo nunca te voy a perdonar…!
–Por favor, cálmate, Mica…
–¡No me calmo y ni te atrevas a pedírmelo!
–Pero, ¡¿qué te pasa?! ¡¿Por qué te pones así?! Creo que estás exagerando un poco…

No debí decir esas últimas palabras, pues no tardaron en volar tenedores, cucharas, platos y hasta cuchillos afilados en mi contra, seguido todo por un bufete de injurias y gritos: por un momento me avergoncé de que los vecinos estuvieran escuchando aquello a la mitad de la noche de un martes… o, mejor dicho, en la madrugada de un miércoles… Cerré inmediatamente la puerta…

Le reventé una botella de cerveza a mi editor –comenté una vez que dejaron de volar proyectiles en el departamento, como intentando nuevamente desviar la atención de Mica hacia algo más peligroso que nuestra discusión –.
¡Me vale madres! ¡Que te vaya bien en la cárcel otra vez…!

Aquellas últimas palabras realmente lastimaron mi ego…

¡Ah! ¡Realmente quieres que me pudra en prisión!
–¡Púdrete en donde quieras! ¡A mí no me vas a venir con tus engaños estúpidos para que me compadezca de ti! ¡Tú ya no te mereces nada de mí!
–Bueno, pero, ¿qué es lo que tienes? Digo, yo sé que lo que hice está mal, muy mal, pero, seamos honestos, no es la primera vez que esto sucede y francamente nunca te habías puesto así…
–¡Ah!, o sea que no es la primera vez que sucede, ¿eh…?
–¿De qué estás hablando…? Siempre hemos discutido por lo mismo… Hay algo más que no me dices, Mica…

Nuevamente fui víctima de mi morbo, pues pregunté sabiendo que no quería escuchar la respuesta a mi cuestionamiento…

Mica volteó la pantalla de la computadora que tenía frente a ella para mostrarme una fotografía digital: el momento preciso del apasionado beso entre aquella “reina de espadas” y yo en el bar Félix… No había forma de negarlo: el sujeto traía las mismas ropas que yo, el mismo peinado, el mismo color de piel, el mismo anillo sobre el dedo anular… El tipo era yo…

Me quedé petrificado, no supe qué hacer o qué decir: estaba boquiabierto, con la mirada fija en aquella fotografía, como intentando formular alguna estúpida idea que me liberara de mi culpa, pero nada había qué hacer: Mica tenía evidencia irrefutable de que yo había destruido ese amor que habíamos construido a través de tantos años…

Las mujeres somos calladas, pero no pendejas, Louis –era la primera vez en mucho tiempo que Mica me llamaba por mi nombre, el cual había yo obtenido por mi padre como un homenaje a Louis Armstrong, el jazzista –. Quiero el divorcio… –dijo ella de pronto, y en ese preciso momento supe que mi vida estaba arruinada, que yo estaba acabado, que mi futuro era un camino oscuro y en declive –.

Sin más, me di media vuelta y me encerré en nuestra habitación; ella siguió llorando y sollozando…
 
(continuará...) 

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