Ahí estaba yo,
solo, tratando de detener al mundo una vez más, aunque siempre sin éxito: el
mundo no se detiene ante nadie ni ante nada…
En una mano
guardaba mi orgullo, en la otra sostenía mi vergüenza: era claro que ya todo
estaba perdido, aun sabiendo que todavía estaba a tiempo de salvarme a mí
mismo; y es que hay decisiones que son ilusorias: sólo existe la ilusión de
decidir, pues en realidad no hay elección cuando existe solamente una opción
real a sortear: la otra opción es una mentira, una falacia, mero humo que nos
brinda la fantasía de tener la suficiente voluntad para poder hacer una deliberación…
Un dilema en donde no existe una duda, no es otra cosa que una afirmación: no
es una problemática real sino una resolución preestablecida…
***
Había ido a la
librería El Péndulo en la colonia Roma para recoger un libro: mi primer libro
publicado… En realidad aquello había sido lo único que había escrito en mi
vida, y siendo aún más franco, el texto había visto la luz por un favor que
solicité a una amiga cercana, quien había entonces pedido insistentemente a su
casa editorial para que se publicara un tiraje de tan solo quinientas copias de
mi libro: ella era una escritora renombrada quien me estimaba mucho y a quien
yo apreciaba de vuelta.
Mi editor me
había citado ahí para que yo diera un pequeño discurso, a manera de
presentación del libro, en el Foro del Tejedor de la “cafebrería” (como se hace
llamar dicha librería)…
El día llegó, y los
comensales ni siquiera contaban un tercio de la capacidad del foro,
lo cual, francamente me hizo sentir una profunda decepción… Ni siquiera mi
amiga había estado presente, pues se encontraba haciendo gira promocional para
su más reciente novela…
El editor me obsequió dos copias de mi libro: uno en pasta blanda y el otro en acabado duro…
–Ésta es la única copia de pasta dura que existe… –me dijo entonces el editor, y no supe exactamente qué
había querido decir con ello, pues aunque parecía ser un cumplido, sus palabras
tenían algo de hostilidad oculta–.
–Y, ¿en dónde es que podría, la gente, encontrar
mi libro dentro de la tienda? –, pregunté –.
–Aaamm… –dudó aquél, lo cual me hizo
desconfiar aún más de su fidelidad como editor, y es que, francamente, desde
que lo conocí no me “cayó bien” –. Pues… Me
parece que en aquel anaquel –y señaló con el dedo el rincón más obscuro y
alejado del lugar –.
–¡¿Allá?! –comenté sorprendido, a lo cual
él se limitó a asentir con la cabeza de un modo prepotente–.
“¡Vaya imbécil¡”, pensé…
Me dirigí a
aquel rincón obscuro del primer piso de la tienda –la cual era de tres niveles–
y busqué mi libro, el cual encontré unos veinte minutos más tarde, después de
escudriñar denodadamente aquel anaquel y luego que un par de inoportunos empleados
se acercaran para ofrecer su ayuda: estaba –la novela– en un lugar casi
inalcanzable, al cual sólo se podía llegar a través de una escalera (o trepando
los anaqueles, como lo había hecho yo), detrás de otros tres títulos
desconocidos de autores que no había escuchado nombrar jamás… Y entonces supe
que mi libro estaba condenado a guardar polvo antes que ser leído…
–Aquí tienes –dijo el editor acercándose
hasta mí con un pequeño sobre en las manos –.
–¿Qué es esto? –pregunté, más que
intrigado, molesto por verle de nuevo el rostro a aquél estúpido–.
–Un pequeño adelanto de tus… regalías –respondió despectivamente, dándome dicho sobre más
en gesto de obligación que por otra cosa, y con intenciones lastimeras; como si
fuera aquello un premio de consolación –. No
a todos los escritores se les avanzan regalías… –y tal vez con ello
insinuaba que mi libro era terrible pero que había sido publicado sólo por
petición de mi renombrada amiga; y entonces con ello el tipo remató su
imbecilidad y en ese instante me hube de contener de patearle el trasero y de estrellar
su rostro contra el anaquel que estaba a su lado –.
–Gracias… –y honestamente esta última
palabra me costó mucho decirla –. Y aquí
es donde ya no nos volvemos a ver nunca, ¿cierto? –lancé estas palabras en
señal de venganza, como queriendo desquitarme por el enojo que traía yo encima
–.
–Así es… –respondió aquél entre risas
burlonas –. Sinceramente no creo que nos
volvamos a ver –luego dio media vuelta y comenzó a platicar con algún
conocido –.
Allí estaba yo,
triste, decepcionado, molesto, medio humillado y solo… ¡Se supone que yo debía
ser la estrella del momento! ¡¿Dónde estaban los aplausos?! ¡¿Dónde la
admiración ajena!? ¡Acababa de presentar mi libro y ni una mosca se había
acercado pidiendo que le firmara o le dedicara algunas palabras en una página!
¡Ay, había imaginado tan distinto aquel momento…!
Se supone que
ese día habría de perder mi virginidad como escritor, y aquello debía ser algo
fastuoso y sublime… Pero no… Me sentía ahora como una niña violada; me sentía
usado, engañado… Si bien era cierto que ahora era yo un escritor hecho y
derecho por tener ya un libro publicado a través de una reconocida casa
editorial, también parecía ser cierto el hecho de que todo ello no era más que
una teatralidad, un favor forzado, un premio de consolación: era un escritor
que no merecía ser escritor… Y tal vez aquello era cierto, pues, insisto, aquel
libro era lo único que había escrito en mi vida, y en realidad debía sentirme
afortunado de que aquello fuera editado en un tiraje de quinientas copias: hay
quienes viven escribiendo obras de tamaños bíblicos y que jamás llegan a ser
publicados.
–¡Aaaaah! –suspiré, intentado
reconfortarme con mero aire; luego hube de mirar aquel sobre, mirándolo desde distintos
ángulos e intentando descifrar su contenido –.
(continuará...)
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