Las Angustias de Dios: Volumen 2 (PRIMERA PARTE)

Tomé la decisión equivocada…

Ahí estaba yo, solo, tratando de detener al mundo una vez más, aunque siempre sin éxito: el mundo no se detiene ante nadie ni ante nada…

En una mano guardaba mi orgullo, en la otra sostenía mi vergüenza: era claro que ya todo estaba perdido, aun sabiendo que todavía estaba a tiempo de salvarme a mí mismo; y es que hay decisiones que son ilusorias: sólo existe la ilusión de decidir, pues en realidad no hay elección cuando existe solamente una opción real a sortear: la otra opción es una mentira, una falacia, mero humo que nos brinda la fantasía de tener la suficiente voluntad para poder hacer una deliberación… Un dilema en donde no existe una duda, no es otra cosa que una afirmación: no es una problemática real sino una resolución preestablecida…


***

Había ido a la librería El Péndulo en la colonia Roma para recoger un libro: mi primer libro publicado… En realidad aquello había sido lo único que había escrito en mi vida, y siendo aún más franco, el texto había visto la luz por un favor que solicité a una amiga cercana, quien había entonces pedido insistentemente a su casa editorial para que se publicara un tiraje de tan solo quinientas copias de mi libro: ella era una escritora renombrada quien me estimaba mucho y a quien yo apreciaba de vuelta.

Mi editor me había citado ahí para que yo diera un pequeño discurso, a manera de presentación del libro, en el Foro del Tejedor de la “cafebrería” (como se hace llamar dicha librería)…

El día llegó, y los comensales ni siquiera contaban un tercio de la capacidad del foro, lo cual, francamente me hizo sentir una profunda decepción… Ni siquiera mi amiga había estado presente, pues se encontraba haciendo gira promocional para su más reciente novela…

El editor me obsequió dos copias de mi libro: uno en pasta blanda y el otro en acabado duro…

–Ésta es la única copia de pasta dura que existe… –me dijo entonces el editor, y no supe exactamente qué había querido decir con ello, pues aunque parecía ser un cumplido, sus palabras tenían algo de hostilidad oculta–.
Y, ¿en dónde es que podría, la gente, encontrar mi libro dentro de la tienda? –, pregunté –.
Aaamm… –dudó aquél, lo cual me hizo desconfiar aún más de su fidelidad como editor, y es que, francamente, desde que lo conocí no me “cayó bien” –. Pues… Me parece que en aquel anaquel –y señaló con el dedo el rincón más obscuro y alejado del lugar –.
¡¿Allá?! –comenté sorprendido, a lo cual él se limitó a asentir con la cabeza de un modo prepotente–.
“¡Vaya imbécil¡”, pensé…
Me dirigí a aquel rincón obscuro del primer piso de la tienda –la cual era de tres niveles– y busqué mi libro, el cual encontré unos veinte minutos más tarde, después de escudriñar denodadamente aquel anaquel y luego que un par de inoportunos empleados se acercaran para ofrecer su ayuda: estaba –la novela– en un lugar casi inalcanzable, al cual sólo se podía llegar a través de una escalera (o trepando los anaqueles, como lo había hecho yo), detrás de otros tres títulos desconocidos de autores que no había escuchado nombrar jamás… Y entonces supe que mi libro estaba condenado a guardar polvo antes que ser leído…
Aquí tienes –dijo el editor acercándose hasta mí con un pequeño sobre en las manos –.
¿Qué es esto? –pregunté, más que intrigado, molesto por verle de nuevo el rostro a aquél estúpido–.
–Un pequeño adelanto de tus… regalías –respondió despectivamente, dándome dicho sobre más en gesto de obligación que por otra cosa, y con intenciones lastimeras; como si fuera aquello un premio de consolación –. No a todos los escritores se les avanzan regalías… –y tal vez con ello insinuaba que mi libro era terrible pero que había sido publicado sólo por petición de mi renombrada amiga; y entonces con ello el tipo remató su imbecilidad y en ese instante me hube de contener de patearle el trasero y de estrellar su rostro contra el anaquel que estaba a su lado –.
Gracias… –y honestamente esta última palabra me costó mucho decirla –. Y aquí es donde ya no nos volvemos a ver nunca, ¿cierto? –lancé estas palabras en señal de venganza, como queriendo desquitarme por el enojo que traía yo encima –.
Así es… –respondió aquél entre risas burlonas –. Sinceramente no creo que nos volvamos a ver –luego dio media vuelta y comenzó a platicar con algún conocido –.

Allí estaba yo, triste, decepcionado, molesto, medio humillado y solo… ¡Se supone que yo debía ser la estrella del momento! ¡¿Dónde estaban los aplausos?! ¡¿Dónde la admiración ajena!? ¡Acababa de presentar mi libro y ni una mosca se había acercado pidiendo que le firmara o le dedicara algunas palabras en una página! ¡Ay, había imaginado tan distinto aquel momento…!

Se supone que ese día habría de perder mi virginidad como escritor, y aquello debía ser algo fastuoso y sublime… Pero no… Me sentía ahora como una niña violada; me sentía usado, engañado… Si bien era cierto que ahora era yo un escritor hecho y derecho por tener ya un libro publicado a través de una reconocida casa editorial, también parecía ser cierto el hecho de que todo ello no era más que una teatralidad, un favor forzado, un premio de consolación: era un escritor que no merecía ser escritor… Y tal vez aquello era cierto, pues, insisto, aquel libro era lo único que había escrito en mi vida, y en realidad debía sentirme afortunado de que aquello fuera editado en un tiraje de quinientas copias: hay quienes viven escribiendo obras de tamaños bíblicos y que jamás llegan a ser publicados.

¡Aaaaah! –suspiré, intentado reconfortarme con mero aire; luego hube de mirar aquel sobre, mirándolo desde distintos ángulos e intentando descifrar su contenido –.

(continuará...)

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