Mientras
caminaba hacia el bar, un tanto ansioso y a paso veloz –aunque con cierto disimulo
–, no podía hacer más que pensar en mi esposa, esperándome con los brazos
abiertos a que yo llegara para felicitarme y preguntarme cómo me había ido: era
mi única admiradora, la persona que creía en mí, quien me apoyaba y me motivaba
para realizar mis sueños; de hecho, había sido ella la que me había insistido para
que llamara a mi vieja amiga escritora con la intención de que me ayudara a
publicar mi libro; y, a decir verdad, yo había escrito aquel texto por la
insistencia de ella –mi mujer–.
Aunque yo ahora
me aparecía más como un oportunista que se aprovechaba de la situación, era
también cierto que me dolía el hecho que mi mujer no hubiera podido acompañarme
en el evento de mi libro, pues sucedió que yo le rogué que se quedara en cama
(estoy seguro que de otro modo ella hubiera estado presente), y es que por
infortunio ella padecía de una severa infección estomacal desde hacía ya unos
días, y su condición no parecía mejorar mucho.
Pero… ¡¿por qué
prefería ir a un bar antes que a los brazos de mi esposa?! ¿Por qué, si sabía
que aquello estaba “mal”? ¡Qué injusto y oportunista me veía! ¡Qué
monstruosidad! ¡Qué inhumano!
Y, no obstante
de mis insultos retroalimentados, ahí estaba yo, sin dar vestigio alguno de
cambiar de opinión en cuanto a mi rumbo…
Dicen que todos
tenemos cierta naturaleza que no podemos cambiar… Y yo quería cambiar la mía, o
ya siquiera controlarla... o por lo menos eso quería pensar. Sabía que tenía yo
la voluntad suficiente para auto-disciplinarme, pero es que tal vez, muy dentro
de mí, no quería cambiar: era yo el más falso de los mártires al pregonar mis
vicios dentro de mi mente, como si esperara a cambio alguna consolación de mí
para mí…
Mi mujer y yo
habíamos tenido muchos problemas ya a causa de mis vicios, y aunque no era una
situación que se presentara de modo cotidiano, eran, finalmente, problemas, los
cuales sucedían sólo en ocasiones esporádicas: eran veces en que yo desaparecía
durante toda una noche, y a veces por uno o dos días, para llegar después a la
casa con aliento alcohólico, ojeroso, exhausto, semi-destruído, en vela, sin
dinero e inevitablemente con cara de contrición: en todas y cada una de
aquellas veces había yo prometido a mi mujer que aquello jamás volvería a
ocurrir… ¡Ay, era yo víctima frecuente de mi honor depreciado! Y es que parece
que las promesas son, generalmente, decepciones sin culpa aparente cuando se
juran en momentos de emociones extremas –ya de profunda tristeza, ya de gran
júbilo– que opacan la lógica de los hombres: basta que aquel que promete
recupere la posición en su ‘círculo de
confort’ para vacilar en la ejecución de sus promesas.
–¡Ay! –seguía lamentándome: me
posicionaba a mí mismo en el centro del “coliseo” de mi mente–.
Al parecer
estaba dispuesto a beber, con todo y esas angustias aguijoneándome la
conciencia, aun sabiendo bien que las preocupaciones son sentimientos rellenos
de aires de necedad y que, entonces, entre más tratemos de ahogarlas con licor,
más alto flotarán hacía la superficie, hasta que decidan escapar por aquel gran
orificio multiusos de los hombres: ante la embriaguez, las penas terminan huyendo
–sin obstáculos– por ese agujero que se ubica justo por arriba del esófago y la
faringe: la boca: resulta que la lengua es el órgano que, por excelencia y
mérito honorífico, es placentero y a la vez traicionero…
¡Ja! ¡Qué
absurdo de mí que, sabiendo que las angustias no se pueden purificar, aun así
me retaba a mí mismo a esterilizarlas con el alcohol destilado de unos buenos
licores…!
Aún no bebía mi
primera copa y ya temía que en algún momento apareciera mi bestia oculta, el
indiferente, el ‘valemadrista’, el
ridículo, el imprudente: mi monstruo, mi ‘Mr.
Hyde’… Y es que, una vez que aquello sucediera, mis responsabilidades
caerían hasta las faldas de mi “pirámide de prioridades”, y entonces, todo era
posible, pues mi “yo” consciente perdería autoridad y control sobre mi cuerpo:
adiós lógica con sentido…
Parece que
cuando uno bebe, las decisiones que se hacen parecen mucho más viables de lo
que son en la realidad: es bien sabido que una vez embriagados nos atrevemos a
lo que no cuando sobrios, nos desinhibimos, perdemos el pudor y desaparece el
temor a ser ridiculizado: nada parece ser incorrecto y la vida se nos muestra,
no tanto como un camino a recorrer, sino más como una oportunidad para
destruirnos en un éxtasis aparentemente genial: “¿qué más haremos?”, se pregunta el borracho, “¿qué hemos hecho?”, se lamenta después…
Sabía
perfectamente en lo que acabaría mi decisión: una discusión, dinero gastado a
lo imbécil, una decepción hacia mí mismo y, si corría con suerte, sin delito
grave y sin mayor falta a mi moral; y es que, insisto, cualquier cosa era
posible: no sería la primera vez que terminara confinado en los “separos” de la
delegación, en el “torito”… En ese lugar, aunque sea por cuestión de unas horas
solamente, se viven experiencias que nadie quisiera vivir de nuevo; y no
obstante yo no aprendía bien esa lección: las barras de las celdas destinadas a
enclaustrar a los criminales parecían ser un imán para mi persona, no obstante
de no considerarme a mí mismo como uno de aquellos criminal; según yo, no era
merecedor de aquello encierros: no era yo una persona de bien, pero tampoco era
un delincuente: más bien, yo poseía cierta necedad ante las faltas legales:
parecía yo algo así como un alumno disléxico y con déficit de atención ante
dicha enseñanza jurídica: seguía tentando a mi destino…
“Toc, toc, toc”, podía escuchar mis pasos sobre la acera. Mis
ansiosos dedos jugaban discretamente sobre la pasta de los libros de mi autoría
que me cargaba en la mano izquierda.
Levanté la
mirada y vi los grandes y verdes letreros del restaurante “Los Bisquets
Bisquets Obregón”, y sabía entonces que ya me encontraba cerca, pues el bar se
ubica justo a un lado de aquel restaurante, y tuve entonces sentimientos
encontrados: emoción y miedo, deseo y represión, tristeza y ansiedad, congoja y
esperanza…
“¿Qué pediré de tomar?”, se cuestionaba mi mente impaciente conforme la
distancia entre mi infierno y yo se hacía más corta. Pero luego mi inspiración
se mutilaba y se desvanecía al preguntarme qué excusa le daría a mi esposa y si
debía llamarle ahora o más tarde o esperar a que ella me llamara… Parecía que aquel
dilema era algo que habría de consultar con alguno de mis “Mosketeros de la ‘jota’ “ (como yo les apodaba cariñosamente): Jack Daniels, Johnnie Walker, Jameson…
o quizás con aquel otro, el “Dartañán de
la ‘jota’ ”, J&B, que poco
me llevaba con él, pero que era el más amigable con mi cartera…
“Toc, toc, toc”, seguía avanzando, cuidando los intervalos de esos
pasos míos que insistentemente me rogaban para que les diera la orden de
correr… Caminaba y divagaba a la vez, jugaba con mis ideas, pues a veces pensar
en este tipo de cosas ayuda a disimular las emociones.
Ya estaba a tan
sólo unos metros de mi perdición, de mi destino, de mi aquelarre en potencia…
Llegué y me
detuve un momento frente a la entrada del lugar, como para respirar el último
aire de sobriedad, pues sabía que la próxima vez que cruzara aquel umbral sería
entre risas, caprichos y necedades…
Si fuera yo
católico, juro que en ese momento me hubiera persignado veinte veces; pero
sustituí aquello con un corto suspiro; luego me formé un último pensamiento de
mi amada y la apreté con un beso imaginario; luego, me adentré al averno…
(continuará...)
amar y no poder ser tu mismo......
ResponderEliminar¿eso es amor?
o peor aún, amar en base a condiciones de exigir como uno quiere que sea
¿es amor?
El amor a mi parecer no condiciona, sólo acepta....
Totalmente de acuerdo...
EliminarDicen que la gente no cambia... En realidad la gente sólo cambia cuando quiere cambiar por motu propio, no cuando alguien más quiere que otro cambie... Eso es mera necedad...