En el momento en
que la mujer escribía sobre mí, un hombre pasó a un lado de nosotros; y cuando
digo que “pasó a un lado de nosotros” quiero decir que casi nos pasó por
encima: nos empujó en grado tal que la pluma que sostenía aquélla terminó
haciéndome un rayón de tinta que me pintó desde el antebrazo hasta el bíceps.
Volteé
rápidamente para ver el rostro de aquel hombre, pero éste jamás volteó; sólo
pude ver su nuca llena de canas y su espalda, todo como por un segundo antes de
perderlo de vista entre la gente. Y no obstante de no haber podido mirar su
rostro, me pareció familiar: esa espalda y ese modo de caminar me recordaron a
aquel hombre que hacía doce años atrás me había salvado de morir de hipotermia…
Pero, ¿en
realidad podría haber sido él…?
Me levanté de
prisa (y en el acto derramé mi cuba sobre la barra) y salí corriendo del bar
sin decir palabra alguna a la mujer que me había rayado el brazo. Salí como
desquiciado empujando a la gente que estorbaba la salida del Félix y luego hube
de lidiar con los fumadores que se aglutinaban en la acera afuera del lugar,
después busqué aquí y allá en busca de aquel hombre, pero todo fue en vano: “El
Gran Huracán de Saturno” había desaparecido…
¿Podía haber
sido él…? En mi mente aquello parecía imposible, pues yo había vivido los
últimos años pensando que aquél se había suicidado… Aunque, por otro lado,
nunca tuve pruebas de nada y él nunca dijo explícitamente que quitarse la vida
eran sus verdaderas intenciones: lo único que tenía eran mis conjeturas…
¿Podría estar
vivo aún…? Y, si fuera así, ¡¿cuáles eran las posibilidades de toparme con él
en aquel lugar y en ese preciso momento…?!
Tal vez el
reencuentro con aquella mujer había avivado mis recuerdos y ciertas emociones:
era casi ridículo pensar que habría de encontrarme, en la misma noche y en el
mismo bar, con dos personas con las cuales había vivido una experiencia única
en una de las más insólitas noches de mi vida hacía doce años… Las posibilidades
eran realmente nulas: mi mente me engañaba: mis razones eran absurdas…
De cualquier
modo, ¿cómo podía yo estar seguro de que aquella persona era “El Gran Huracán
de Saturno” si sólo había podido verle la espalda…? ¡Podría ser cualquiera…!
Y sin embargo mi
mente se aferraba… Había algo en el caminar de esa persona que hacía que mis
sospechas crecieran a cada minuto…
De pronto me
acordé que había dejado plantada en la barra a aquella mujer que quería hacer
mis fantasías realidad… ¡Y todo por una ridícula sospecha mía…! ¡Qué idiota de
mí…!
Salí de mis
cavilaciones y volví a la realidad; me viré para volver al bar y, justo en ese
momento, un mesero se me puso enfrente, y detrás de él un guardia de seguridad…
–Señor –dijo el mesero –, su cuenta, por favor…
Miré extrañado
al mesero y luego al guardia…
–¿Qué…? –dije –¿Acaso pensaban que me iba a ir sin pagar la cuenta…?
Aquel par no
dijo nada, y el mesero se limitó a encoger los hombros…
–¿Quién creen que soy… un pordiosero?
–aquel par seguía sin decir nada –. ¡Bah!
¡Dame eso! –le arranqué la cuenta de las manos y la rompí ahí mismo y tiré
los pedazos al suelo: mis actos ya tenían otro dueño: el “yo vinoso” –. ¡Todavía no termino de tomar, idiotas! –luego
volví a mi lugar en la barra –.
Para cuando
regresé a la barra vi que la mujer se había ido…
–Y, ¿la mujer…? –pregunté a Alex, el bar-tender, a lo cual contestó
encogiendo los hombros –.
Se había ido… Y
con ella mi oportunidad de hacer realidad mis fantasías…
–¡Alex, un Jim Beam etiqueta negra con agua
mineral…!
Me senté de
frente a la barra e inmediatamente noté que de las dos copias de mi libro, “La
Muralla Sin Nombre”, ahora sólo había
una…
–Pero, ¡qué demonios! –dije molesto –. ¡Alex, ¿dónde está la otra copia del
libro…?!
–¿Cuál libro? –contestó –.
–¡Mi libro: “La Muralla Sin Nombre”!
–No sé de qué me hablas…
–¡Ah, carajo…!
–Creo que se lo llevó tu chica…
–¡¿Mi chica?! ¡Si yo soy casado…! ¡Me lleva la
chingada…!
–Yo sólo soy el bar-tender…
–¡Carajo…!
Sentí que me
habían robado, que me habían extorsionado: había sido víctima de un fraude… Y
para colmo de mis males, ella se había llevado la copia de pasta dura: la única
en existencia…
El de la barra
me acercó mi trago y yo me lo bebí todo en cuestión de segundos…
–Otro igual, Alejandro…
Ahora sonaba “Layla” de Eric Clapton, la versión ‘atresillada’ del álbum Unplugged, y aquello sólo me hizo
recordar que la mujer con mi boleto al “mundo de las fantasías” había salido
volando por la entrada del bar Félix…
–¡Al demonio! –dije en voz alta, bastante
pasado de copas ya –. ¡A beber y que
chingue a su madre el mundo y sus mujeres!
(continuará...)
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