Entre besos y
licores, una especie de sopor comenzó a adueñarse de mí: resolví entonces que
debía tomar algo más azucarado para reavivar mi ánimo…
–Alex –dije al de la barra con más
confianza que antes–, dame un Havana 7
años, por favor…
–¿Con pura coca? –preguntó aquél
refiriéndose al refresco con el cual habría de mezclar el licor –.–Campechano…
Ella estaba aún
frente a mí, y yo la miraba a los ojos, y ella me miraba a mí, como si
quisiéramos no hacerlo por culpa o por orgullo, pero haciéndolo por respeto y
por antojo: era una especie de santificación kantiana entre el deber y el
querer, y ni yo sabía qué decir, ni ella atinaba frase alguna: ahí estábamos,
callados, atrapados entre un momento incómodo y un par de sonrisas que
apetecían más besos para callar al silencio mismo para arruinar esa afonía
incómoda…
Mientras esto
sucedía, atinadamente (como lo había sido, para mi asombro, casi en toda la
noche la música de aquel lugar) sonaba de fondo la canción de Keb Mo, “Am I Wrong”, y entonces me vino la culpa: pensé en mi esposa y su
sonrisa, y la comparé con la de aquélla, y entonces el fuego de mis ojos
pareció apagarse y mis gestos perdieron sinceridad y tendieron al disimulo…
–“Tu desconfianza me inquieta y tu silencio
me ofende”, Miguel de Unamuno
–dijo de pronto aquella, nuevamente parafraseando; y aquello podía comenzar a
desesperarme un poco, pero, insisto, sus palabras eran siempre bien atinadas e
incitaban a cierta reflexión personal –.
Algo había en
ella que no me cuadraba mucho pero que, al mismo tiempo, era probablemente lo
que más me atraía hacia ella: tenía un modo maléfico de comportarse, como si
gustara del sufrimiento ajeno o como si se alimentara de la miseria ante sus
ojos: la vi sonreír descaradamente en un par de ocasiones: una cuando alguien
cayó de su silla y se golpeó el hombro; la otra cuando un hombre tropezó y cayó
sobre la barra… Había algo endemoniadamente indómito en su carácter, y me
asustaba y me atraía…
No supe qué
decir; entonces preferí decirlo con otro beso, aunque en realidad no quería
decir yo nada: sólo quería más de aquella droga suprema: su boca… Pero ya no
fue lo mismo: había deseo aún, sin embargo mis pensamientos (sobre mi esposa) habían
apuñalado nuestra pasión…
Yo me sentía
otro, como alguien que entiende que no está tan dispuesto ni tan disponible
como antes lo pensaba; y es que aquello era así: yo estaba ahí, ofendiendo y
manchando la fidelidad de mi matrimonio, y mis arras de compromiso me miraban
con decepción…
Me dolía aquella
culpa: me aguijoneaba la conciencia ante el hecho de saber que yo ya no merecía
el amor de mi esposa: había cambiado una vida de amor por probar unos segundos
de dulce néctar con cierto buqué amargo… Un beso había bastado para derrumbar
ese imperio de ilusiones que había construido a lado de Mica, mi esposa… ¡Ay,
maldito deseo: condena eterna e inalienable de todo hombre…! ¡¿Qué sería del
hombre sin su avaricia de deseos, sin su ambición de caprichos?!
–¿Qué piensas? –preguntó de pronto la
mujer que estaba frente a mí, del mismo modo atinado en que lo hace toda mujer
al ver al hombre acongojado por pensamientos que no parecen adecuados al
momento –.
–Nada –respondí yo de la misma manera en
que lo hace todo hombre para ocultar unas ideas ilusorias, y es que bien sabía
que, en ese momento, la sinceridad complicaría toda la trama de la escena –.–Dime… –insistía ella, en un modo tan tierno y personal que por un momento logró confundir a mis sentimientos, mas no a mi razón, pues ésta resolvía inmediatamente la fórmula matemática para saber con certeza y comprobación que la confianza entre las personas no es algo que logre florecer en tan sólo unas horas (aun cuando parecíamos conocernos de toda la vida) –. Anda, dime… –ella necia en sus palabras y yo negándome como robot: moviendo la cabeza de un lado a otro; y es que, por alguna razón cósmica, la mujer jamás ha logrado descifrar que cuando un hombre contesta “nada”, aquello es lo mismo que decir “déjame en paz; no molestes con más preguntas” –. Algo tienes… ¿Qué es…? ¿Qué tienes…?
–Créeme, no quieres saberlo…
–Sí, sí quiero… Anda, dime…
Continuamos
aquel juego estúpido por unos minutos más, hasta que su insistencia finalmente quebró
mi paciencia; entonces decidí alzar el anverso de mi mano izquierda frente a
sus ojos para que ella pudiera ver aquel anillo dorado que fulgía sobre mi dedo
anular…
–¿Qué…? –preguntó ella sin lograr
descubrir las palabras que se ocultaban detrás de mi ademán, a lo cual resolví
señalar el anillo con mis ojos: abrí los párpados y ataqué con la pupila –. Sí, estás casado: ya lo sabía –dijo
ella con un gesto un tanto despectivo: tenía un modo de conducirse un tanto
engreído, lo cual la hacía aún más atractiva a mis ojos–.
Estas últimas
palabras suyas me desconcertaron terriblemente; quedé atónito, inmóvil, sin
palabras: ¡el ingenuo era yo y no ella…!
Ahí estaba ella,
tentándome con la mirada y mostrando aquellas muecas petulantes que pretendían
seducirme y que, finalmente, lograban hacerlo: se dibujaba a sí misma con media
sonrisa y luego, en el lado contrario de su boca, mordía sutilmente su labio
inferior, como retándome a no desearla más…
Tenía ella un
modo de hipnotizarme: me robaba la mirada por unos segundos; luego, en medio de
aquel encanto, me daba yo cuenta de lo idiota que debía verse mi cara y
entonces reponía mi actitud y mis gestos faciales, aunque sabía que era
demasiado tarde: ella sabía perfectamente que me tenía a sus pies, comiendo
pasión directamente de la palma de su mano…
Si no hubiese
sido yo alguien escéptico, hubiera jurado que se trataba de una bruja y no de
una mujer lo que tenía yo enfrente…
–Yo sé que estás casado, y no me importa que
así sea –dijo ella de pronto, de nuevo con esa prepotencia que le daba
poder sobre mí, con esa pretensión suya que a mí me hacía “menos” y que a ella
la hacía “más” –.
Mi ego parecía
aplastado y comenzaba a sentir cómo mi autoestima se desestabilizaba: mi dignidad
se me antojó vulnerable: yo era la presa de aquel depredador, y ambos lo
sabíamos…
Pero, de pronto,
aquellas últimas palabras suyas vinieron de nuevo a mi mente, como si apenas mi
razón hubiera logrado digerir y procesar aquello: “Estás casado, y no me importa…”; y entonces, ahí, súbitamente, los
papeles se invirtieron: mi razón dominó ac mis emociones y entonces el ego se
me alzó justo por encima de ella, y es que, con esas últimas palabras su alma,
sin saberlo, se había delatado: aquel cariño que había yo sentido hacía unos
momentos por ella, era meramente una falacia: no hubo sentimiento humano y puro
en aquel beso, sino un juego de mentiras carnales: ella no pretendía conquistar
mi corazón para amarle; en cambio, quería tomarlo suavemente entre sus dedos,
alzarlo y, después, azotarlo al piso: ahí estaba nuevamente aquella asesina
serial de almas masculinas: era un súcubo que pretendía alimentarse de mi amor
por Mica a través de una noche de dulces y falsos placeres…
Entonces sonreí,
pues había descubierto esa áspera alma que se ocultaba tras esos modos
seductores de su cuerpo… “¡Te tengo!”,
pensé e inmediatamente sus ojos me leyeron y su sonrisa se opacó… Había yo
descubierto su punto débil y ella lo sabía… o al menos, eso pensaba yo…
Damas y
caballeros, con ustedes, Robert Johnson
interpretando “Little Queen Of Spades”…
(continuará...)
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