Las Angustias de Dios: Volumen 2 (NOVENA PARTE)


Entre besos y licores, una especie de sopor comenzó a adueñarse de mí: resolví entonces que debía tomar algo más azucarado para reavivar mi ánimo…

Alex –dije al de la barra con más confianza que antes–, dame un Havana 7 años, por favor…
¿Con pura coca? –preguntó aquél refiriéndose al refresco con el cual habría de mezclar el licor –.
Campechano…

Ella estaba aún frente a mí, y yo la miraba a los ojos, y ella me miraba a mí, como si quisiéramos no hacerlo por culpa o por orgullo, pero haciéndolo por respeto y por antojo: era una especie de santificación kantiana entre el deber y el querer, y ni yo sabía qué decir, ni ella atinaba frase alguna: ahí estábamos, callados, atrapados entre un momento incómodo y un par de sonrisas que apetecían más besos para callar al silencio mismo para arruinar esa afonía incómoda…

Mientras esto sucedía, atinadamente (como lo había sido, para mi asombro, casi en toda la noche la música de aquel lugar) sonaba de fondo la canción de Keb Mo, “Am I Wrong”, y entonces me vino la culpa: pensé en mi esposa y su sonrisa, y la comparé con la de aquélla, y entonces el fuego de mis ojos pareció apagarse y mis gestos perdieron sinceridad y tendieron al disimulo…

“Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende”, Miguel de Unamuno –dijo de pronto aquella, nuevamente parafraseando; y aquello podía comenzar a desesperarme un poco, pero, insisto, sus palabras eran siempre bien atinadas e incitaban a cierta reflexión personal –.

Algo había en ella que no me cuadraba mucho pero que, al mismo tiempo, era probablemente lo que más me atraía hacia ella: tenía un modo maléfico de comportarse, como si gustara del sufrimiento ajeno o como si se alimentara de la miseria ante sus ojos: la vi sonreír descaradamente en un par de ocasiones: una cuando alguien cayó de su silla y se golpeó el hombro; la otra cuando un hombre tropezó y cayó sobre la barra… Había algo endemoniadamente indómito en su carácter, y me asustaba y me atraía…

No supe qué decir; entonces preferí decirlo con otro beso, aunque en realidad no quería decir yo nada: sólo quería más de aquella droga suprema: su boca… Pero ya no fue lo mismo: había deseo aún, sin embargo mis pensamientos (sobre mi esposa) habían apuñalado nuestra pasión…

Yo me sentía otro, como alguien que entiende que no está tan dispuesto ni tan disponible como antes lo pensaba; y es que aquello era así: yo estaba ahí, ofendiendo y manchando la fidelidad de mi matrimonio, y mis arras de compromiso me miraban con decepción…

Me dolía aquella culpa: me aguijoneaba la conciencia ante el hecho de saber que yo ya no merecía el amor de mi esposa: había cambiado una vida de amor por probar unos segundos de dulce néctar con cierto buqué amargo… Un beso había bastado para derrumbar ese imperio de ilusiones que había construido a lado de Mica, mi esposa… ¡Ay, maldito deseo: condena eterna e inalienable de todo hombre…! ¡¿Qué sería del hombre sin su avaricia de deseos, sin su ambición de caprichos?!

¿Qué piensas? –preguntó de pronto la mujer que estaba frente a mí, del mismo modo atinado en que lo hace toda mujer al ver al hombre acongojado por pensamientos que no parecen adecuados al momento –.
Nada –respondí yo de la misma manera en que lo hace todo hombre para ocultar unas ideas ilusorias, y es que bien sabía que, en ese momento, la sinceridad complicaría toda la trama de la escena –.
Dime… –insistía ella, en un modo tan tierno y personal que por un momento logró confundir a mis sentimientos, mas no a mi razón, pues ésta resolvía inmediatamente la fórmula matemática para saber con certeza y comprobación que la confianza entre las personas no es algo que logre florecer en tan sólo unas horas (aun cuando parecíamos conocernos de toda la vida) –. Anda, dime… –ella necia en sus palabras y yo negándome como robot: moviendo la cabeza de un lado a otro; y es que, por alguna razón cósmica, la mujer jamás ha logrado descifrar que cuando un hombre contesta “nada”, aquello es lo mismo que decir “déjame en paz; no molestes con más preguntas” –. Algo tienes… ¿Qué es…? ¿Qué tienes…?
–Créeme, no quieres saberlo…
Sí, sí quiero… Anda, dime…

Continuamos aquel juego estúpido por unos minutos más, hasta que su insistencia finalmente quebró mi paciencia; entonces decidí alzar el anverso de mi mano izquierda frente a sus ojos para que ella pudiera ver aquel anillo dorado que fulgía sobre mi dedo anular…

¿Qué…? –preguntó ella sin lograr descubrir las palabras que se ocultaban detrás de mi ademán, a lo cual resolví señalar el anillo con mis ojos: abrí los párpados y ataqué con la pupila –. Sí, estás casado: ya lo sabía –dijo ella con un gesto un tanto despectivo: tenía un modo de conducirse un tanto engreído, lo cual la hacía aún más atractiva a mis ojos–.

Estas últimas palabras suyas me desconcertaron terriblemente; quedé atónito, inmóvil, sin palabras: ¡el ingenuo era yo y no ella…!

Ahí estaba ella, tentándome con la mirada y mostrando aquellas muecas petulantes que pretendían seducirme y que, finalmente, lograban hacerlo: se dibujaba a sí misma con media sonrisa y luego, en el lado contrario de su boca, mordía sutilmente su labio inferior, como retándome a no desearla más…

Tenía ella un modo de hipnotizarme: me robaba la mirada por unos segundos; luego, en medio de aquel encanto, me daba yo cuenta de lo idiota que debía verse mi cara y entonces reponía mi actitud y mis gestos faciales, aunque sabía que era demasiado tarde: ella sabía perfectamente que me tenía a sus pies, comiendo pasión directamente de la palma de su mano…

Si no hubiese sido yo alguien escéptico, hubiera jurado que se trataba de una bruja y no de una mujer lo que tenía yo enfrente…

Yo sé que estás casado, y no me importa que así sea –dijo ella de pronto, de nuevo con esa prepotencia que le daba poder sobre mí, con esa pretensión suya que a mí me hacía “menos” y que a ella la hacía “más” –.

Mi ego parecía aplastado y comenzaba a sentir cómo mi autoestima se desestabilizaba: mi dignidad se me antojó vulnerable: yo era la presa de aquel depredador, y ambos lo sabíamos…

Pero, de pronto, aquellas últimas palabras suyas vinieron de nuevo a mi mente, como si apenas mi razón hubiera logrado digerir y procesar aquello: “Estás casado, y no me importa…”; y entonces, ahí, súbitamente, los papeles se invirtieron: mi razón dominó ac mis emociones y entonces el ego se me alzó justo por encima de ella, y es que, con esas últimas palabras su alma, sin saberlo, se había delatado: aquel cariño que había yo sentido hacía unos momentos por ella, era meramente una falacia: no hubo sentimiento humano y puro en aquel beso, sino un juego de mentiras carnales: ella no pretendía conquistar mi corazón para amarle; en cambio, quería tomarlo suavemente entre sus dedos, alzarlo y, después, azotarlo al piso: ahí estaba nuevamente aquella asesina serial de almas masculinas: era un súcubo que pretendía alimentarse de mi amor por Mica a través de una noche de dulces y falsos placeres…

Entonces sonreí, pues había descubierto esa áspera alma que se ocultaba tras esos modos seductores de su cuerpo… “¡Te tengo!”, pensé e inmediatamente sus ojos me leyeron y su sonrisa se opacó… Había yo descubierto su punto débil y ella lo sabía… o al menos, eso pensaba yo…

Damas y caballeros, con ustedes, Robert Johnson interpretando “Little Queen Of Spades”…
(continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Comentarios? Por favor...