En el bar se
escuchaba a Bo Diddley con su “Diddy Wah Diddy”, lo que me hizo sentirme
más como si estuviera en una cantina de “mala-muerte”.
Ella estaba
sentada frente a mí y yo de frente a ella, pero sin mirarnos… Estábamos ambos
aún conmocionados, confundidos, mudos, negando la realidad presente, como
atrapados en un cuadro surrealista, como queriendo encontrar respuestas en el
aire y atrapando evidencia con la mirada: nos enfrentábamos a un duelo como del
viejo oeste de alguna película americana, en donde, si bien ninguno quisiera
estar ahí, era también cierto que se trataba de algo que debíamos enfrentar,
ora por orgullo, ora por curiosidad… Había tantas preguntas que queríamos
hacernos, pero ninguno parecía hallar la osadía necesaria para encarnar
aquellas dudas con los labios: nadie se atrevía a desenfundar primero su revólver
de oraciones…
–¿Algo para la señorita? –me preguntó Alex, el de la barra, como atentando contra mi caballerosidad para obligarme a invitarle unos tragos a aquella mujer –.
–Pregúntale a ella, no a mí –dije un poco molesto y con cierta patanería, pues si alguien le debía “algo” a “alguien” (según mi punto de vista), era ella a mí y no yo a ella –.
Alejandro miró
entonces a la mujer con cierta expectativa…
–Un tequila derecho –dijo aquella sin
temor ni duda, tal vez queriendo imponerse o para darse valor para enfrentar la
inevitable plática que nos obligaba a ambos a permanecer ahí sentados –.
Yo jugaba a darle
vueltas a aquel vaso corto que tenía entre mis manos: mis nervios me hacían dar
constantes tragos a aquel Jack Daniels
puro, como si quisiera aparentar que mi boca estaba tan ocupada bebiendo que no
había cabida para que ninguna palabra se formara ahí dentro.
–¿Qué bebes? –preguntó de pronto aquélla,
en voz apenas perceptible y de un modo amable, casi tierno e infantil, como atreviéndose
a encontrar una excusa amigable para romper el hielo entre nosotros –.
Sabía que mi
respuesta sería un punto crítico que marcaría un buen o mal inicio en aquella
futura conversación; tenía bien presente que debía yo mostrarme amable y
abierto si es que quería que aquella plática floreciera y, así, encontrar las
respuestas a aquellas preguntas milenarias en mi mente, pero de algún modo me
ganó el orgullo y sentí que aún debía mostrarme yo herido, afectado, rencoroso,
defensivo…
–Jack Daniels –respondí a su pregunta de
modo seco y frío, y no dije otra cosa, más por no deber que por no querer –.
Y entonces la
tonalidad de mis palabras levantó nuevamente un muro entre nuestros mundos y el
silencio llenó ese espacio cósmico entre nosotros. Me moría porque aquella
procurara otra iniciativa social, pero aquello no sucedió y, entonces, hizo que
yo me molestara aún más. ¡Era el deber de ella, como ofensora, intentar
derribar aquel muro entre nosotros: debía hacerlo una, dos, tres o inclusive diez
veces más antes de que yo cediera: era lo mínimo que aquélla podía hacer, pues
la ofensa que me había procurado –hacía doce años ya– no era poca cosa!
¡Carajo, ella me había matado (hasta donde ambos sabíamos) y, entonces, era
ella quien debía hablar y pedir perdón: ella tenía que “agachar las orejas y
esconder el rabo”!
–¡Dejémonos de pendejadas! –grité
finalmente, pues ya no podía soportar más aquella afonía, y lo hice de un modo
tan alto que todos los comensales del bar callaron para convertirme en el
centro de atención de aquella escena –. ¡Tú
me asesinaste ese día! ¡Me dejaste ahí, tirado, tosiendo y escupiendo sangre en
medio de la calle!
Estoy seguro que
en ese momento todos en ese lugar juraron que yo estaba loco.
–¡Sí –contestó aquella levantándose bruscamente
de su asiento en un modo tan agresivo que me sorprendió –, y yo tuve que vivir con eso en mi conciencia durante todos esos años!
¿Crees que es fácil cargar con la culpa y el secreto de haber matado a alguien?
Volvió el
silencio, sólo que esta vez envolvió el espacio de todo el lugar: todos bien
pendientes de aquella “telenovela”, parecían mudos y con la mirada fija en
nosotros dos, como si esperaran morbosamente a que ella y yo termináramos
golpeándonos el uno al otro.
Lo único que
podía escucharse era la guitarra de Canned
Heat tocando “Bad Trouble”…
En ese momento
la tomé fuertemente del brazo y la forcé a que tomara asiento de nuevo…
–¿Sabías –le dije en un modo suave pero
amenazante, como si susurrando pudiera evitar que el resto del bar me escuchara
–que fui inculpado? La gente dijo que yo
había intentado asaltarte, raptarte y violarte: amanecí esposado a la cama de
un hospital –los ojos de aquella se abrieron aún más: estaba sorprendida –. Cuando
me hube recuperado, terminé en la cárcel por los supuestos delitos de acoso
sexual en vía pública, intento de robo e intento de violación… Estuve un mes en
prisión, aunque pude haberme quedado ahí por muchos años de no haber sido por
una persona que se apiadó de mí y me ayudó a salir libre… Si no hubiera sido
por ella… yo… ¡Yo no quiero ni pensarlo!
La gente
continuaba mirando, siempre a la expectativa; incluso hubo algunos que
“discretamente” arrimaron sus sillas para escuchar mejor. Francamente ella y yo
ya estábamos más allá del pudor, la prudencia y el recato: la morbosidad de
nuestros espectadores nos importaba poco.
–¡¿Tienes idea –continué – de lo que es estar un mes encerrado en el reclusorio?! ¡Es lo peor que se le puede hacer a un hombre! ¡Es un infierno…! Tuve suerte de no ser violado… pero créeme, me sucedieron cosas que no quisieras saber…
–¡Y cómo se supone que tenía que saber yo que no eras un criminal o un enfermo mental! –respondió aquélla furiosa, como si quisiera ahogar su culpabilidad a gritos –. Y es que, según yo, en ese momento, eso era precisamente lo que querías hacer: asaltarme…! Y los criminales van a la cárcel, ¿sabes…? ¡¿Qué esperabas?!
–¿¡Qué?! –sus palabras me llenaron de asombro, pues yo esperaba más una disculpa que una culpa devuelta –. ¿De qué demonios estás hablando? ¿De dónde sacas eso?
–Dime, entonces, ¿por qué me seguías aquella mañana? Estabas detrás de mí a cada paso que yo daba, desde que salí de mi casa hasta el autobús, y luego de nuevo sobre la acera…
–¡Sólo trataba de llegar a mi casa después de haber tenido una noche infernal!
–¡Eso no contesta a mi pregunta!
–¡Tú y yo nos veíamos casi a diario: tú caminando
sobre la acera frente al edificio donde yo vivía y yo al sacar el automóvil del
garaje! Nunca nos conocimos –tú y yo–, pero sabíamos perfectamente quiénes
éramos y sabíamos muy bien, hasta donde el ojo aguzado alcanza a ver, qué clase
de gente éramos: yo te veía como gente decente y yo supuse que tú me veías de
igual modo… ¡Casi nos coqueteábamos con esas miradas mañaneras! O, ¿piensas
negarme aquello…?
–Sigo sin entender… –respondió aquélla, no sin antes titubear; estaba ya
un poco más tranquila y se dirigía en un modo más amable, casi sumiso, como si
intrínsecamente ya hubiera aceptado alguna certeza en mis palabras; no
obstante, parecía que yo tendría que esforzarme más si quería que ella
derramara hasta la última gota de aquel arrepentimiento que ocultaba su alma–.
Decidí entonces
contarle toda la historia de aquel día…
–¡Alex! –llamé al de la barra, quien me atendió inmediatamente –. Un ‘gin-tonic’ con Beefeater –necesitaba un trago fuerte y lo suficientemente amargo para recordar y contar todo lo que me había sucedido aquel día infernal a aquella mujer, a mi asesina –.
–Todo comenzó un día en el que, hastiado y
agotado, salí tarde de la oficina… –y entonces comencé a contar la historia
de aquella trágica noche –.
(continuará...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Comentarios? Por favor...