Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (NOVENA PARTE)

Lo primero que noté era que se trataba de un señor mayor, de aproximadamente unos setenta-y-tantos años: pude hacer dicha conjetura por sus canas y también por las manchas y las marcadas líneas de expresión en su rostro, además que, como no vestía prenda alguna que le cubriera el torso por haberme secado la cabeza con su playera (hacía algunos minutos), pude ver sus pechos caídos a causa de la edad y las infinitas pecas que cubrían sus hombros. Pero lo que realmente llamó mi atención era que aquel hombre no parecía ser un “vagabundo-borracho” cualquiera, sino una persona de “bien”, con buena educación, inculcado probablemente con los típicos valores que integran la moral de los hombres decentes: tal vez juzgaba yo todo ello por el mero tono blancuzco de su piel (no por ser elitista ni racista, pero usualmente, en esta ciudad, la tez de las personas juega un rol importante en cuanto a la proporción de la educación que ha recibido cada persona), y por supuesto, también permanecía en mi cabeza la imagen de la portada del libro de Charles Dickens y la idea de que no cualquiera leía literatura británica del siglo diecinueve en su idioma original, en un país de habla hispana…

Subí un poco la mirada, atreviéndome a descubrir sus ojos, los cuales estaban rojizos e irritados, tal vez a causa del licor o tal vez por falta de sueño: tenía un mirada profunda que emanaba seguridad y misterio, cosa que me hizo sentir temor pero que, a la vez, me atraía por esa intriga que me obsequiaban sus pupilas nogueradas, obscuras, quietas e inamovibles…

Entonces sentí que, además de deberle la vida a aquel viejo, también le debía respeto…

Él sonrió de un modo cuidadoso, dejando mostrar solo cierta parte de sus dientes superiores; era un gesto raro pero que escondía cierta experticia en dicha gesticulación, como si hubiera pasado sus mozas horas frente al espejo, practicando su mejor perfil…

Ya te regresa el color, muchacho –comentó entonces el ser misterioso, refiriéndose al hecho de que mi piel recobraba su vigor –. ¡Y ahora el que se ‘caga’ de frío soy yo! Ja ja ja…

El hombre río larga y tendidamente. Yo intenté unirme al jolgorio, pero a mi rostro aún no le nacía reír: todavía no estaba del todo recuperado… Me limité entonces a ofrecerle su sarape, pero él lo rechazo con un ademán que –insisto –tenía un modo decente y casi elegante.

Tomaré de nuevo mi abrigo, si no te molesta –dijo después –. Creo que cada quien con una prenda y con este intento de fogata estaremos bien los dos…

Aquel desconocido tomó su abrigo y lo vistió; luego tomó un trago de licor; después arrancó unas cuatro páginas más de aquella vieja novela que tenía entre sus manos y, haciendo una especie de bola con ellas, las lanzó al fuego…

Permanecimos en silencio durante unos minutos, como si las palabras estorbaran el gozo que existía entre el fuego y nuestros poros…

El viejo, de vez en vez, cada que las llamas amenazaban con extinguir su vida, repetía el acto de mutilar el libro para revivir la flama que parecía mantenernos con vida… No obstante lo hacía con tal delicadeza que parecía que aquello le dolía más que el viento frío… Cada vez que esto sucedía, el hombre se detenía por unos segundos y se ensimismaba, como si su vida fuera una llama apagándose o una estrella muriendo, y ahora buscaba entre las cenizas de sus recuerdos algo para aferrarse a esta vida: ora sonreía, ora chasqueaba, ora torcía la boca, ora se ponía serio… Y no salía una sola palabra de su boca: ya no era el mismo de hacía unos momentos, era otro ser, ya sin seguridad en sí, sin confianza, resignado, derrotado, vulnerable: era alguien que estaba sentado a sólo un par de memorias nostálgicas de distancia entre su reputación y las lágrimas que descubren al hombre que llevamos dentro…
Parecía como si cada página que se quemaba fuera un pedazo de su corazón herido, y la tinta la sangre que manchaba aquello: entre más tinta tenían las páginas, más azul era la llama que envolvía a esas hojas…
Sus pedazos de corazón se derretían frente a mí y no tardaron en rodar un par de discretas lágrimas por sus  mejillas… Pero el mismo fuego las hacía brillar, impidiendo que éstas se ocultaran bajo aquella noche obscura…

Y  entonces, más callamos y más lo dejé ser él mismo, pues pensé que a veces para que sane el alma primero ésta debe sufrir, conque son las lágrimas las que lavan nuestros más viles pecados y son los sollozos los que aligeran los más pesados aires de remordimiento…

Me limité a mirar de reojo las páginas de las cuales se deshacía aquél… De pronto, se detuvo un momento mirando las inscripciones de una página… Era la página número veintidós, según alcancé a mirar…

De pronto sus labios comenzaron a leer en voz alta algunas frases que leía del libro aquel…

“Ask no questions, and you’ll be told no lies…”
No hagas preguntas y no se te dirán mentiras –me tradujo aquella frase mi nuevo compañero –.

Yo sabía muy bien lo que aquello quería decir, pues tener un buen nivel de inglés era un requisito indispensable para el puesto que yo desempeñaba en la oficina, aun cuando mi posición no era una gerencia o algo similar; no obstante yo no dije nada, pues aquello parecía del plugo de aquel hombre y, además, yo me encontraba tan extenuado que me resultó cómodo el hecho de que me tradujera todo sin tener yo que esforzarme en hacerlo.

“…she was never polite unless there was company…”
–Ella nunca fue amable, solamente que hubiera compañía –continuó traduciendo –.

“Answer him one question, and he’ll ask you a dozen directly… ”
Respóndele una pregunta y él te preguntará directamente una docena.

El hombre parecía escoger cuidadosamente aquellas líneas, no obstante no parecían tener ninguna relación entre sí…


Luego arrancó la hoja, la arrugó y la aventó al fuego… Lo mismo hizo con otras cinco páginas, pero sin detenerse a leer…

(continuará...)

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