Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (OCTAVA PARTE)

¡No te duermas! –me gritó aquél después de haberme cacheteado – ¡Tienes que mantenerte despierto, consciente!

Abrí temerosamente los ojos, pero antes de poder abrirlos completamente, sin darme cuenta, aquel hombre me obsequió otro golpe con el reverso de su mano, lo cual, desde luego me hizo enfurecer, aunque mi cuerpo no tuvo fuerzas suficientes para reaccionar de modo alguno.

¡Que te mantengas despierto, muchacho! –continuaba mi cuidador –¡No puedes caer inconsciente en el estado en el que estás… es peligroso!

Había escuchado, ciertamente, en alguna ocasión, que caer inconsciente es un síntoma de hipotermia grave, pero creo que en mi caso se trataba meramente de agotamiento físico; no obstante decidí no correr el riesgo y, entonces, abrí los ojos lo más que pude para que, de este modo, mi compañero pudiera ver aquello y no decidiera apalearme de nuevo…

Y… y… ya… ya est… es… essss… estoy d, d, d, d… des…p, p, p, p… ierto… –intenté advertir al hombre entre tartamudeos –.
Ten… Dale otro trago…

El hombre me obsequió una vez más un trago de licor y, acto siguiente, sacó de su bolsillo un pedazo de pan envuelto entre servilletas que decían “Toks” (lo cual me hizo suponer que el alimento provenía de un restaurante), y entonces me ofreció aquello…

Come algo, muchacho…

Tomé el pan entre mis manos temblorosas y devoré aquello, lo cual, en ese instante me pareció un manjar de los dioses olímpicos. Luego tomé un poco más de “bourbon”…

Mi nuevo compañero arrugó las servilletas que envolvían al pan y las arrojó hacia el rincón opuesto del escalón en donde yo estaba sentado, roció aquello con un ligero chorro del licor y, encendiendo un fósforo, hizo de aquello una pequeña y efímera fogata…

¡Qué glorioso sentí aquel calor! Pero, ¡ay!, qué lástima que aquello duró tan solo un segundo…

Eso no será suficiente para que pasemos la noche sin congelarnos –se quejó el otro –.

En ese momento sacó un viejo libro de entre sus cosas y comenzó a arrancar las primeras páginas y a arrugarlas (del mismo modo en que había hecho con las servilletas) para apilarlas nuevamente en el rincón y, así, con otro cerillo, dio vida a un nuevo fuego delante de nosotros.

¡Jamás había tenido tan acogedor sentimiento! ¡Qué maravilla sentir aquel fogoso abrazo!

¡Bendito fuego! –murmuré entre mis dientes convulsos –.

Mi salvador continuó arrancando las páginas del libro para alimentar el fuego…

¡Qué suerte la nuestra que el señor Dickens haya hecho casi una enciclopedia de esta novela!

En un principio no pude entender a lo que se refería el vagabundo al decir aquello, por lo que yo me limité a sonreír (dentro de mis posibilidades gesticuladoras); luego vi la portada del libro que rezaba: “Great Expectations by Charles Dickens”. Se trataba de un libro de unas seiscientas páginas, con una portada oscura y una imagen tan diluida por el tiempo que no pude entender qué era exactamente aquello.
Unos segundos más tarde me di cuenta que esa persona que estaba junto a mí no era sencillamente un vagabundo y un borracho, también era una persona que debía tener una elevada cultura, pues, ¿cuántas personas podrían haber, en esta ciudad, que leyeran la obra de un autor británico en su idioma original?

¿Quién era ese hombre? En todo el tiempo que había estado ahí, ¡no me había tomado la molestia siquiera de ver su rostro! No sabía quién era, ni cuál era su nombre, y no siquiera me había tomado la molestia de agradecerle todos sus esfuerzos para salvarme de una muy posible muerte…


Alcé, entonces, la mirada y pude ver su rostro…

(continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Comentarios? Por favor...