¡No te duermas! –me gritó aquél después de haberme cacheteado – ¡Tienes que mantenerte despierto,
consciente!
Abrí temerosamente los ojos, pero
antes de poder abrirlos completamente, sin darme cuenta, aquel hombre me
obsequió otro golpe con el reverso de su mano, lo cual, desde luego me hizo
enfurecer, aunque mi cuerpo no tuvo fuerzas suficientes para reaccionar de modo
alguno.
¡Que te mantengas despierto, muchacho! –continuaba mi
cuidador –¡No puedes caer inconsciente en
el estado en el que estás… es peligroso!
Había escuchado, ciertamente, en
alguna ocasión, que caer inconsciente es un síntoma de hipotermia grave, pero
creo que en mi caso se trataba meramente de agotamiento físico; no obstante
decidí no correr el riesgo y, entonces, abrí los ojos lo más que pude para que,
de este modo, mi compañero pudiera ver aquello y no decidiera apalearme de
nuevo…
–Y… y… ya… ya est… es… essss… estoy d, d, d, d… des…p, p, p, p… ierto…
–intenté advertir al hombre entre tartamudeos –.
–Ten… Dale otro trago…
El hombre me obsequió una vez más
un trago de licor y, acto siguiente, sacó de su bolsillo un pedazo de pan
envuelto entre servilletas que decían “Toks” (lo cual me hizo suponer que el
alimento provenía de un restaurante), y entonces me ofreció aquello…
–Come algo, muchacho…
Tomé el pan entre mis manos
temblorosas y devoré aquello, lo cual, en ese instante me pareció un manjar de
los dioses olímpicos. Luego tomé un poco más de “bourbon”…
Mi nuevo compañero arrugó las
servilletas que envolvían al pan y las arrojó hacia el rincón opuesto del
escalón en donde yo estaba sentado, roció aquello con un ligero chorro del
licor y, encendiendo un fósforo, hizo de aquello una pequeña y efímera fogata…
¡Qué glorioso sentí aquel calor!
Pero, ¡ay!, qué lástima que aquello duró tan solo un segundo…
–Eso no será suficiente para que pasemos la noche sin congelarnos
–se quejó el otro –.
En ese momento sacó un viejo
libro de entre sus cosas y comenzó a arrancar las primeras páginas y a
arrugarlas (del mismo modo en que había hecho con las servilletas) para
apilarlas nuevamente en el rincón y, así, con otro cerillo, dio vida a un nuevo
fuego delante de nosotros.
¡Jamás había tenido tan acogedor
sentimiento! ¡Qué maravilla sentir aquel fogoso abrazo!
–¡Bendito fuego! –murmuré entre mis dientes convulsos –.
Mi salvador continuó arrancando
las páginas del libro para alimentar el fuego…
–¡Qué suerte la nuestra que el señor Dickens haya hecho casi una
enciclopedia de esta novela!
En un principio no pude entender
a lo que se refería el vagabundo al decir aquello, por lo que yo me limité a
sonreír (dentro de mis posibilidades gesticuladoras); luego vi la portada del
libro que rezaba: “Great Expectations by
Charles Dickens”. Se trataba de un libro de unas seiscientas páginas, con
una portada oscura y una imagen tan diluida por el tiempo que no pude entender
qué era exactamente aquello.
Unos segundos más tarde me di
cuenta que esa persona que estaba junto a mí no era sencillamente un vagabundo
y un borracho, también era una persona que debía tener una elevada cultura,
pues, ¿cuántas personas podrían haber, en esta ciudad, que leyeran la obra de
un autor británico en su idioma original?
¿Quién era ese hombre? En todo el
tiempo que había estado ahí, ¡no me había tomado la molestia siquiera de ver su
rostro! No sabía quién era, ni cuál era su nombre, y no siquiera me había tomado
la molestia de agradecerle todos sus esfuerzos para salvarme de una muy posible
muerte…
Alcé, entonces, la mirada y pude
ver su rostro…
(continuará...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Comentarios? Por favor...