Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (SÉPTIMA PARTE)

De veras que estás loco, muchacho –continuaba diciendo el hombre, y sinceramente sus palabras me molestaban, aun sabiendo yo que sus intenciones eran buenas: sentía yo tanto frío, tanta hambre y padecía yo de tanto agotamiento que cualquier otra cosa que no fuera calor, sueño o comida atentaba contra mi ira –.

Yo me limitaba a tiritar de frío, ahí, tirado en medio de la banqueta. Aquel desconocido, inmediatamente se levantó del suelo y me ayudó a sentarme en un rincón de la entrada del edificio.

Quítate la ropa –dijo de pronto aquél e inmediatamente levanté la cabeza para lanzar una mirada amenazante; y es que la situación se antojaba para que cualquiera pudiera hacer conmigo lo que quisiera: era de noche, en medio de una tempestad, en un lugar sin gente y yo totalmente entumecido: me insulté a mí mismo en voz baja, pues había cometido una enorme estupidez al haberme bajado del automóvil: en ese momento me vi a mí mismo como un venado herido en medio de un salvaje bosque esperando a que alguna fiera viniera a devorarle –…

Yo no podía mover la boca más que para temblar, pero aquel extraño leyó inmediatamente el temor que pasaba por mi mente…

Los vagabundos no asaltamos a la gente, piénsalo bien, muchacho –murmuró el hombre, como queriendo aclarar algún punto, el cual no pude resolver de inmediato; no obstante, de alguna manera, su frase logró calmarme y me hizo entender que estaba yo fuera de peligro–. Los bueyes no se cornean entre ellos, lo mismo que nosotros los locos no lidiamos entre sí –y con esto, supongo, aquella persona trató de aclarar lo que había dicho previamente acerca de los vagabundos –…
Y… y… yo… yo… yo… y… yo, yo, yo, yo no soy… no s… s… soy… un va… va… vagabundo, se… se… se… señor – logré contestar con mis labios congelados, a lo cual el otro se limitó a soltar una buena risotada –.

¡Vale, niño rico! ¡Si no te deshaces pronto de tus ropas, ellas serán tu propia tumba! –y entonces, entendiendo finalmente las intenciones de aquel hombre, no sé por qué exactamente, pero me vi a mí mismo como a un mamut congelado en un glaciar del Polo Norte el cual sería descubierto en unos cuantos millones de años por generaciones futuras de alienígenas: supe entonces que mi cerebro empezaba a fallar a causa del frío–.

Sin pronunciar palabra alguna intenté desvestirme, pero aquello se convirtió en una “misión: imposible”…  A lo cual, la persona que tenía a mi lado, una vez que estuvo seguro de que yo lo permitiría, me ayudó a deshacerme de mi helado atavío…

Pronto me vi desnudo en medio de aquella escena (excepto por los calzones y los calcetines, pues la vergüenza es algo que, curiosamente, el hombre tiende a cuidar incluso cuando la muerte acecha). Entonces, mi cuidador se quitó su viejo sarape de los hombros y me abrazó con éste…
¡Venga –me gritó el hombre, como para hacerme reaccionar –, penoso, quítate de una vez todo, pues la vergüenza no te dará calor!

Por un momento volví a sospechar de las intenciones de aquel, pero resolví en ese momento ser más práctico que cuidadoso, pues sólo podía pensar en calentar mi gélido cuerpo: obedecí la orden del hombre y pronto me vi plenamente desnudo debajo de aquel viejo capote, en medio de la más tempestuosa noche y al lado de un desconocido: me había ya rendido ante mis angustias y congojas…

Aquel extraño debió verme en un estado letal, pues decidió deshacerse también de su mugriento abrigo para cubrirme aún más del viento helado que empezaba a arreciar; y no sólo eso: también se quitó la playera que llevaba puesta y, con ésta, me sacudió el cabello como intentando secarme por completo la cabeza: yo sentí que me sacudían el cerebro…
Acto posterior sacó una botella de ‘whiskey’ o ‘bourbon’  (no estuve seguro) y le dio un gran trago, lo que me hizo sospechar que aquello no era más que agua con colorante; luego quitó la boquilla de sus labios para ponerla en los míos e inclinó la botella: inmediatamente sentí un confortable afluente de calor bajar por mi cuerpo, lo que me despertó al instante y me hizo toser unas diez veces…

Ja ja ja –rió aquél –. ¡Y dicen que el alcohol es malo para la salud, eh! ¡Bah! ¡La gente de aquí no sabe nada…!

Inmediatamente supe que mi cuidador era en realidad un vagabundo alcohólico… Luego quise preguntarle a qué se refería exactamente al decir que la gente de “aquí” no sabe nada, pero preferí tragarme las palabras: tal vez tragarme aquello me daría calor: yo no razonaba, sólo pensaba en calentarme de un modo u otro…

El personaje me volvió a ofrecer licor y yo lo tomé sin dudarlo, aunque ahora, sabiendo que aquello era realmente alcohol y no solamente agua con colorante, decidí tomarlo más despacio y con cuidado… Nuevamente sentí aquel delicioso y fogoso elixir bajar desde el esófago hasta mi estómago, luego se iría hasta mis venas para calentar todo mi cuerpo… Recuerdo haber sentido empatía hacia aquel borracho: “Después de esto –pensé –, tal vez yo también me volveré adicto al licor…”

Pronto me invadió el sopor de aquel vino y, entumecido aún y cansado, cerré los ojos por un momento, como intentando descansar y dormitar…


“¡Splat!”, escuché, luego el mundo se sacudió e inmediatamente sentí ardor en el cachete izquierdo: ¡el hombre me había abofeteado!

(continuará...)


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