Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (QUINTA PARTE)

Bajo el automóvil donde me yo encontraba pasaba un veloz afluente: era tal la cantidad de agua que caía del cielo que las cloacas hacían la función opuesta para la cual estaban hechas: devolvían aquel líquido y se antojaban como fuentes improvisadas que adornaban aquella noche siniestra… Y, por si fuera poco, aquel escenario no parecía tener fin: justo cuando la tormenta parecía disminuir su fuerza, volvía a su ira hacia mí con más poder que antes…

“Estoy atrapado”, pensé… Y justo en ese momento me vino una nueva epifanía: ¿cómo era posible que me molestara tanto estar solo conmigo mismo? Tal vez aquella escena no se trataba de una prisión, sino de una oportunidad para convivir conmigo mismo… ¡La conversación más larga que había tenido todo el día era con la computadora de mi oficina y había sido en un lenguaje totalmente numérico!
¿Hace cuánto que no me molestaba para darme unos minutos a mí mismo?; ¿cuándo había sido la última ocasión en que había entablado una plática con mi mente?; ¡no recordaba la última vez que me había propuesto conocerme un poco más a mí mismo…!

De pronto, sin tener oportunidad de razonarlo siquiera, se me antojó mandar todo al demonio y salir del auto: así, en pleno diluvio… Y así lo hice…

En un principio me molestaron aquellas gordas gotas de lluvia que caían sobre mí: era agua helada… Pero entonces se me ocurrió que tal vez la lluvia me molestaba, no tanto por ser en sí algo que pueda molestar a las personas, sino porque se trata de una costumbre, de un conductismo imitativo, el hecho de que, cuando comienzan a caer las primeras gotas de lluvia, todo mundo, de modo automático, corremos a buscar efugio de “aquello” que “alguien” nos avienta desde el cielo…

Tal vez (razonaba yo) la lluvia es el modo en que la Naturaleza –o quizá Dios – nos obsequia un recordatorio: es momento de relajarte y disfrutar la vida: refréscate y disfruta… Tal vez deberíamos cargar con una muda de ropa al trabajo, en el coche o en la mochila para gozar la lluvia sin temor a un resfriado…

Al instante comencé a ver la vida de un modo distinto; y era, definitivamente, un modo feliz y sencillo de percibir al mundo…

Pronto me vi brincando sobre los charcos y bailando del modo más ridículo al mismo tiempo en que gritaba incoherencias, ahí, en medio de la oscuridad, en medio de una ciudad desierta…

¡La última vez que me había sentido tan feliz fue cuando era niño! 
Empecé a recordar momentos de mi niñez que había olvidado en algún rincón de mi empolvada memoria; me acordé de aquellas buenas amistades de la primaria y mis travesuras de preescolar…

Reí y sonreí… Me detenía, y luego sonreía y reía nuevamente…

Tal vez me había yo vuelto loco, pero es que nadie me había dicho que la locura era algo que se sentía tan bien, tan liberador, tan satisfactorio, tan provechoso… Me congelaba los pies, pero aun así me sentía más sano que nunca: libre de angustias, sin estrés… Aun cuando sentía que el frío curtía mi piel, todo aquello valía la pena: ¡había yo roto esas cadenas que esclavizaban mis días!

Y entre aquel jolgorio individual que me había creado en medio de las calles de aquella gigantesca urbe, escuché, de pronto, una voz que me gritaba: “¡Ea, tú, loco! ¡Ven para acá…!”

En ese instante me sentí súbitamente apenado y detuve aquella danza que parecía haber dedicado a Tláloc…


Me repuse y giré mi cabeza lentamente hacia el origen de aquella voz que continuaba llamándome…

(continuará...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Comentarios? Por favor...