Bajo el automóvil donde me yo encontraba
pasaba un veloz afluente: era tal la cantidad de agua que caía del cielo que
las cloacas hacían la función opuesta para la cual estaban hechas: devolvían aquel líquido y se antojaban
como fuentes improvisadas que adornaban aquella noche siniestra… Y, por si
fuera poco, aquel escenario no parecía tener fin: justo cuando la tormenta parecía
disminuir su fuerza, volvía a su ira hacia mí con más poder que antes…
“Estoy atrapado”, pensé… Y justo en ese momento me vino
una nueva epifanía: ¿cómo era posible que me molestara tanto estar solo conmigo
mismo? Tal vez aquella escena no se trataba de una prisión, sino de una
oportunidad para convivir conmigo mismo… ¡La conversación más larga que había
tenido todo el día era con la computadora de mi oficina y había sido en un
lenguaje totalmente numérico!
¿Hace cuánto que no me molestaba
para darme unos minutos a mí mismo?; ¿cuándo había sido la última ocasión en
que había entablado una plática con mi mente?; ¡no recordaba la última vez que
me había propuesto conocerme un poco más a mí mismo…!
De pronto, sin tener oportunidad
de razonarlo siquiera, se me antojó mandar todo al demonio y salir del auto:
así, en pleno diluvio… Y así lo hice…
En un principio me molestaron
aquellas gordas gotas de lluvia que caían sobre mí: era agua helada… Pero entonces se me ocurrió
que tal vez la lluvia me molestaba, no tanto por ser en sí algo que pueda
molestar a las personas, sino porque se trata de una costumbre, de un conductismo
imitativo, el hecho de que, cuando comienzan a caer las primeras gotas de
lluvia, todo mundo, de modo automático, corremos a buscar efugio de “aquello”
que “alguien” nos avienta desde el cielo…
Tal vez (razonaba yo) la lluvia
es el modo en que la Naturaleza –o quizá Dios – nos obsequia un recordatorio:
es momento de relajarte y disfrutar la vida: refréscate y disfruta… Tal vez
deberíamos cargar con una muda de ropa al trabajo, en el coche o en la mochila
para gozar la lluvia sin temor a un resfriado…
Al instante comencé a ver la vida
de un modo distinto; y era, definitivamente, un modo feliz y sencillo de
percibir al mundo…
Pronto me vi brincando sobre los
charcos y bailando del modo más ridículo al mismo tiempo en que gritaba
incoherencias, ahí, en medio de la oscuridad, en medio de una ciudad desierta…
¡La última vez que me había
sentido tan feliz fue cuando era niño!
Empecé a recordar momentos de mi niñez
que había olvidado en algún rincón de mi empolvada memoria; me acordé de
aquellas buenas amistades de la primaria y mis travesuras de preescolar…
Reí y sonreí… Me detenía, y luego
sonreía y reía nuevamente…
Tal vez me había yo vuelto loco,
pero es que nadie me había dicho que la locura era algo que se sentía tan bien,
tan liberador, tan satisfactorio, tan provechoso… Me congelaba los pies, pero aun
así me sentía más sano que nunca: libre de angustias, sin estrés… Aun cuando sentía
que el frío curtía mi piel, todo aquello valía la pena: ¡había yo roto esas
cadenas que esclavizaban mis días!
Y entre aquel jolgorio individual
que me había creado en medio de las calles de aquella gigantesca urbe, escuché,
de pronto, una voz que me gritaba: “¡Ea,
tú, loco! ¡Ven para acá…!”
En ese instante me sentí
súbitamente apenado y detuve aquella danza que parecía haber dedicado a Tláloc…
Me repuse y giré mi cabeza
lentamente hacia el origen de aquella voz que continuaba llamándome…
(continuará...)
(continuará...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Comentarios? Por favor...