Las Angustias de Dios
-o crónica de una mente despertando -
Era un miércoles cualquiera, sin
mucha sorpresa y tediosamente rutinario. Era ya la una de la mañana y yo seguía
en la oficina. Había llegado a trabajar desde las nueve de la mañana del día
anterior y sólo me había tomado media hora para comer un rápido bocado (un
triste y seco sándwich empaquetado que había comprado en la tienda de la
esquina), cosa que había sucedido cerca de las dos de la tarde.
Tenía hambre… Pero el estrés y la
angustia por tener que terminar todos los pendientes eran más fuertes que las
súplicas de mi estómago…
Había sido sin duda una larga y
pesada jornada laboral, la cual sentí que se trataba más de trabajos forzados
para esclavos… Pero no, los esclavos no suelen usar traje y corbata: ellos
trabajan en las minas; ellos padecen de agotamiento físico, y el mío era más
psicológico-emocional.
Además de encontrarme harto y
agotado, se me sumaba también un sentimiento de enojo hacia mi jefe y hacia la
empresa donde yo laboraba, y es que, por falta de personal, el trabajo se
acumulara cada vez más sobre mi escritorio en forma torres interminables de
papel: terminaba yo una cosa y llegaban otras dos nuevas…
Decidí abandonarlo todo para irme
a descansar a mi casa: ¡era más que justo!
Bajé al estacionamiento y subí a
mi coche: tuve que tocar cinco veces el claxon del auto para despertar al
guardia/portero, el cual dormía en algún lugar secreto: lo supe por la
hinchazón y la irritación de sus ojos, además de tener marcada la almohada en
el cachete… Terminé haciéndome de palabras con él al punto de casi estallar en
golpes, pero me detuvo la idea de perder la lid…
Ya sobre la calle, pensando e
imaginando aún en las cosas que –de haber tenido el valor suficiente – le
hubiera dicho y hecho al guardia del edificio, prendí la radio para intentar
relajarme con un poco de música, pero todas las estaciones emitían comerciales.
Me dispuse, pues, a insertar un CD en el reproductor, pero sin darme cuenta de
que ya había un disco dentro, lo que provocó que el estéreo se trabara,
impidiéndome escuchar música alguna.
Como última opción, mientras
comenzaba a creer que el Universo conspiraba en mi contra, tomé el celular y
busqué una lista de música –la que fuera – de los archivos mp3 que almacenaba
en la memoria del aparato; no obstante, aquel heroico intento fue mermado por
los truenos en el cielo, los cuales sonaban con más fuerza que la diminuta
bocina de mi teléfono móvil: se aproximaba una fuerte tormenta…
Manejaba distraído, pensando en mil
cosas, lo que me llevó a reflexionar sobre ciertos porqués de la vida…
Verbigracia, ¿por qué dedicaba
tanto tiempo al trabajo?
Pero inmediatamente justifiqué la
pregunta convenciéndome a mí mismo que trabajar duro era algo honrado y que, en
algún momento, sería también algo reconocido, lo que resultaría, así, en una
promoción y en un aumento…
Pero (seguí con mis
cuestionamientos), ¿qué divide la línea de un trabajo honrado y un trabajo
avasallante?
Y aquí no obtuve respuesta…
¿Debía trabajar sin parar?, ¿me
había convertido en una máquina, en un robot o en una especie de humanoide
idiotizado que trabajaba para que alguien más ganara dinero?; ¿había sido
contagiado con esa obsesión ilusoria de dar sin límites todo mi tiempo y
esfuerzo para poder, así, obtener lujos innecesarios con el único fin de
sentirme “más” que los demás, con la finalidad de elevar mi ego? Pero, ¿y hasta
dónde llega el ego?, ¿a qué altura se encuentra su cima?
¡Ay, qué triste mi caso! Mi
objetivo de vida era encajar en esos círculos sociales en donde sus exclusivos
y ostentosos miembros se embriagan con el elixir de la fama y el poder. Me
mataba trabajando para ingresar en ese estatus donde la gente finge sus
conductas, gestos y modos para lograr una apariencia aceptada, adecuada. ¡Me
había decidido a lograr una “imagen” que me hiciera sentir “pertenecido” y
“aceptado” en el Olimpo de los estratos sociales… ¡QUÉ FALSO ERA YO! ¡QUÉ VACÍA
Y QUÉ POBRE MI VIDA! ¡Qué poca original mi existencia! ¡Era yo tan rutinario, tan
monótono e imitativo que sentía que pertenecía ya a un extraño clan de misántropos
asalariados!
Todo mi enojo, mi hartazgo, mi
agobio y mi agotamiento se convertían ahora en una profunda depresión
existencial: estaba yo varado entre las aguas de mi mente…
(continuará...)
(continuará...)
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