–¿Qué tanto piensas, loco…? –preguntó
Mica con su linda sonrisa al verme ensimismado, y es que si bien la noche más
trágica de mi vida, en la que conocí a “El Gran Huracán”, había despertado en
mí una capacidad para dudar de las cosas, los meses que había vivido en la
cárcel me habían entrenado la habilidad de razonar profundamente: la prisión me
había robado el tiempo, pero me había transformado también en una especie de
filósofo; luego aquellos trances míos me ganarían la admiración de Mica, y
también serían los culpables de que ella me pidiera años más tarde que escribiera
un libro, cosa que dio a luz a “La Muralla Sin Nombre”, aunque desde luego ella
supondría que mi libro estaría lleno de copiosas reflexiones y razonamientos,
pero es difícil anunciarse al mundo como “filósofo”, pues es lo mismo decir que
se es un “loco”, y los locos, por definición, son gente anormal, luego las
personas diferentes son exiliadas y humilladas: sólo unos pocos tienen la
suerte de pasar a la historia como “genios”: yo no quería ser famoso ni
recordado, solamente vivir en paz con el amor de mi vida: mis pensamientos eran
míos, y a veces los compartía con Mica, pero yo no buscaba ser entendido, sino
amar y ser amado: la fama eleva al ego, pero el amor eleva al espíritu, luego
el ego muere y permanece en el cadáver mientras que el espíritu se libera y se
vuelve eterno… –.
–Nada… –contesté devolviendo la sonrisa,
pues la suya me lograba aterrizar en un instante, haciendo entonces que los más
grande enigmas del universo se redujeran meramente a polvo: no había necesidad
de explicar que pensar en el arte cinematográfico me había llevado a cavilar
sobre los universos del hombre –. Sólo
pensaba en la belleza del cine…
–Loco… –me dijo, en modo tal que dicho
adjetivo se percibía más como cualidad que como defecto –.
Decidimos
mirar los afiches de la cartelera para ver si alguna nos convencía más que las
demás, luego Mica hizo un sutil ademán que me obligó a fijar mi mirada en ella.
–¡Esa! –gritó de pronto emocionada, dando
pequeños brincos sobre el piso y señalando el nombre de una película en la
cartelera –¡Quiero ver esa!
Miré el
título: “Flipped”. La sinopsis
trataba sobre un amor de adolescentes: ella tenía un notorio interés por él, pero
éste parecía no estar seguro de iniciar un romance con una chica “rara”: el
muchacho ocultaba sus impulsos amorosos por temor a la crítica social.
El
costo de los boletos era mucho más accesible comparado al de aquellas compañías
de grandes cadenas cinematográficas; no obstante, el costo rebasaba nuestro
presupuesto.
–Bueno, pues… ¡vamos a pedir dinero! –dijo
ella de repente, con la actitud más liviana que pudiera verse en este mundo –.
–¿Pedir dinero? –pregunté confundido –¿A quién, o…? ¿Cómo…? No entiendo…
–Ven –me tomó de la mano y salimos del
lugar –.
Salimos
de ahí e inmediatamente Mica comenzó a pedir dinero a la gente, como si lo
mismo fuera mendigar que preguntar la hora. Lo peor de todo –en realidad, lo
mejor de todo– es que mi mano estaba enganchada con la suya: yo moría de
vergüenza, ella parecía inmune al temor social.
Pasaban
las personas, ora parejas, ora solteros, ya jóvenes, ya adultos, ya viejos:
todos resultaban perfectas víctimas. Mica explicaba con toda sinceridad sus
intenciones: necesitábamos dinero para ver una película… punto: en realidad era
su sonrisa la que decía más…
La
gente sonreía, y a veces hasta reía, algunas nos daban algunos pesos, otros se
alejaban sin dejar comisión alguna, pero cada uno, sin excepción, se marchaba
alegre.
Ella
era tan libre y despreocupada que resultaba ineludiblemente adorable… Parecía
tener al mundo entre sus manos para jugar con él a placer suyo: la vida era
para ella como un juguete cuya única función era divertirle: su actitud parecía
convertirle en dueña de la inmortalidad, como una diosa juguetona que encarnaba
en este mundo con la sola intención de pasar un buen rato entre los mortales y
las ‘curiosas’ cosas materiales: ella había hallado la manera de domar al
universo: su sonrisa era la religión que aniquilaba a las demás…
Yo
dejaba de ser yo para ser cualquier otro que a ella le acomodara, y es que querer
amar es atreverse a abandonar el orgullo para entregarse y dejarse caer sin
miedo sobre los brazos de alguien más: querer amar es volver a creer en la
religiosidad del amor, y creer en el amor es lo mismo que reencontrarnos ante
el credo de la magia que abrazábamos cuando niños: la esperanza de lograr un
nuevo amor es el pegamento que reestructura la inocencia que hubimos destruido
para convertirnos en adultos: el nacimiento de los vínculos amorosos educa al
hombre a dudar de las razones rigurosas y de las más estrictas lógicas que
conducen su vida cotidiana: el amor nos recuerda que todo es posible, y su
poder puede derretir ciencias y ridiculizar al lenguaje matemático… El amor es
lo único que trasciende a un mundo que se queda…
No
tardó Mica en conseguir el dinero suficiente y, de hecho ahora teníamos dinero
de más: tal vez para un par de tazas de café después de la película…
Compramos
los boletos justo a tiempo para ver el inicio de la proyección. Ella escogió
los asientos: en realidad daba igual, lo único que importaba es que yo
estuviera a su lado; además me parece que el ángulo desde el cual se mira una película
no cambia la percepción de la esencia de la misma.
El
video comenzó y ella, sin cuidado alguno, se adueñó de mi brazo y descansó su
cabeza sobre mi hombro; luego yo recargué la mía ligeramente sobre la suya: era
gracioso pensar que aquello lucía como el abrazo de dos cabezas…
Por
veces escapábamos del trance ante la historia de aquella proyección para
mirarnos y sonreírnos… Todo era mágico, todo era perfecto, todo era adecuado,
todo era debido…
Cuando
alguno se cansaba de la posición en la que nos encontrábamos, bastaba un
pequeño movimiento para reacomodarnos, pero siempre buscando la manera de tener
un contacto cariñoso: yo la abrazaba y ella descansaba en mi pecho o
simplemente nuestros dedos se entrelazaban.
Hubiera
podido besarla en cualquier momento: estaba ya más allá del alcance del
rechazo. Cualquier momento y cualquier lugar parecían ser perfectamente
adecuados para cerrar el trato de nuestras vidas, pero yo seguía creyendo que
podía perfeccionar lo perfecto y, además, aunque era más que certero el hecho
de que estábamos destinados el uno al otro, existía, no obstante, cierta
incertidumbre en el cortejo del amor que produce repentinas y divinas
desesperaciones emocionales que se pretenden callar y controlar: algunos de
éstos intentos fracasan y elevan el ego del otro, aunque se trata aquello de un
ego raro, más altruista que egoísta, pues hay cierta reciprocidad en donde
ambos ascienden hacia una dimensión mágica, a un paraíso inmaterial exclusivo
para dos: el cortejo que precede a las relaciones amorosas tiene la finalidad
de idealizar el futuro de ese amor que ambos compartirán y que habrán de
construir.
Aquella
incertidumbre nos molestaba de una manera dichosa y sublime… Nuestro destino
dependía del tiempo: cada segundo que transcurría parecía ser más largo que el
anterior: habíamos trascendido la cuestión del “qué”, éramos indiferentes al
“por qué”, el “cómo” y el “dónde” carecían de mucha importancia, y entonces,
todo el poder se concentraba en el “cuándo”, y eso nos mataba el alma en un
modo exquisito y nos producía una deliciosa arritmia en nuestros corazones: era
como escoger un gran regalo que debe abrirse hasta la fecha adecuada…
Esperar
el momento perfecto para sellar el amor perfecto con el beso perfecto de la
persona perfecta, era, pues, también perfecto… Y es que justamente el encanto
del enamoramiento es que no lleva a un lugar edénico, una dimensión metafísica
en donde no existen los errores, sólo la magia…
(continuará...)
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