–¿Crees en el amor a primera vista…? –pregunté
de pronto y ella sonrió –.
Hubo un
momento de silencio en donde sólo hubieron miradas dulces.
–Cuéntame de tus días en la cárcel… –luego me dijo intrigada ella, aquella interesante chica
que tenía frente a mí; y lo decía sin espantarse, sin cohibirse ni avergonzarse
entre palabras, como si hablar de mis días en prisión fuera lo mismo que hablar
de mis días en el colegio; y mientras hacía su petición, recargaba el codo
sobre la mesa y, en el mismo brazo, sostenía su barbilla sobre la palma de su
mano –. Cuéntame, ¿qué pensaste al
salir?, ¿qué hiciste cuando saliste de ahí…?
Ni
siquiera sabía su nombre aún y ya hablábamos de los más ignominiosos, los
peores y más oscuros días de mi vida… Recién le conocía aquella tarde:
parecíamos tener prisa por sabernos y entendernos, pero estábamos tranquilos y
sonrientes.
Ella no
era esbelta, pero tampoco parecía tener sobrepeso, y es que tenía unas amplias
caderas que parecían hacer el engaño entre una y otra cosa; el hecho de que la
silueta de su abdomen se ocultara debajo de una blusa amarilla semi-escotada, en
ese vacío que se formaba entre sus redondeados y firmes pechos y sus
provocativas caderas, justamente ese enigma carnal –insisto– la hacía
infinitamente atractiva; y es que una de las mejores seducciones que puede
proyectar una mujer, no está en el hecho de mostrar sus cualidades corporales,
sino en saber sembrar curiosidades a los ojos masculinos.
Así,
pues, aquélla llamó mi atención de inmediato, y en el momento en que la vi mi
atisbo fue robado: ella se adueñó de mi mirada y me fue prohibido cambiar el
ángulo de mi vista.
Era
joven y tenía un cutis liso y firme, ligeramente aterciopelado, como la piel de
una nectarina. Su estructura facial era casi circular, con facciones
redondeadas y una nariz corta y abultada por la punta: seguro tenía un toque
libanés en sus genes.
Su boca…esa
hablaba por sí sola: su labio inferior era, en un modo perfectamente
proporcionado, mucho más ancho que el otro: unos labios así debían nacer
sabiendo besar.
Su
rostro se adornaba con un par de profundos y penetrantes ojos noguerados, pero que
a veces, a contraluz, se percibían como dos pupilas negras circunscritas por un
par de soles de miel: era como mirar de cerca un eterno eclipse cósmico; aquel
par acuoso me miraba estático, casi sin parpadear; y tenían, además, un extraño
modo de rutilar, lo que producía un efecto tembloroso en ellos: se notaban
alegres y juguetones, y cuando decidían moverse lo hacían con sorprendente
rapidez, luego atacaban un punto a lo lejos y se detenían nuevamente inmóviles
por un par de segundos: tiempo que parecía suficiente para que ella se fuera de
este mundo y regresara otra vez…
Coqueteaba
sutilmente con sus gestos, cosa que la hacía infinitamente atractiva, pues con
esto hacía entender que era ya una mujer por dentro pero que aún contaba con la
belleza y la inocencia de un cuerpo adolescente.
Tenía
el cabello naturalmente castaño claro, casi rubio y con repentinas mechas
aclaradas. Su corte era largo, ondulando hasta llegar a sus hombros, los cuales
parecían batallar por apoderarse del cuello de la blusa amarilla.
Sonreía
de modo inteligente y provocativo, como alzando más una comisura que la otra.
Yo
estaba obligado por el encanto a devolver involuntariamente todas y cada una de
sus sonrisas…
(continuará...)
(continuará...)
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