Las Angustias de Dios: Volumen 3 (SEGUNDA PARTE)

Era bastante curioso el modo en el que nos habíamos fundido en la plática…

Era un lunes cualquiera, yo me encontraba bebiendo un ‘caballito’ de vodka en el bar La Vorágine en el centro de Tlalpan. De pronto ella entró haciendo una aparición como de película: con la luz del día a sus espaldas, ensombreciendo y dibujando perfectamente su silueta bajo el dintel de la puerta: todos en el lugar habíamos volteado a verla; y es que su aparición fue como la de un tornado que llega para destruir toda la calma del lugar: con su llegada, el estar ahí, bebiendo en lunes, parecía tener sentido. Antes de entrar por completo, se soltó el pelo y movió la cabeza: parecía el ‘spot’ de televisión de algún champú. Pero lo más inverosímil de todo fue que se acercó y se sentó justo a un lado de donde yo estaba, aun cuando habían decenas de asientos libres por todo el lugar: era un lunes por la tarde, y nadie que tuviera un empleo se pararía ahí en ese momento…

Yo sabía bien lo que hacía ahí: bebiendo mis congojas, ganando un poco de dinero de vez en vez para luego bebérmelo todo…. Igual que el famoso Chinaski de Bukowski, el antihéroe, el emperador del “low-life” americano.
Pero, ¿qué hacía ella ahí…? Ella era joven, sana, de buena apariencia, con el mundo a sus pies y con todo un futuro brillando sobre su rostro… Era claro que yo era un vicioso con la vida deshecha que se mataba lentamente entre los oleajes etílicos que sucedían dentro de un pequeño vaso de dos onzas, pero ella… ella era demasiado joven como para entender las angustias de un vicio, y su sonrisa delataba aquello… Ni siquiera llegó a pedir un vaso de alcohol: pidió una pizza ‘margherita’ para dos y un refresco de limón.

Hola –dijo entonces ella, mirándome directamente a los ojos, lo cual logró cohibirme de inmediato–.
Hola –respondí secamente, como queriendo mostrar mi lado más macho y viril; luego bebí la última gota de vodka –. Alan… Otro igual, por favor –me dirigí ahora al bar-tender –.
¿Cómo estás? –insistió aquella, y tenía un modo de conducirse que me hacía dudar si ya nos habíamos conocido antes –.
Estoy vivo y bebiendo… Supongo que estoy bien… –hubo una pausa –. ¿Qué tal tú…?
¡Viva y sonriente!

La miré y efectivamente tenía la sonrisa más divina y juguetona que jamás hubiera yo visto, y además, aquello parecía ser imborrable y contagioso… Yo sonreí de un modo sincero, cosa que no había sucedido en mucho tiempo, pues las sonrisas sinceras nacen ante la esperanza de un futuro brillante, y el mío era borroso, oscuro, vacío… Pero en ese momento, su sonrisa parecía un mensaje angelical: frente a mí tenía a un querubín que hablaba con los gestos de sus labios más que con palabras… ¿Qué hubiera podido detener mi sonrisa entonces?

Ella era demasiado alegre y hablaba de un modo tan libre y despreocupado que por veces parecía mero cinismo. Tal vez ella, como la mayoría de las personas, ocultaba también alguna espina en su alma, pero como no se asomaba ningún vicio en ella que reflejara tal preocupación, aquello resultaba difícil de adivinar. Su actitud me hacía dudar: entre más lo razonaba yo, más parecía irreal aquella escena; pero también, entre más me entregaba a ella, más libre me sentía. Decidí dejar que mis emociones subyugaran a mi razón: nada tenía qué perder…

Llegó la pizza y desde un inicio ella dejó bien claro que dividiríamos y compartiríamos las rebanadas siempre y cuando continuáramos platicando…

Tenía ya tiempo que no comía una pizza casera de horno, y aquello me supo a gloria, y la sonrisa de ella me elevó a la gloria y ella era la más pura gloria… todo fue gloria… Tal vez había ya muerto y estaba en la mismísima gloria…

Cuéntame de ti –dijo ella de pronto y mi sonrisa se esfumó: sabía que al contarle la tragedia de mi vida toda la gloria llegaría a su fin –.
Te ruego que primero me hables de ti… –respondí –.
No, no quiero hablar de mi vida ahorita –dijo de pronto y sus ojos miraron al suelo, y entonces supe que los dos guardábamos aflicciones en el corazón –.


Hubo un momento de silencio, y justificamos aquella afonía llevándonos trozos de pizza a la boca y bebiendo: yo a través de la boquilla de una botella de cerveza, ella a través del popote de un vaso de refresco de limón…

(continuará...)

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