Las Angustias de Dios -o crónica de una mente despertando - (DECIMOCUARTA PARTE)

Había vivido yo, sin duda, un día extremadamente pesado y difícil, el cual había rematado en una noche extraña y dolorosa, y ahora, conforme abría el día, sentía que había yo adquirido cierta iluminación, cierta sabiduría… Me sentía como golpeado por una epifanía: la vida estaba allá afuera, en el mundo, en la gente; la felicidad no era algo que encontraría en la oficina, encerrado entre cuatro paredes de tablaroca

Respiré profundamente el aroma matutino de la ciudad, como si estuviera en medio de un campo de nardo más que entre un desfile de automóviles…

¡Largo de aquí, mugroso! –escuché que alguien me gritó y al voltear pude ver que se trataba del portero del edificio amenazando con patearme si no hacía lo que me decía –.

Si hubiera vestido mi camisa y corbata, seguramente el portero me hubiese tratado de otro modo, pero ahora me encontraba fuera de toda regla social: era un inadaptado, y es que la gente “normal” usa ropa cuando sale a la calle y no un simple sarape…

¡Fuera de aquí –insistía aquél –o llamo a una patrulla!

Me levanté, y en ese momento cayó al piso el libro de Charles Dickens

¡Largo!
–¡Ya voy, ya voy! –respondí enfadado –.

Levanté el libro y cogí mi ropa, la cual seguía mojada. Comencé a caminar por la acera sin saber exactamente por dónde o a dónde me dirigía.
La gente comenzaba a salir de sus casas, y yo no sabía si avergonzarme o reírme al ver sus caras al momento de mirarme: se espantaban, me evitaban, volvían a mirarme de reojo y luego se marchaban a paso veloz;  algunas veces hacían gestos involuntarios que pretendían humillarme (“humillar o ser humillado”, ¿cierto…?).
Buscaba entonces algún lugar donde ocultarme y poder vestirme, aunque fuera con aquella ropa mojada: por lo menos así la gente no pensaría lo peor de mí…

Entonces me asombré al pensar cuánto pesa la sociedad sobre nosotros como individuos… ¡Cuán falsos y aparentes somos! ¡Qué pretenciosos e ilusorios! ¡Cuánta importancia le damos a nuestra imagen y qué prioritaria hemos vuelto nuestra apariencia frente al mundo! ¡Cuánta angustia cargamos sobre los hombros!
Y aquí pensé en deudas, tarjetas de crédito… ¡Tantos lujos y caprichos que nos seducen para gastar el dinero que no tenemos! Y, ¿con qué objeto? Con el único objeto de convertirnos en algo que no somos pero que, de algún modo, hemos convertido en un “deber ser” para sentirnos adaptados y aceptados: somos pequeñas figuras de cera que por fuera aparentan ser perfectas, aunque somos también tan vulnerables que cualquier percance mostrará al mundo que por dentro somos sólo un alma oscura, solitaria y vacía…

Me dieron ganas de deshacerme del sarape y andar desnudo por la calle, pero luego pensé en todo el desastre que aquello provocaría, y ya había sido demasiado hasta entonces, pues no era poca cosa estar en el estado en que yo me encontraba…

Pero -continué razonando –, ¿es que acaso la solución a todo el problema social es volvernos misántropos, retraídos, ariscos?

¡Ay, ¿por qué nosotros los hombres pensamos siempre que la solución a todo es el extremo opuesto al problema?! ¡Todo extremo es un problema!

Todo debe ser un balance, tal vez…

Yo no pedí vivir… No pedí nacer en este mundo… Nadie me pregunto qué clase de mundo quería… No se me dio la oportunidad de elegir entre sociedades o naciones… Por el contrario, se me obligo a adaptarme a un sistema, se me inculcaron ciertas bases con las que el mundo espera que yo pueda vivir y morir sin causar mucho desorden… Somos bombardeados constantemente con inmensas masas de información, pero nadie nos enseña a dudar: detenernos un momento y cuestionar todo lo que se nos muestra como verdades absolutas, incuestionables, inquebrantables, insoslayables…


Finalmente encontré un callejón lo suficientemente despoblado para poder vestirme y “darme una manita de gato”.

(continuará...)


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