Había vivido yo,
sin duda, un día extremadamente pesado y difícil, el cual había rematado en una
noche extraña y dolorosa, y ahora, conforme abría el día, sentía que había yo
adquirido cierta iluminación, cierta sabiduría… Me sentía como golpeado por una
epifanía: la vida estaba allá afuera, en el mundo, en la gente; la felicidad no
era algo que encontraría en la oficina, encerrado entre cuatro paredes de tablaroca…
Respiré
profundamente el aroma matutino de la ciudad, como si estuviera en medio de un
campo de nardo más que entre un desfile de automóviles…
–¡Largo de aquí, mugroso! –escuché que
alguien me gritó y al voltear pude ver que se trataba del portero del edificio
amenazando con patearme si no hacía lo que me decía –.
Si hubiera
vestido mi camisa y corbata, seguramente el portero me hubiese tratado de otro
modo, pero ahora me encontraba fuera de toda regla social: era un inadaptado, y
es que la gente “normal” usa ropa cuando sale a la calle y no un simple sarape…
–¡Fuera de aquí –insistía aquél –o llamo a una patrulla!
Me levanté, y en
ese momento cayó al piso el libro de Charles
Dickens…
–¡Largo!
–¡Ya voy, ya voy! –respondí enfadado –.
Levanté el libro
y cogí mi ropa, la cual seguía mojada. Comencé a caminar por la acera sin saber
exactamente por dónde o a dónde me dirigía.
La gente
comenzaba a salir de sus casas, y yo no sabía si avergonzarme o reírme al ver
sus caras al momento de mirarme: se espantaban, me evitaban, volvían a mirarme
de reojo y luego se marchaban a paso veloz; algunas veces hacían gestos involuntarios que
pretendían humillarme (“humillar o ser humillado”, ¿cierto…?).
Buscaba entonces
algún lugar donde ocultarme y poder vestirme, aunque fuera con aquella ropa
mojada: por lo menos así la gente no pensaría lo peor de mí…
Entonces me
asombré al pensar cuánto pesa la sociedad sobre nosotros como individuos… ¡Cuán
falsos y aparentes somos! ¡Qué pretenciosos e ilusorios! ¡Cuánta importancia le
damos a nuestra imagen y qué prioritaria hemos vuelto nuestra apariencia frente
al mundo! ¡Cuánta angustia cargamos sobre los hombros!
Y aquí pensé en
deudas, tarjetas de crédito… ¡Tantos lujos y caprichos que nos seducen para
gastar el dinero que no tenemos! Y, ¿con qué objeto? Con el único objeto de
convertirnos en algo que no somos pero que, de algún modo, hemos convertido en
un “deber ser” para sentirnos adaptados y aceptados: somos pequeñas figuras de
cera que por fuera aparentan ser perfectas, aunque somos también tan
vulnerables que cualquier percance mostrará al mundo que por dentro somos sólo
un alma oscura, solitaria y vacía…
Me dieron ganas
de deshacerme del sarape y andar desnudo por la calle, pero luego pensé en todo
el desastre que aquello provocaría, y ya había sido demasiado hasta entonces,
pues no era poca cosa estar en el estado en que yo me encontraba…
Pero -continué
razonando –, ¿es que acaso la solución a
todo el problema social es volvernos misántropos, retraídos, ariscos?
¡Ay, ¿por qué
nosotros los hombres pensamos siempre que la solución a todo es el extremo
opuesto al problema?! ¡Todo extremo es un problema!
Todo debe ser un
balance, tal vez…
Yo no pedí vivir…
No pedí nacer en este mundo… Nadie me pregunto qué clase de mundo quería… No se
me dio la oportunidad de elegir entre sociedades o naciones… Por el contrario,
se me obligo a adaptarme a un sistema, se me inculcaron ciertas bases con las
que el mundo espera que yo pueda vivir y morir sin causar mucho desorden… Somos
bombardeados constantemente con inmensas masas de información, pero nadie nos
enseña a dudar: detenernos un momento y cuestionar todo lo que se nos muestra
como verdades absolutas, incuestionables, inquebrantables, insoslayables…
Finalmente
encontré un callejón lo suficientemente despoblado para poder vestirme y “darme
una manita de gato”.
(continuará...)
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