Las Angustias de Dios: ADENDA

Adenda

Pude estacionar mi viejo Jetta cerca del edificio: aún era lo suficientemente temprano para que los coches de todos los ‘godinez’ no se apañaran de las banquetas. Di otro sorbo a mi elegante whisky y volví a mirar mi sonrisa diabólica en el retrovisor, como si estuviera practicando para mostrarme como el más malvado y vil de los hombres: me quité las gafas y mis ojos irritados eran tan rojos que combinaban bien con mis intenciones infernales… Era el momento definitivo: era hora de convertirme en asesino, de ‘tirar la toalla’, de resignarme a los crueles designios del universo: estaba hastiado del asco que producía la metrópoli en mí: la ciudad y yo no tendríamos más relación ya: éramos incompatibles: este era el día de la caída del imperio de mis pretensiones sociales, era ahí que destruiría todo sueño y todo plan de mi futuro, era entonces que me volvía el más indiferente de los hombres y me convertía en la perra sumisa de las parcas: mi actitud suicida no distinguía ya de ángeles y personas ni entre criminales o títulos papales: igual podía matar a un rey que a un “gangster”: no había ni bien ni mal, estaba ausente de rectitudes y pudores, la prudencia mía se había mudado ya a otro mundo: mi conciencia volaba lejos de mi propio yugo…

Venía fumando cigarrillos, uno tras otros, como si la nicotina fuera lo que me daba vida, como si más me valiera el alquitrán que el oxígeno; entonces bajé del auto, con la botella de licor en una mano y en la otra el más asqueroso de los vicios (aunque es también la más deliciosa adicción)…
Cerré la puerta del coche y aplasté la colilla incandescente con la rencorosa suela de mi zapato; luego encendí la punta de un nuevo tabaco y después miré hacia arriba tratando de adivinar mi destino en lo alto del edificio, como intentando ver desde otro ángulo el lugar donde habría de condenar mi vida futura…

Llegué a la entrada del edificio y timbré el botón que correspondía al departamento 402…

–¿Quién? –preguntó la voz sensual de “la reina de espadas” –.
Yo…

Inmediatamente sonó el terrible y oxidado cerrojo eléctrico típico de las viejas construcciones de la Colonia Del Valle: empujé la reja y ya estaba dentro…

Desintegré la colilla de aquel otro cigarro con el talón de mi zapato y comencé a subir los pesados escalones (parecía que el ascensor había dejado de funcionar hacía mucho tiempo ya).

Me detuve en el segundo piso para retomar aire: me senté en uno de los escalones y bebí de mi whisky; irónicamente se me ocurrió fumar otro tabaco mientras recuperaba mi condición.
Finalmente después de un par de minutos arrojé la incandescente colilla por el agujero que se formaba entre las escaleras, y una señora que pasaba por ahí gritó levemente, tal vez por susto o quizá por indignación, pero, ¿qué podía importarme aquello cuando mis ideas eran las mismas que las de un sicario?

Continué mi ascenso hasta llegar al cuarto piso…
No tardé en dar con el departamento, pues sólo habían dos en cada piso…

Toc, toc, toc –golpeé la puerta sin siquiera buscar el timbre –.

De pronto se abrió la puerta y lo primero que vi fueron una divinas piernas adornadas con un par de finos ligueros de encaje negro… Luego la silueta perfectamente dibujada de un corsé rojo de seda y terciopelo que apenas ocultaba la poca tela que hacía de bragas y que hacía juego con las medias y los ligueros negro-transparentes. Su mano izquierda sostenía coquetamente unas esposas de terciopelo negro, las cuales oscilaban con la misma elegancia que el compás de un péndulo de cuerda.
Y entonces ahí estaba esa sonrisa diabólica tan peculiar en ella, y su maleficencia se enaltecía cada que alzaba seductoramente su ceja izquierda, como tentando, como persuadiendo, como corrompiendo la más pueril de las inocencias…

Te estaba esperando… con  muuuucha impaciencia –estas últimas palabras las dijo ello como ronroneando, con la actitud pedante de no saber que pronto moriría a causa de mis manos de verdugo, de guía de patíbulo –.
Yo, en cambio, ya no tengo prisa de nada –respondí secamente, pero igualando la sonrisa maliciosa, esperando que aquello mermaría su tajante presunción, pero contrariamente, sólo logró acrecentar su lujuria, pues gimió de un modo delicioso al mismo tiempo en que se mordía el labio y me atraía jalándome de la solapa de mi chaqueta de cuero para brindarme un fascinante y carnoso beso lleno de experticia y maldad; y tan exquisito resultó aquello que el cigarrillo se me resbaló de entre los dedos y yo sonreí del mismo modo estúpido y voluntario con que había hecho horas atrás en el bar Félix –.
Pasa –dijo con un ademán y moviendo elegantemente su dedo índice de la mano donde colgaban las esposas –.

Yo le seguí; luego cerré la puerta detrás de mí, corriendo gentilmente el cerrojo interior.
Me dio la espalda, y en ese momento aproveché para tomar firmemente uno de los afilados cuchillos y lo saqué al aire libre: era yo el asesino más cobarde, aquel que muestra su monstruosidad cuando la víctima no puede percatarse de aquello: ella caminaba cruzando las piernas, centrando sus pasos, moviendo la cadera  y tentando con la cintura debajo de ese formidable atuendo: no sabía si matarla a besos o asesinarla a puñaladas: me estaba yo volviendo loco…
Pensé en que tal vez lo mejor sería desgarrarle las ropas, someterla, violarla y luego matarla… y después matarme…
Pero en ese instante me vino a la mente la efigie de Mica y entonces acometí: la tomé fuerte del cuello y la aventé a la cama: por un momento ella rio, acaso creyendo que aquello era parte del “juego”, pero pronto sus gestos se petrificaron al ver cómo mi otra mano alzaba la resplandeciente hoja de metal inoxidable del cuchillo…

–Pero… ¡¿qué haces, qué intentas?! ¡¿Estás loco, cabrón?!
–Sí… creo que ya estoy loco…
–¡Suéltame, pendejo!

Ella intentaba liberarse de mis garras entre puños y patadas, pero nada era más fuerte que mi voluntad.
Pronto comenzó a toser frenéticamente y su voz pronto dejó de llegarla a la boca. Cerré firmemente mi mano alrededor de la empuñadura de la daga, mas justo cuando estaba decidido a mancharme de sangre hasta el alma, golpearon la puerta del apartamento…

¿Quién sería…?

Permanecí petrificado por un momento, esperando a que la persona que llamaba a la puerta se desvaneciera y siguiera su rumbo, pero no: volvieron a tocar…

¿Quién? –pregunté sin soltar al súcubo del cuello –.
Yo… Leonardo Cifuentes…
¿Quién?
Leo…
–Aquí no hay nadie… No está la dueña, vuelva luego…
–Louis…

Dijo de pronto la voz y aquello me aterró como nada lo había hecho en mi vida… ¡¿Quién podía saber que yo estaba ahí en ese momento?!

–Louis… Soy Leo… Soy “El Gran Huracán de Saturno”…

Quedé helado…

Ábreme, cabrón… Abre la puerta, Louis… Sé bien que estás ahí y sé bien lo que pretendes… Ábreme, pues yo todavía tengo tu redención entre mis manos… Mica y tú aún pueden estar juntos: aún pueden ser felices y vivir su sueño amoroso… Ábreme y hablemos…

Mis pensamientos temerosos lograron que mis fuerzas flaquearan y la “reina de espadas” me golpeó con algo en la cabeza y yo caí al suelo… Igual que hacía unos años atrás, en la banqueta de una madrugada, y nuevamente a causa de los golpes de aquella nefasta mujer, caí inconsciente…


Cuando desperté mis manos estaban atadas por aquellas esposas de terciopelo que tanto habían logrado seducirme apenas minutos atrás… y ahí estaban ambos, el “huracán” con mi cuchillo y la “reina” balbuceando, los dos parados junto a mí, mirándome fijamente con los ojos más serios y temibles que jamás hubiera yo visto…

–Es hora de que aclaremos todo, Louis… –alcancé a percibir las palabras del “huracán” y yo volví a caer inconsciente –.


Próximamente…


El Gran Huracán de Saturno

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