La Conchita


Otro cuento más de mi libro "Cuentos Amexicanados"...


"La Conchita"

He aquí que Rolando, cuando alcanzaba la edad de diecisiete años, era joven entre unos (y, por supuesto, mayor que otros) en el pueblo: La Realeza. No ancho de espaldas era aquél, ni bravo, ni mucho menos atrevido, pues hasta al perro más enflaquecido de todos él le corría, como si creyera que la bestia le destronaría los huesos con meros ladridos. No, no era así el joven de diecisiete períodos, sino flacucho y huesudo, y con la piel de tal tono, que casi al carbón llegaba su color. ¡Ay! desnutrido se veía Rolando, joven de diecisiete primaveras, tanto, que asemejaba su débil cuerpecito al ‘huachal’. Bien sus ojos, por fortuna o desgracia, eran verdes, pero no como la esmeralda, mas como charco de agua puerca, o bien como el epazote descolorido por el hervidero que se forma al hacer el caldo.

Sí, tlancuino era también aquél, el de diecisiete episodios; pero todo aquello era bastante normal en La Realeza.

Su pelo parecía querer tocar la tierra (por ser débil y caído) a falta de peine, mas no por ser largo... digamos, como si fuesen esos pelos del maíz que le nacen por la punta. Todos allá también eran tlaconetes, pues ninguno era alto (o bien todos lo eran por tener la misma altura).

Un día, pues, el joven Rolando, de diecisiete añadas, salía del tenducho, donde su padre, Octavio, de cuarenta años, que más parecía de treinta (pues raramente les salían canas a aquella edad a los habitantes del pueblo), era conocido entre aquellos por amasar el maíz y cambiar esto por chuchería, pues en esas tierras el dinero servía de poco: todo era cuestión de trueque.

Rolando salió contento esa mañana, que más madrugada era (pues así despertaban todos en el pueblo), y suspiró:

–¡Ah, pero, ‘quí’ bonita mañana!

Luego, se ‘enhuarachó’ y se puso su sombrero de mimbre, que parecía estar mordisqueado por los tlacuaches de tanto que le arrancaba pedazos para llevárselos a la boca, ‘nomás’ por puro ocio. Se colgó un morral, donde cargaba pedazos de pan duro, pinole para endulzarse la boca y agua para pasar aquello.

Íbanse madrugando los del pueblo y comenzó a sentirse como que La Realeza resucitaba después de estar muerta durante la noche, bajo el cuidado de la redonda y blanca, madre de las que centellean en el cielo.

Rolando se encaminaba a la hacienda de Don Talo, a la que cariñosamente le llamaban los del pueblo: “La Conchita”, pues así le decían a la esposa difunta del hacendado. Se rumoreaba en La Realeza (sí, así se llama el pueblo) que aquélla había sido matada por Don Talo una noche cuando todos dormían, pues los vecinos decíanse entre ellos:

–Que ‘ti’ digo que en escuchando un grito en La Conchita ‘mi’ desperté, ‘pos’ pensé que ya ‘mi’ había yo ‘petateado’ y me había espantado el chamuco con su voz bien fea. Y dije: “Ay Diosito, ya ‘mi’ fregué”, dije, pero ‘in’ luego ‘mi’ vi que estaba yo enterito y que no ‘mi’ había chupado el diablo las patas. ‘Pos’ ahí ‘mi’ pegué yo en la frente, por burro, ‘ti’ digo. Y ya después ‘qui’ volví a echar la pestaña, ‘qui’ vuelvo, otra vez, a escuchar el gritote ese. Y ‘mi’ persigné como cuatro veces, ‘ti’ digo, ‘pos’ bien espantado ya estaba yo. Pero ‘in’ luego ‘mi’ acordé que la vacota esa, la Concha, la esposa de Don Talo, estaba bien panzona por el chamaco ese que le venía. Yo pensé, ‘ti’ digo, que ya el escuincle ese le estaba dando los dolores a la vaca esa porque ya quería salir de su panzota. Y entonces me eché el sarape, ese que tenía echado en la patas, y ‘mi’ volví a dormir, ‘pos’ tenía yo que madrugar ‘pa’ jalar los bueyes por la tierra, ‘pa’ que el maíz creciera bien bonito y recio.

Y así decían los del pueblo La Realeza de Conchita, pues Don Talo se escapaba siempre que podía para engatusar a alguna jovencita, de trece o quince años, que le hacía los favores por una moneda. Se decía que la única que no sabía de aquello era su esposa y que, en una de esas, se lo había encontrado haciendo de las suyas; y que por eso Don Talo la mató, en medio de la noche, cuando se escucharon gritos mientras todos dormían...

Así, pues, iba Rolando hacia La Conchita, ya que Don Talo, por cuidar las reses y pasearlas, le pagaba con arroz, frijol y granos de maíz; pues en La Real… en el pueblo, todos debían ganarse el alimento.

Así como salía el sol, los del pueblo salían de sus jacales a calentar el comal, o se iban al campo para labrar la tierra o cuidar los rebaños y el ganado. Ya se olía el tlascal quemado para hacer los tlacoyos y el aroma de la mañana que se fundía con la del tlapa. Ya unos cortaban el tlazole, ya otros ponían a fermentar el tlachique mientras unas molían el jitomate y el serrano para hacer el tlemole y guisar el chileajo. Los del palenque, que comenzaba aquella noche por ser fiesta de un santo, preparaban a sus chuchones blancos y colorados para la pelea.


Había de cuidarse bien en aquellas fiestas, pues siempre terminaban con uno o tres muertitos por los vinosos estragos del pulque y el mezcal. Sí, después de apalabrarse insultos, sacaban sus machetes y hoces para ver quien aguantaba más tajadas… y pues, finalmente, nadie las aguantaba…

Y así se fue Rolando, de diecisiete traslaciones, a la Conchita, para ver que pastaran las reses. Y ahí, entrando al corral, vio a Don Talo tendido entre las vacas. El joven tomó una vara para no tocarlo con las manos, pues temía a que éste le surtiera patadas por haberlo despertado.

–¡Apa! –se dijo al ver que éste ni movía las piernas –Pero si éste ya está más ‘pa’ allá que ‘pa’ acá. A éste ya ‘si’ lo llevo el chamuco. Bueno, ‘qui’ bien merecido se lo tiene por surtirse a la Doña Concha.

Y Rolando, de diecisiete otoños, tiró la vara y buscó entre la hacienda el frijol, el arroz y el maíz. Se cargó lo que pudo y regresó a la tenducha, donde estaba Octavio, su padre, de cuarenta años, que más parecía de treinta…

–Ya le traje la comida ‘apá’. Mi vine temprano porque Don Talo hoy estaba de humor bueno… Sepa San Felipe por qué…

FIN

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