¡Ay!, lector, si alguna vez te decidieras a hacerles frente a esas astutas páginas… ¡qué gran escritor encontrarías en ti!
¡Ah!, pero las sagaces hojas bien saben ofender con esas ancestrales saetas de ignominia que, empapadas de experticia, se encajan sin fallo en el gaznate de los hombres, obligándoles a callar y a agachar el rostro y a hundir la mirada en el suelo… ¡Qué sabia –y cerca de ser una inquebrantable estrategia– la de aquellas arqueras de ‘vestidos’ blancos, pues, al motivarnos a doblar el cuello de ese modo, nos revelan ese gesto humano por el cual se muestra la humillación en nosotros y, así, nos convencen –con posibilidades cuasi-ineludibles– de emprender la retirada…
Bueno, querido lector, quiero contarte un poco sobre lo que yo llamo “Mi Gran Hazaña”, mediante la cual me he convertido yo mismo en mi propio héroe…
No me lo esperaba… pero sucedió que, en alguno de esos momentos donde crees que no puede existir persona alguna en el mundo capaz de sufrir un mayor aburrimiento al tuyo; en uno de esos días donde sientes que nada te puede dejar satisfecho… ¡uno de esos instantes donde nada te apetece, todo te molesta, que requieres compañía de alguien pero que no hay persona alguna disponible para ti…! ¡Y ni siquiera te nace la motivación de eludir ese hastío con alguna actividad…! Casi puedes afirmar que el Universo ha conspirado maquiavélicamente para hacerte sentir solo, innecesario, incapaz… Estás en soledad y ello no te gusta… Mas… ¿por qué nos esforzamos tanto por evitar la soledad…?
Jeje… Pero, no nos salgamos del tema por el momento: ya hablaremos de ello (la soledad) en su momento, en otro día…; mas, creo que puedo –y debo– obsequiarte –tal vez con una sencillez demasiado osada– que aquello estriba en el hecho de no saberte –o de no conocerte– lo suficiente para soportarte a ti mismo: temes a tus ideas, a tus perversiones humanas... ¡Le tienes terror a aquella voz que contradice a tu honestidad, a tu rectitud, a tu moral… y por ello odias la soledad…!
En fin, te comentaba que, por alguna necesidad de librarme de mi hastío, me vi sentado, con un bolígrafo en la mano izquierda (pues soy zurdo) frente a una mesa y, sobre ésta, unas hojas… unas hojas… “esas” hojas… unos pedazos blancos a los cuales jamás había tenido la necesidad de obsequiarles cualquier importancia… Y ahí estaban ellas –las hojas–, varias de ellas… escuetas, enigmáticas, atractivas… tan blancas como el alabastro… elegantemente ataviadas, finamente rasuradas y cortadas y dispuestas una sobre otra de un modo preciso, exacto… Se me antojaban éstas como musas rebosantes de inspiración, doncellas esperando a su reina, sutiles damas de honor en una boda olímpica, seres deiformes que esperan pacientemente para iniciar la alegre danza que anuncia a la próxima alborada, reflejando en sí mismas los primeros haces solares como manantial de curiosidades humanas, fuente confiable de deseos o, sencillamente, como un nuevo amigo que planea mostrarte mundos nuevos… Eran divinas… destellantes bajo la tenue luz de la estancia…
En un principio de jactaban ellas, a modo burlón, nombrándose a sí mismas como ‘Las Imposibles e Inconquistables’…
Luego, tras la dulce y gozosa querella que libramos mi conformismo y yo sobre el imperio de las presuntuosas hojas albas, entre las ideas desaparecidas y aquellas que honorables jamás ceden a la sugestión de mi razón, sobre la pelea de las anotaciones suprimidas y aquellas retomadas que sirven para ganar terrenos nuevos, en aquel cruel y sabio campo donde algunas oraciones caen y otras tantas palabras se desintegran, luego de retiradas y retrocesos obligatorios que me devuelven al mundo real y que, por lo tanto, me alejan de las pericias de mi escritura guerrera y que, dándome de baja voluntaria por cansarme de la lid literata, al notar que no sólo logré entintarles a ellas, sino también a muchas más, me doy cuenta del poder que puede uno ejercer sobre cualquier materia si existe la disponibilidad en el alma humana…
Vencí… Dominó mi creatividad humana a la burla de aquellos cuadrados de angelical color…
La última oración… la última letra… el punto final… y una sonrisa que desata el orgullo humano, la utilidad plena, la razón de la importancia personal en este mundo, el triunfo sobre lo común y mundano para convertirse en extra-ordinario…
¡Gané, hojas ilusas… gané! ¡Me convertí en campeador a pesar de su porte imponente…!
De ahora en adelante, queridas páginas mías, han de arrodillarse ante el título que me otorga la lid de las letras: el título de escritor…
“Either write something worth reading or do something worth writing.”
Benjamin Franklin
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