Las Angustias de Dios: Volumen 2 (Capítulo II)


Capítulo 2

Ella me guiñó el ojo… Fue ELLA quien lo empezó todo… ¿Qué habría de hacer alguien como yo ante esa mirada, ante ese guiño, ante esa despampanante sonrisa suya…?



Recuerdo muy bien  ese día, y es que, ¿cómo olvidar ese momento tan mágico que terminó por llevarme a… a donde estoy ahora…?



Me encontraba caminando hacia el pequeño “Abarrotes Lucy” que estaba al doblar la cuadra del edificio en donde yo vivía, en la colonia Narvarte de aquella podrida metrópoli que llaman Ciudad de México. Iba con la intención de comprar algunos víveres para “tener algo qué comer” en casa.

Mis ingresos provenían mayormente de dar clases de piano a niños y adolescentes y de impartir clases de inglés a un pequeño grupo de señoras que, más que ir a aprender inglés, iban a chismear… Pero me pagaban por ello, y ellas nunca me pidieron que fuera exigente con ellas… Yo sólo compraba el café y las galletas para la reunión y me sentaba en un cómodo sillón y ellas en sus ya escogidos lugares; luego hablábamos un poco en inglés y ponía sobre la mesa algún tema polémico para que aquellas discutieran… Luego ellas echaban rienda suelta a su charla y yo me limitaba a corregir y, de vez en vez, deteníamos un poco la conversación y, en un pequeño pizarrón blanco y usando un par plumones, explicaba algún tema gramatical.

En realidad era más trabajo encontrar un tema nuevo para cada clase, y francamente había ocasiones en que no planeaba absolutamente nada: sencillamente empezábamos a hablar y ellas terminaban escogiendo sus propios temas, después de todo, las mujeres, a diferencia de nosotros los hombres, siempre tienen algo de qué hablar… algo qué decir… algo qué balbucear… algo qué llorar e infinitas cosas para compartir, reír y sonreír… Se sentía bien tener una reunión sana con aquellas doñas y, además, ser pagado por ello…



En fin…



Me encontraba caminando tranquilo, ensimismado (como siempre), dando pequeños atisbos al mundo… En realidad, aunque suelo tener un humor bondadoso y pacífico hacia el mundo, me encontraba fastidiado con la vida, tal y como me había sentido día tras día desde hacía algunos años ya… Odiaba la existencia, odiaba al mundo y a su gente; vivía sin querer vivir, pero era demasiado cobarde como para ponerle fin a mi sufrimiento quitándome la vida. Tal vez, aún a mis sesenta y tres años de edad, esperaba algo del mundo, alguna oportunidad o algún giro de buena suerte… Y algo así fue lo que sucedió…



ELLA fue lo que sucedió…



Su nombre era…



No, aún no habré de decirlo… Permítanme hablarles un poco más sobre aquélla que cambió el rumbo de mi cordura antes de revelar su dulce nombre…



Iba yo, repito, caminando por la calle cuando, súbitamente, justo al doblar la esquina, se me apareció de frente un “algo” que, estrellándose contra mí, me volcó al suelo…



–¡Pero qué… qué chingaos! –grité enfurecido, mas al mirar hacia arriba y ver esos dulces ojos verdeantes suyos, me tranquilicé y cambié mi humor más rápido que un perro, y sonreí idiotizado–.

–¡Perdón! –dijo ella con la más angelical de las voces –.

–A esa mirada le perdono cualquier cosa –dije de pronto, así, sin pensarlo siquiera y ella sonrió; luego se puso de pie–.



Yo me incorporé y me sacudí las ropas…



–¿Está bien? –preguntó ella –.

–¿Quién? –respondí –.

–Pues… ¿Cómo que quién? Pues, usted…

–¡Ah! Perdón, es que no estoy acostumbrado a que me hablen de “usted”; entiendo mejor si me hablas de “tú” –ella sonrió ante mis disparates –.



Nos callamos por un  momento, y en ese segundo la estudié de pies a cabeza, y ese mero instante me bastó para enamorarme de por vida…



Tenía el cabello enchinado y era de ese pelo en que todo hombre quisiera pasear su mano, sus dedos, su nariz… Tenía una mirada radiante, llena vigor, de esperanza, de felicidad, de juventud… Ella era joven… Demasiado joven para mí… Era apenas una niña con cierto desarrollo de mujer… ¿Cuántos años tendría…?



–¿Cómo te llamas? –cuestioné –.

–Mi nombre es… Mica… Y, ¿el tuyo…?

–Yo soy Leonardo… Leonardo Cifuentes… para servirte…



Ella me guiñó el ojo, sonrió de un modo coqueto y se alejó en sus patines negros… Yo le seguí con la mirada, hipnotizado, idiotizado… Ese pelo… Ese viento que lo balanceaba… Esa cintura, esa cadera, ese trasero y ese maravilloso ‘sport-outfit’ que le cubría los enigmas más orgásmicos que bien poseía esa niña… esa cuasi-mujer que, desde lo lejos, volteó de nuevo hacia mí y se despidió de mí moviendo la mano y sonriendo nuevamente…



“Adiós, ángel mío…”, pensé; luego continué mi camino hacia la tienda…





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