De La Vulnerabilidad Humana (o La Humillación: etimología de los celos y otras emociones) [QUINTA PARTE]

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LA INTIMIDAD DEL HOMBRE

Nuestro espanto hacia la ignominia nace de ese “instinto” que protege a nuestra intimidad; nos atemorizamos porque ese “instinto” nos inyecta cierta moral (ya sea natural o inculcada) que conviene a la no-exteriorización de ciertos actos para, así, evitar a toda costa la ridiculización de nuestra persona.
La humillación no es otra cosa que la publicación de nuestros más íntimos secretos, de nuestra perfidia, nuestra oscuridad, incapacidades, ignorancias… nuestra locura, nuestro lado animal… nuestra intimidad…
Es decir, el arte de la ridiculización trata sobre el proceso mediante el cual se revelan nuestros defectos ante una sociedad que admite únicamente cualidades: nos avergonzamos de nuestra imperfección ante un orden colectivo que pretende ser perfecto; y no obstante, la sociedad no es sencillamente el producto de la adición de la genialidad y la utilidad de cada sujeto, sino realmente la suma de las imperfecciones de los imperfectos individuos: ¿o es que acaso las normas jurídicas que rigen a un Estado poseen la capacidad del “sentido común” que ciertamente posee cada persona como parte separada de aquel conjunto?; es decir, el mundo entero podría saber y afirmar la culpabilidad de un criminal, mas si no existe prueba alguna de ello, dicho delincuente saldrá libre a las calles…
Francamente, yo podría imaginar miles de casos en donde los criminales son liberados por algún “error” dentro del juicio, alguna laguna en el marco jurídico o simplemente por una falta de formalidad en el proceso penal protocolizado de una nación… Incluso bastaría con la ignorancia, omisión, desviación o alteración de algún detalle importante dentro o fuera del juicio para que resulte “imposible” juzgar al criminal… ¿No es esto, sinceramente, una falta de “sentido común” dentro de la normatividad legal?; ¿qué no los jueces lentamente se convierten en esclavos de la especificación de las leyes: el hombre juzgador se vuelve –a través del tiempo – un robot resolutorio?
Y es que tendemos al orden perfecto de las cosas sin comprender que el exceso de orden es precisamente un vicio, una imperfección… o, lo que es igual, ¡un desorden!
Es decir, mucho orden conlleva a un desorden: el camino a la perfección conduce a la imperfección, pues ello lleva, ineludiblemente de la mano, al vicio de la ambición humana… Bastará conocer la mítica historia de Ícaro: el que quiera ser sol, primero deberá deshacerse de su humanidad, lo cual sólo se adquiere a través de la muerte… Somos hombres, no dioses: somos humanos, somos imperfectos…
 
Así entonces, la humillación es el némesis principal e ineludible de la armonía social, pues supone la validación y confirmación de la existencia de aquello que derrumba los valores sobre los cuales se pretende construir el camino hacia una seductora y convincente ilusión de utopía: la presencia imborrable de la individualidad humana… Es decir, mientras el Estado se ocupa de criar a un gigantesco ente-colectivo llamado pueblo/sociedad, de desocupa, al mismo tiempo, de fomentar el desarrollo de la individualidad del hombre; o, lo que es lo mismo, la intimidad de las personas tiende a su nulificación en sacrificio al orden social: a mayor Estado, menor individuo.
Somos entes individualistas con necesidades sociales… somos contrariedad… somos condenados a la eterna imperfección… somos –repito– humanos…
 
Entonces, si somos imperfectos, ¿qué es lo que intentamos construir al asociarnos unos a otros?; ¿acaso una masa compacta donde se sumen nuestras imperfecciones?; ¿miento cuando afirmo que las perversiones comunales son duplicadamente peores que las individuales?; ¿qué no impacta más un genocidio que un asesinato?; ¿qué no nuestras ciudades pretenden destruir al humano-individual?; ¿acaso la razón por la cual no alcanzamos nuestras utopías es porque se trata de una razón cultivada entre perversiones, egoísmos e individualismos?; ¿qué no, realmente, entonces, somos una bola de estúpidos pretendiendo inteligencia que no unos inteligentes que cometen estupideces?; ¿no somos infinitamente imbéciles al querer creer que tres estúpidos son mejor que ninguno cuando bien sabemos que la suma de estupidez es siempre peor que ninguno…?: en matemáticas, como en cualquier ciencia, han de haberse de sumar tanto las partes positivas como también las negativas: dejemos de sumar nuestras cualidades como hombres en conjunto y empecemos a detenernos sobre el conjunto de nuestros defectos individuales (pues, como decíamos, todos somos imperfectos, ¿o no…?).
 
¡Ea, Lector!, toma nota de ésta…
El camino para perfeccionarse se conoce a través del camino a la imperfección del ser… Es decir, de un modo paradójico, la senda de la imperfección conduce realmente a la perfección, mientras que los pasos hacia la perfección nos guían hacia la imperfección; es decir, en una manera corta y lógica: ¿qué no nos hacemos mejores cuando miramos nuestros errores y no cuando los ocultamos para pretender cualidades y bondades?
Y no obstante, para mirar los errores propios han de construirse aguzados ojos, y éstos se construyen lentamente a través de la experiencia de vida, o bien, rápidamente si es que aprendemos a aceptar la imperfección de nuestro ego…
En otras palabras, la sabiduría no es lo mismo que el conocimiento: la primera no se encuentra en las páginas de un libro: es cosa de los humildes de corazón, mientras la segunda es asunto de los ambiciosos de cultura que tienen como propósito alcanzar un “poder” de perfección.
 
En resumen, no podemos alcanzar la perfecta sociedad mientras las partes que la componen sean de esencia imperfecta.

(de derecha a izquierda: Pablo Letras, su padre, su hermano)

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