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ENTRE LA SOCIEDAD Y LA INDIVIDUALIDAD
La humillación…
Un terrífico concepto… Una palabra que, de sólo ser mencionada, nos provoca temor, nos hiela la sangre por unos instantes y elimina cualquier expresión facial y corporal para convertirnos, por un breve momento, en estatuas inanimadas; pues ello representa el más grande peligro de nuestro carácter único: la revelación de nuestros más íntimos secretos, la publicación de nuestros enigmas perversos… La ignominia es justamente la encarnación de lo que ocultamos celosamente en el más escondido rincón de nuestra mente: nuestra bestia humana…
Para saber lo que realmente quiere sustantivar este término, no basta con su explicación teórica, sino que se debe experimentar su esencia. Y resultando esto en un sentir aplastante, incontrolable, invencible y, lo que es peor, instantáneamente notable (se nos suben los colores al rostro), es algo que, desde luego, evitamos a toda costa…
La humillación no es otra cosa que el sentimiento de vergüenza; es ello que nos exilia de la rectitud que debe constar siempre en nuestro comportamiento como parte de una sociedad. La ignominia es básicamente el desentendimiento de la masa humana, el hecho de alejarse de la zona confortable y aceptable que encierra el deber de las personas, salirse del molde de la aceptación individual dentro de una colectividad.
Es decir, hemos aprendido, entre teorías y prácticas, a través de todas nuestras vivencias dentro de un mundo que pretende un perfecto control de la comunidad del “homo”, hemos aprendido –repito– lo que es el prototipo –o modelo a seguir– de la persona que califica para obtener un lugar dentro de un territorio civilizado. El hombre, para soportar la aceptación de sus semejantes, debe tender siempre a la prudencia maquillada, a la utilidad de labor, a la afabilidad política; no obstante sabiendo que oculta una bestia en sí mismo, misma que vehementemente intenta ocultar, a tal grado de negarla tajantemente como parte de su naturaleza propia: pero la bestia humana, al igual que los vicios y al igual que las enfermedades incurables, no se mata, sino se controla, teniendo siempre un riesgo latente de ser –la bestia– liberada.
Sin tantas palabras, nosotros como personas pagamos un precio por vivir dentro de un marco ideado (y constantemente reordenado) por el hombre para la prevención del hombre mismo; es decir, nos alejamos de nuestro “estado natural” individual para, así, defendernos de otro individuo semejante a nos: creamos reglas para acallar a la bestia dentro de nosotros.
El Estado es aquello que como supuesto objeto tiene la intención ilusoria de lograr la eficacia plena entre la libertad, la paz, la seguridad y la justicia en los individuos (nótese que, para lograr ello, es forzoso el desequilibrio natural del hombre, pues si bien aquello de “ojo por ojo” brinda cierta sensación de justicia, por otro lado no obedece a las reglas de la naturaleza: de otro modo, como diría Gandhi, todos quedaríamos ciegos).
El Estado tiene ciertas reglas, y vivir dentro de Él conlleva un precio: la adaptación del hombre a sus circunstancias, la represión de sus deseos y la conjunta producción innovadora de ideas para alcanzar, aparentemente mediante el poder y el dinero, una evolución de la raza humana…
Mas, sinceramente, ¿qué es la evolución y de qué nos sirve?
(de derecha a izquierda: Pablo Letras, su padre, su hermano)
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