Érase una vez un pequeño mosquito
llamado: Pablo. Y aunque todos los mosquitos son pequeños, en realidad no
caemos mucho en un pleonasmo en relación a lo antedicho, ya que Pablo era un
mosquito considerablemente más pequeño que los demás de su género y clase…
Desde temprana edad, Pablo
siempre resultaba ser de los primeros cinco miembros de la fila (por estaturas)
que hacían los de su salón de clase cuando sonaba la chicharra para iniciar un
nuevo día escolar.
A veces (una vez cada mes, para
ser precisos), la escuela unificaba en una sola fila a todas es’otras de los distintos grupos del
mismo grado escolar. Era en esa ceremonia donde se paseaba la escolta que
marchaba pareja (a veces) con la oriflama del instituto y el estandarte con el
escudo de “La Tres Veces ‘H.’” Ciudad Mosquito. Se cantaban himnos escolares y
patrios con una disciplina intermedia (más bien vaga) y donde las ciencias aritméticas
de este mundo parecían enloquecer en cuanto a la incongruencia de la suma
imposible de los porcentajes del interés
público (0.001%) y el aburrimiento
del mismo (207.90%).
Sea como sea, cuando esto
sucedía, Pablo se emocionaba discreta y silentemente, pues en ocasiones llegaba
a ser hasta el número ocho de su fila; además que le daba cierta calma y
pavoneo ver a todos eso’tros “enanos”
en las filas laterales… Era como si ese día pudiera ver un poco más hacia el
horizonte sobre aquellas cabezas bien peinadas (la mayoría), de modo que cuando
esto sucedía, Pablo contaba en su mente cuántos escalones era capaz de
vislumbrar desde su posición… A veces siete, otras ocho y en un par de rachas de mala suerte seis
(incluso en uno de sus peores días, sólo cinco). Siempre, una vez ya formado,
solía pararse de puntitas de repente para ver un mayor número de escalones,
como si esa fuera una motivación envidiable para “crecer” más… Nuestro
personaje sabía bien que el total de escaleras de aquella escalinata era de
diez, y siempre que alcanzaba a ver una fracción del noveno escalón, suspiraba
hacia sus adentros: “Algún día, Pablo… algún día…”.
El abuso escolar no tardó en
comenzar: primero le llamaban por su nombre: “Pablo”, pero no tardaban en
llamarle “Pablito”, y finalmente “Palito”, lo cual resultaba muy gracioso para la
mayoría en el sentido en que “Pablito” era ciertamente tan delgado y pequeño
como un “palito”…
En una ocasión el maestro de
clase no pudo contener la risa cuando uno de sus compañeros le hizo la broma de
“Palito” en voz alta… Luego es bien sabido que con el gato de aliado los
ratones hacen hasta nidos… No hubo uno sólo siquiera en el salón de clase que
no hubiera formado parte del cuasi-aquelarre burlesco. Y no obstante que el
pobre de Pablo sintió como su sangre (o la poca que había desayunado) comenzaba
a hervirle desde las entrañas por aquello del coraje y el sentimiento de
impotencia de no poder abofetear a “su majestad” el perínclito-estúpido Maestro,
Pablito logró contener la calma…
La pequeñez de Pablo le brindaba
pocos amigos y mucha soledad, lo que hizo que se convirtiera en un mosquito muy
introspectivo y reflexivo: gustaba de leer (en especial “mosquilosofía”), de modo que, sin quererlo mucho, la paciencia se
había convertido en una de sus virtudes. Así, luego de que el salón hubo por
fin callado, “Palito” se levantó de su silla y dijo abiertamente…
“Se ríen de mí por ser pequeño,
¿no es cierto…?”
Los más cínicos y descarados
asentían como podían mientras seguían riendo un poco y por momentos: como si
fueran los espasmos tras el síndrome del payaso…
“Y es que, ser pequeño me
convierte en alguien diferente, ¿cierto…?”
Los espasmos continuaban…
“Si conocieran la historia de gran chaparro de Napoleón Mosquiparte…”,
se dijo para sus adentros…
“Bien…”, pronunció firmemente y dirigiéndose a todo aquel presente, “Pues sepan que lo que me hace diferente no
es el hecho de que sea yo pequeño, sino el hecho de que algo tan pequeño pueda
circunscribir un potencial tan grande como el mío… Por ahí se dice que la risa
es uno de los disfraces más comunes del miedo… Así que quizá ustedes, sin darse
mucho cuenta, ríen por miedo más que por burla… Quizá sea precisamente mi
pequeñez lo que me descubrirá como alguien grande, ¿no lo cree así… maestro?”
En ese instante el salón entero
parecía de luto: no podía escucharse ni el bolígrafo que cayó desde la boca de
uno… Y es que, sea como fuere, la respuesta de Pablo, si bien no infundió mucho
miedo (nada), había, cuanto menos, logrado apagar la burla.
Los estudiantes volvieron a
llamarle “Pablo” durante un tiempo, hasta que los más allegados le decían
“Pablito” nuevamente, aunque ahora se trataba de un diminutivo de aprecio más
que de una burla. Lo que sí fue seguro es que nunca nadie volvió a llamarle
“Palito” (más por respeto a su conocimiento ininteligible que por miedo).
Poco a poco el conocimiento y la sabiduría
de Pablito le fueron ganando el respeto entre los que le rodeaban.
En una ocasión uno de sus
adversarios intelectuales quiso tentarlo al exigirle que definiera al amor, y
es que, parecía lógico que cualquiera que fuera su respuesta le ganaría el
descontento de muchos, pues muchos no creen en el amor, pero casi todos
satanizan cuando alguien habla de desamor…
Pablito, tranquilo, contestó, “Se sabe que se ama a alguien cuando no
existe necesidad (ni propósito, para tal caso) de justificar las acciones
propias frente a aque’s’otra alma…”
La respuesta no hizo más que
ganarle popularidad y afecto, y el pequeño mosquito comenzó a sentirse como un
pequeño GRAN mosquito… Y la gente los insectos alados lo procuraban cada
vez más… y más… y no tardaron todos en llamarle Don Pablo…
Un día, justo después de conocer
a la mosquito de su vida, cuando más feliz parecía estar Don Pablo, se le
escuchó responder luego de que alguien le saludó por su nombre de pila, “Díganme Don Pablito, por favor…”
Pablito se alejó volando abrazado
de su pareja y todos los presentes sonrieron sinceramente. Luego, de la nada,
llegó un viento envuelto en una ráfaga de insecticida proveniente del Hueste, y
todos por ahí murieron, y “La Tres Veces ‘H.’” Ciudad Mosquito no pudo jamás
alcanzar su cuarta “H”…